15.3.22

74/365 León Tolstói

 



1

Tener a Tolstói como uno de los pocos grandes escritores en los que no cabe verter el más pequeño atisbo de discusión es cosa de consenso. Un corazón de una humanidad enorme, un alma de una pureza siempre en conflicto, sin que esas dos afirmaciones litiguen entre ellas y parezca que ofrecen un punto de fricción. Lo humano es paradójico y es contradictorio. El azar del tiempo, su devenir caótico, constituyen la semilla de cualquiera de sus obras, lo cual no es novedad atribuible a él, pero que adquieren en su obra un grado de veracidad tangible y cartesiana, como la de un observador que registrara cualquier variación de lo que contempla y dispusiera de las herramientas con las que fijar esa mudanza para que nada se desvaneciera ni se embrumara. Escribía en su diario: "Me levanto a las seis. Duermo cinco horas. Escribo veinte páginas". Hay veces en que ese talento natural para contar se contamina de la propia trama de lo que narra: es tan grandilocuente el propósito de la historia que anonada, produciendo el efecto contrario al deseado: se lee con esa admiración con la que en ocasiones apreciamos el triunfo del bien si el mal acude o la irrupción de la belleza cuando la turbiedad de lo feo concurre. Ocupado en esos pensamientos, he visto esta mañana bien temprano a Tolstói. Su barba blanca de personaje bíblico o de hippie pasado de vueltas. Su mirada huraña. Su gesto un poco tosco en casi todas las fotografías. Leer a Tolstói ahora es una inmejorable manera de estar en el mundo. Es más que probable que no encontremos en Guerra y paz o en Anna Karerina o en La muerte de Iván Illich, las novelas de las que poseo mejor recuerdo, la sensibilidad de otros clásicos rusos. No está la sensibilidad de Dostoievski ni la concisión de Chéjov, pero a quién se le ocurre pensar en Cervantes cuando acaba de leer a Shakespeare. Tolstói es un cronista de su tiempo, tanto o más que un novelista. Acude al formato de la novela porque ninguno subraya mejor la periferia de la narración. Lo que hicieron todos estos novelistas rusos con más eficacia fue pensar Rusia, asunto que después la propia Historia se encargó de reformar. No hay tiempo que dure, no hay ningún asidero fiable, todo se desdice, a todo le sobreviene un acceso de olvido y no vale casi para nada la crónica o el testamentario volcado de un sentimiento. 

2

Tolstói es, en el fondo, un ser preocupado por el acoso de las hordas del mal en su tiempo. Todo lo que escribe conduce a explicarse esa perturbación moral. Por eso sus historias son estremecedoras. El mal estremece, no hay otra manera de hacer que se le vea bien y se sepa a qué viene y cuál propósito terrible lo inviste de toda su brutalidad y de su absurdo. Me pregunto qué escribiría hoy Tolstói de la Rusia de su alma acometiendo la invasión del vecino. Todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera. La suya tiene ese don de lo paradójico, que acude cuando se concita lo rural (un padre acaudalado de orígenes y de vocación campesina, conde venido a menos) y una también potentada madre, princesa María Volkonski. Huérfano antes de la adolescencia, tuvo  tutores franceses y alemanes. León se entregó a una vida disoluta que desembocó en el abandono de sus estudios universitarios y en la definitiva dedicación a la literatura. Toda su vida, hasta los 82 años en que falleció, padeció el mal de ser rico a ojos de los pobres a los que íntimamente consideraba los suyos y a los que manumitió, en lo que pudo, de su actividad servil y educó en la escuela que él mismo, influenciado por su amado Rosseau, creó en su pueblo. Hasta su propia obra se empapó de esa dicotomía peculiarísima entre la realidad de su holgada economía familiar y la de sus convecinos. Es en ella en donde su sensibilidad es más punzante, alcance honduras mayores y retrata con más solvencia la lucha de clases en su país, con sus personajes enfermos de vida, con su afán por mejorar la de los desfavorecidos. Ninguna de esas bondades le impidió ser un padre riguroso y un marido lamentable. Catorce hijos, de los que sólo ocho llegaron a la edad adulta, deben ser una carga difícil de llevar cuando tu afán mayor es escribir como si el mismísimo Dios, en el que no creía, le hubiese otorgado la más fina de sus sensibilidades y encomendado registrar el roto del mundo, ese destrozo conocido y crónico. Sofía Tolstói (Behrs de soltera) tuvo que padecer al genio. Se agrava por el hecho de que se le impusiera manuscribir las galeradas de la ingente obra novelística de su excelso esposo. Las reescribía hasta cinco veces, depurando frases, tachando lo que le convenía al esforzado autor, añadiendo partes enteras, sin que ninguna de esas actividades tal vez felices, si se realizan de común y alegre acuerdo, incluyeran opinión alguna de la amanuense esclavizada. Es fama que Tolstói, arrepentido de la vida de crápula que tuvo hasta que sentó cabeza, se impuso la tarea de escribir un diario de sus quehaceres y un prolijo recetario de actividades que lo redimirían, era impresión suya eso, de todos los pecados a los que había arrojado su atribulada alma. Murió en una estación de tren de una pequeñísima localidad llamada Astapovo. Lo derrotó una neumonía. Poco antes había dejado a Sofía tras casi cincuenta años de matrimonio. Escribió una nota en ese postrero e improvisado escenario: "Estoy haciendo lo que los hombres de mi edad suelen hacer: dejar la vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en soledad y en silencio". Al ser avisada de que su marido fallecía en una de las habitaciones de esa estación, Sofía acudió con presteza, pero se negó a entrar para acompañarle en los últimos instantes. Dotada de innegable talento para la literatura, sus diarios son estremecedores. Tuvo la virtud de consignar el día a día con León. Se ocupó de que su vida fuera de una evanescencia delicada, todo para que la de su marido resplandeciera y adquiriera la notoriedad mayor. La dejó en una pobreza extrema, a pesar de que la fortuna familiar era abundante. Legó casi la mayoría a fines sociales. Hay biografías de la pareja que retratan a Sofía como una envidiosa profesional: querría para sí el don de León; no teniéndolo, liberó un odio cerval a su marido y muchas de las anécdotas que sobre ellos se han vertido podrían venir de esa infelicidad literaria suya. 

3

Se puede ser, casi en exclusiva, lector de Tolstói, no tener otra literatura a la que amarrarse, ninguna con la que deshacerse y hacerse de nuevo para ofrecerse al mundo o para que el mundo, mientras sucede, nos consuele o arrime algo de lo más preciado suyo a beneficio propio. Lector adrede, lector con el solo propósito de hacer que todas las demás novelas influyan en uno al modo en que lo hizo en esa milagrosa y novicia vez las monumentales Guerra y paz o Anna Karenina. Se puede ser de Tolstói a la vez que uno es de Balzac o de Proust o de Flaubert, que son los otros Tolstóis que ahora se me ocurren, si se busca la novela total, la que equivale a todas las demás, una a una, pormenorizada y expansivamente. Tienen esas novelas suyas un matemática juego de piezas que encajan y desencajan y vuelven a postularse para que la partida acabe con absoluta brillantez, a pesar de que cunda el regusto a tristeza y no se aparte de nosotros la sensación de que hemos sido vulnerados, convertidos también en piezas de ese mecano asombroso en el que lector y autor dialogan con inusitada fluidez. Se puede convenir que la novelística de Tolstói es, más que un conjunto de novelas afortunadas, una colección de bálsamos prodigiosos. ¿De qué alivian? Pues probablemente no sea un conforte espiritual inmediato y hasta se cuela la idea de que cualquier posible gratitud viene a largo plazo, nunca justo cuando has concluido el libro y no sabes qué hacer con tu vida. Porque Guerra y paz es un reto, una especie de salvoconducto literario que te hace cruzar el campo de batalla y conocer de primera mano los entresijos de la cruenta e incivil guerra y saber que estás confortablemente instalado en una atalaya, sí, pero que el olor de la sangre y el dolor del alma te afectan de modo que ya nunca volverás a oler la sangre ni percibir el dolor sin pensar en Napoleón y en su osadía rusa, de la que salió (es fama) malparado. Esa historia alambicada y difícil de esas cinco familias aristocráticas es el lienzo portentoso de todas las familias, aristocráticas o serviles, que han sido masacradas por el sordo empuje de las hordas bárbaras. Hay muchas, siguen avanzando por los campos, atruenan las sirenas, se escucha el ruido del metal al envainarse o el de la metralla (eso y lo de las sirenas es lamentable contemporáneo) al devastar un cuerpo. 

4

Hay días en que desearías tener un libro en el que pudieras encontrar respuestas a todas las preguntas que te van surgiendo y días en que te alegras de haber leído Guerra y paz. A cuentas de esa tabla de salvación, recuerdo cuando le recomendé a mi M. a Tolstói como paliativo de los quebrantos que le ocupaban. Eran de fuste menor, a mi entender, pero no parecía haber otros más extraordinarios que los suyos. Pareces un personaje de una novela rusa, le dijo. Leído como es, le hizo la gracia suficiente como para distraer su aflicción con una conversación sobre literatura rusa. Estábamos en una terraza de verano y la bebida acompañaba cada pequeña ocurrencia sobre la dificultad del ejército napoleónico al atravesar la cruda estepa o sobre la sutilidad con la que Tolstói (sostenía yo) hacía amar a los campesinos y a los príncipes, a los religiosos y a los militares, a los siervos y a los nobles. Hay un Tolstói para cada ocasión, pude haberle dicho. Exaltado como estaba, terminé recomendándole con fervor que se hiciera de un ejemplar caro, de letra grande, no la edición que yo había manejado y a la que no he vuelto: tipografía menuda, página de grosor casi inapreciable, precio asequible, por supuesto. De buena gana, caso de que se anime el bolsillo y no dé pereza o duela deshacerse de todas las ediciones de bolsillo, uno volvería a comprar su biblioteca con miras (nunca mejor dicho eso) a que releer no sea un ejercicio de sufrimiento y los ojos no se afecten más de lo estrictamente necesario. Prosigo con M: no sé si aceptó mi entusiasmo, pero yo disfruté ofreciéndoselo. Se tiene del entusiasmo esa impresión subjetiva: vale más a veces para quien lo ejerce, más que para quien lo recibe. Sucede como con los regalos: cuentan más para el que lo da, es quien lo da el que de verdad lo está recibiendo. La primera vez que leí Guerra y paz acababa de ser padre. Recuerdo esa confusión vital: la de leer algo que te anonada, la de sentir algo que te trasciende. Se pueden invertir los términos. Leída de nuevo en los meses de confinamiento por la pandemia, Guerra y paz fue un bálsamo, una especie de conforte moral. Hubo días en que todo me parecía más llevadero. La literatura obra esos prodigios. 





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Ana Blandiana