Juan Antonio Madrid, un cronobiológo y catedrático de Fisiología, atribuye a la falta de sueño parte del fracaso escolar. Es cosa de ciertos relojes biológicos que tenemos dentro. Dormir es una necesidad, igual que respirar. Si a esa mesa se le amputa una pata, se acaba viniendo abajo. Sirva el símil mobiliario para hacer entender que la actividad del sueño es fundamental para que todas las demás actividades existan y contribuyan (he ahí el fin de todas estas ecuaciones orgánicas) a que el cuerpo funcione bien. Es complicado el cuerpo. De pronto se me ocurre que estará perplejo por la falta de movimiento a la que le sometemos. Está hecho para ser dinámico. No sé si acabará pasando factura y tendremos que pagar algún tipo de peaje. Es nuestro y no lo es, el cuerpo. Cuando se le fuerza, replica y pide un receso. Caso de que no se lo concedamos, se colapsa, obliga a que cedamos, nos chilla. También huye del sedentarismo, esa costumbre burguesa. Creo que nacimos para correr, como decía Bruce Springsteen, y que, conforme nos hicimos mayores como género, perdimos el hábito. Hasta se nos agrandó la cabeza. Necesita más neuronas para que pensemos mejor. Le estamos dando tanto poder al cerebro, que el resto del cuerpo acabará reclamando su cuota ejecutiva, incluso afectiva. La de dormir, en particular, es una de esas actividades que hacemos mal en despreciar. Debe respetarse su aviso. Como el amante que solicita que se le acaricie y dé placer. Hay, no obstante, dulces contradicciones, ratos en los que tratar de adecuar el deseo y la realidad, como anhelaba Cernuda, no es difícil y salen días redondos, hechos a beneficio suyo, idílicos por completo. Se deja de ir como loco por ahí, haciendo esto y lo otro, cumpliendo lo mejor que se puede con el inventario de oficios a los que nos encomendaron o los que caprichosamente decidimos. Cuando uno se excede y compagina las ocupaciones del trabajo y las de la casa y las de la calle, una especie de alarma empieza a hacerse oír. Avisa con cautela, primero, pero después vibra como un diapasón ebrio y reclama un alto, una especie de armisticio. Soy de trasnochar en casa, cuando no encarta hacerlo afuera. Eso de acostarse muy tarde, de raspar la tela de la noche y hacernos creer que es de día, enfrascado en cien distracciones, también trae sus peajes. Uno trata de comedirse, pero cuesta, no cree que dormir sea más placentero (sí más necesario) que ver una película de Fritz Lang (Los sobornados) a las dos de la mañana o leer a Quevedo poco antes de conciliar el bendito sueño, eso fue lo que pasó anoche, por cierto. Son tan aprovechadas esas horas que cuesta renunciar a ellas por dormir, que es mucho menos interesante, pese a toda la normativa médica, siempre leal con la salud. Que un tercio mal contado de nuestra vida transcurra en la bruma del sueño no deja de ser una infeliz circunstancia, un cómputo infame que, visto con calma, reduce drásticamente la vigencia de la vigilia, que es donde hablamos, conversamos, paseamos o miramos extasiados el paisaje. Dormir es un alivio también. Nos rescata de todas las pandemias de lo real. Hace que se active una especie de formateo parcial del sistema operativo, traqueteado en demasía, expuesto a tiempo completo. Luego se recompone el cuerpo. Se embravece, se ofrece a elevar la cumbre de los días, como decía San Juan de la Cruz. Compensaré el exceso de anoche con una buena siesta. No sé si el reloj que ande por ahí dentro estará quejoso. Pedirá que le dé una rutina, un comportamiento fiable. Los niños que no cumplen el horario de cama, estoy lamentablemente harto de verlo, no rinden después en la escuela. Yo tendré una pata vieja en la mesa todavía relativamente nueva, pero ellos (tan jóvenes aún) no deberían darse esas licencias. No, no es así: no deberían dárselas. Ya tendrán tiempo de robar tiempo al tiempo y repartirlo como les plazca. Qué placer eso, qué dulce veneno.
12.9.21
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