29.1.23

Breviario de vidas excéntricas/44 / Benito Pozo y Fermín Cruz

 En sus paseos vespertinos, Benito Pozo es de buscar restos de una civilización anterior al cristianismo, deseablemente extraterrestre, de apuntar en una libreta monjas y embarazadas que se le cruzan y motos de gran cilindrada. Lo apunta todo en una libreta de los chinos con uno de esos bolígrafos con mecanismo para reemplazar un color por otro. La cosa alienígena va en rojo; las mujeres pobres, castas y obedientes, en negro; las embarazadas, en verde; las motos, en azul. Ese cromatismo dogmático no es negociable, dice a veces en voz alta. Se gusta cuando prorrumpe con frases grandilocuentes, como de orador muy versado. Si alguien le reprende o lo mira con la extrañeza prevista, Benito dice que es actor y ensaya las frases. Soy actor, ensayo las frases, ya casi las tengo. Al llegar a casa, se sienta en su sillón favorito de orejas y pone en claro el botín de la caminata. Es el momento favorito del día. Lo disfruta incluso más que el propio paseo. Nunca ha encontrado nada anterior al siglo XXI: tiene treinta y nueve monjas, cien embarazadas y noventa y dos motos de gran cilindrada. Las cifras registradas crecen morosamente. Aspira a cerrar mil (es una cifra no alcanzada nunca ) antes que su amigo Fermín Pozo, que registra nubes lenticulares, boinas de abuelo barojiano, pantalones vaqueros de bolsillo vertical y, he aquí lo que iguala a los contendientes, áureos, denarios y sestercios romanos. Siempre incluían una empresa imposible. Quien diera con una pieza de ese rango, ganaba sin discusión. 


Empezaron el juego de pequeños. Se conocen desde la comunión. A veces salen juntos; otras, por separado. Confían ciegamente el uno en el otro. Si Fermín dice que ha visto trece boinas de abuelo barojiano en una sola tarde, Benito maldice su buena suerte y luego le da la mano con colmo de protocolo, aprobando su encono. Son buenos perdedores los dos. La víspera de año nuevo se reúnen en un bar, una especie de territorio neutral, sacan sus libretas y contabilizan las entradas. El que gana no recibe galardón alguno. El que pierde no se siente especialmente humillado. El uno de enero se vuelven a juntar en el mismo bar y manuscriben en una servilleta los motivos para el año recién estrenado. Cuando han hecho una lista, proceden a sortear las ocurrencias que les han parecido más factibles. Meten alguna de extraordinaria dificultad (la civilización precristiana, las monedas romanas) para que la empresa posea un aliciente sobrenatural, de los que te sorben el seso y hacen que no concilies el sueño pensando en lo maravilloso que sería franquearla. 


A Benito se le da mejor que a Fermín inventar objetivos. Los llaman así. Hay objetivos sencillos (matrículas que acaben en 24, palomas moribundas, niños con gorras de la NBA, ancianos que tosen en terrazas, sombreros de ala ancha, faldas plisadas, adolescentes con camisetas de Nirvana) y hay objetivos de mayor complejidad (atropellos en pasos de peatones, monjas que leen a Kafka en terrazas, manifestaciones de empleados de una siderúrgica, mujeres que llevan libros de Schopenhauer bajo el brazo, niños con un solo brazo). Coinciden Benito y Fermín en algo inesperado en ese bar de año nuevo, algo a lo que consagran su entera dedicación: el inventario seguirá, harán esa lista, un afán imbatible los animará cuando la redacten, pero omitirán los paseos, consagrarán su oficio (son años de abnegada aplicación) a construir un propósito de más enjundia, uno que los ocupe con festejada lujuria. 


Benito y Fermín se reúnen extraordinariamente para bosquejar un plan más ambicioso: compilar toda la casuística de acontecimientos que pueden mancomunarse en un listado. A ese listado infinito conceden el total de su tiempo y rescinden otras ocupaciones de más terreno empeño: no se asean, malcomen, desatienden la vida familiar y, con arrebatado orgullo, determinan alquilar una pieza pequeña de una casa que hospeda a yonkis, fulanas y gente de vivir precario. Es barata, es discreta. Nadie pregunta, nadie hurga. Benito ha confesado a Fermín que desde ese agujero la vida acude con más vigor, que abrazarán el cristianismo para continuar en el cielo la redacción del trabajo. Salen a misa a diario. Vuelven con absoluto colmo de gracia divina. Saludan a la vecindad con afecto, les conminan a que busquen a Dios, piden por ellos en sus rezos, tienen en la más alta consideración la nueva misión que les ha sido entregada: la de difundir la Palabra, la de dar al cielo almas de las que disponer cuando el Buen Señor les retire de este mundo y los lleve a su Presencia. Solo falta, buen Fermín, que el paraíso esté vacío y no tengamos oficio en la eternidad.

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