Fueron otros tiempos y no se ve que vuelvan, aunque el cinéfilo desee con toda su alma que la épica no sea únicamente asunto de gente con mallas y poderes sobrenaturales, franquiciados por Marvel o cualquier consorcio de industriosos gerifaltes del séptimo arte. En la coyuntura actual, el wéstern es un género venido a menos, poco dúctil, casi incendiario en su afán de venganza, en su rudimentario modo de entender la moral y agenciarse las herramientas que reparen los agravios y las injusticias. Todo esa resma de argumentos con los que le se ningunea a veces (es viril, violento, maniqueo, machista) son a lo común invectiva de gente que no ha leído nunca a Homero o que descree de la validez de las grandes narraciones del hombre, las de las Termópilas o las del Eldorado o cualquiera en la que haya un desafío o la construcción de un mito. El wéstern fue la reserva espiritual de los mitos en el siglo XX para un cinéfilo. El wéstern es una ceremonia, un rito. Nosotros, los europeos, tuvimos la Ilíada o la Odisea, las leyendas de dioses subalternos, los episodios épicos de los caballeros artúricos o los tebeos de El guerrero del antifaz, del Jabato o del Capitán Trueno en nuestro terruño. Hay que crear un espacio común para que la convivencia amarre todos esos símbolos. No hay país que no haya cimentado sus ideales, los que fueran, a los que pudiese acceder, sin esa sinfonía a veces violenta de asedios y de sacrificios, de traiciones y de gestas. Sobre esos pilares, construimos nuestra identidad, nuestro deseo de progresar como pueblo, de forjar una mitología (o una religión) desde la que izar una casa en la que convivir. Épica, bendita épica. Los americanos tienen a John Ford. Él el adalid del género, el padre de esa mitología. No hace grandes postulados ideológicos, ni toma partido más allá de declarar su fe en la grandiosidad del paisaje o en el sentido crepuscular de un mundo por hacer, que no tardaría en ser denostado. De él, más que de nadie, es la soledad del hombre ante su destino, en este caso, en El hombre que mató a Liberty Valance, representada por Doniphon, el romántico pistolero que encarna John Wayne, el aguerrido héroe que cree en el lenguaje de las armas, aunque condesciende después a que las palabras puedan enardecer a un pueblo, el de Shinbone, y predisponerlo contra la barbarie, representado por el más tarde senador Ransom Stoddard, el hombre cabal al que James Stewart imprime la sobriedad y el empecinamiento adecuados para que la ley del más fuerte no prospere y el malvado, el ya muerto de antemano Liberty Valance, un glorioso Lee Marvin con su risa satisfecha y sus broches de plata, sea puesto entre rejas o, en el momento crucial del film, derrotado en un duelo antológico. De hecho, son esas armas las que lo derriban, no la ley de las palabras, las convenidas por los hombres de buena fe, a los que Stoddard conmueve con su elocuencia sobre la libertad de prensa y el estado de Derecho. Prevalece la violencia, muy a pesar de quien anhela que triunfe la legalidad, pero estamos en el Salvaje Oeste y a John Ford le interesaba más sentar una ética, aunque la conclusión inaplazable reposa en un arma de fuego, la que en la sombra, oculto para que la leyenda caiga sobre los hombros del duelista débil, el que no destinado a morir, Stoddard, empuña Doniphon. Lo que cuenta es que el malo muere, no podremos deshacer esa iconografía clásica, tampoco Ford le restaba un ápice de gallardía. Los mitos se construyen muchas veces en el campo de batalla, nos enseñaron los griegos. El hombre que mató a Liberty Valance es la penúltima película del Oeste filmada por John Ford. Es de todas las suyas la más melancólica, la más metafórica, la más conmovedora. La verdad es menos importante que la leyenda. “Estamos en Occidente, aquí, cuando la leyenda va más allá de la realidad, ¡publicamos la leyenda! ", dice uno de los periodistas que años después entrevista al senador Stoddard, que regresa a Shinbone para asistir al funeral de su amigo, el hombre que mató a Liberty Valance.
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