23.9.21

Dietario 198

Una de las cosas asombrosas que le suceden al ser humano es la admiración hacia sus semejantes. Gente a salvo de la mediocridad, iluminados por la inteligencia o por la sensibilidad,  a los que con justicia nos apresuramos a prestigiar porque parte de nuestro aprendizaje vital procede de lo que han dicho o han escrito. Luego los años eliminan de esa lista a quienes se introdujeron en ella sin los méritos suficientes. Digamos que es la edad la que criba ese inventario casi siempre prolijo de individuos portentosos, de personas de la cultura que se obstinan en hacer pedagogía continuamente, que trabajan para el progreso de una sociedad que a menudo se limita a nombrarlos, a contar que han publicado tal o cual libro o subido a un escenario y representado tal o cual papel o descubierto una vacuna que nos alivia el dolor o nos procura la salud de la que carecíamos. Quedan, no obstante, los buenos, los que de verdad brillaron. No hace falta que sean famosos y ocupen los titulares en los medios de comunicación. En ocasiones, más de las que podría pensarse, no intervienen públicamente, no poseen un predicamento social: están a mano, son familiares y cercanos, nos los encontramos en la calle, tomamos café con ellos, tenemos en el móvil su teléfono y hasta entra en lo razonable que sean amigos o padres o hijos. Tanta gente anónima que contribuye con sigilo a hacer de la sociedad un lugar mejor. Están en los colegios, en los hospitales, en residencias de ancianos, en fábricas, en comercios, en las listas del paro, en los jardines del pueblo, en las calles, en los ayuntamientos. No presumen; ni siquiera poseen conciencia de que tengan una facultad especial, de la que los demás nos valemos o a la que acudimos (con intención o sin ella) para confortarnos o para aprender o para sobrellevar el trajín de la realidad, que nos lastima, a poco que nos descuidamos, sin descuido también. Proceden con asombrosa cautela, no se pavonean, ni alardean de cuanto hacen. Cada uno tendrá su pequeño héroe doméstico. Su heroicidad es de un rango menor, pero prevalece sobre la épica ajena, la que no nos pilla de cerca. Los amamos con absoluto desparpajo. Nos pertenecen de un modo íntimo. Ejercen su magisterio con sutileza. Nos guían. 

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