8.3.22

Los vicios




Fotografía: Michael Ackerman



Para Antonio Sánchez, por los vicios compartidos, por los años compartidos. 
Para Rafael Padillo, por lo mismo. 

Fueron tiempos de beber y de fumar como si oyésemos en la cabeza un anuncio de que el mundo acabase. Luego uno pasa media vida de la que le queda en convencerse de que no es bueno ni una cosa ni la otra, contando con entusiasmo los beneficios de la sobriedad y reclamando con idéntico ímpetu las noblezas de esos estímulos, y llega a la edad adulta (cada una lo es a su manera) bebiendo poco y fumando ocasionalmente, por no zanjar de cuajo un vicio del que jamás se ha podido desprender del todo. Se convive con ellos, con los nombrados o con los que cada uno considere, se consienten sus extrañezas, toda su promiscuidad y ligereza, su demonio y su ángel. Al fin y al cabo, razonado con detalle, confortan los vicios, alivian, dan la paz que su ausencia muta en conflicto, en guerra a veces. Yo no sabría vivir sin que me acompañen. Son míos al modo en que lo es mi mano izquierda o el sonido que hace mi voz o la manera en que ando o dispongo el cuerpo cuando lo presento al sueño. En cierto modo son un fabricación personal, no estaban cuando me arrojaron al mundo y los he cultivado yo, con interesado mimo, cuidando de que no ladren y me den el bocado que no deseo, procurándoles una casa fiable, pidiéndoles (no siempre prospera eso) que no se excedan más de la cuenta. 

Los vicios son perros a los que se ata en corto y que nos sacan a pasear. Un vicio es un animal de compañía, uno con gesto de jauría si es preciso. Basta desatarlo para concebir el tamaño de la bestia. No hay quien no tenga alguno, nadie que pueda decir sin que le asome una brizna de rubor, rubor por mentir, que jamás se acercó a ellos y hasta intimó con soltura. Lo mejor de los vicios es que sólo mostramos los menos inquietantes. Los aireamos, les damos vuelo, consentimos que los demás los observen y piensen de nosotros conforme a lo que esos vicios dicen que somos. Los vicios privados son los verdaderamente nutritivos. Son del tamaño de nuestra alma entera. Tienen la contundencia de lo irrenunciable. Dan la exacta porción de sombra que precisamos para huir de la luz. Porque a veces quema tanta luz o porque en la luz, a poco que se mire de frente, sin cuidar en rebajar su dureza, descubre uno que no hay nada que ver, nada que nos haga arraigar en ella con vivo y durable entusiasmo. Es la sombra la que ordena el fasto de los días, la que conmueve y hace que esa luz irradie con más fuerza su influjo bendito. Al menos, a beneficio de relato, quedan las palabras. Las decimos para comprender el mundo. Incluso las decimos para renunciar a comprenderlo. Queda el humo, la cerveza a medio tomar y la sensación de que hay para cuatro o cinco caladas antes de apagar el cigarrillo en el cenicero y dar  el último trago con el regusto a tabaco en la boca todavía. Me abro una. Es la hora. Sin filtrar. Botella de tercio. Al fin y al cabo, no abusa uno. Será eso. Contentarse con esa pequeña certeza, la de que no estamos perdidos del todo. 

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