A Pedro del Espino, que me entenderá
Nadie que esté feliz escribe, pero hay un impulso a hacer constar el embeleso con la realidad. Del hecho de afanarse en acuñar un lenguaje que transcriba toda esa lujuria de los sentidos se infiere otro hecho singular: el de desconfiar de la memoria, el de inventariar el arrimo diario de placeres o de infortunios que jalonan el transcurso de esa experiencia absolutamente privada. También el de alejarse de uno mismo y confiar en otro (el que confiadamente recibe el encargo de escribir) que realice esa labor. Debe haber extrañeza al disponerse a leer lo escrito por uno mismo. Habría perplejidad y asombro y la sobrevenida sensación de que no es pertenencia suya ese volcado interior. Como si el texto fuese ajeno. Comprender que lo contado (el texto logrado) no es responsabilidad propia y, nada más ocupar un lugar entre los demás textos, ellos sabrán cómo hacen eso, tener la seguridad de que se haría de otra forma si se revisase con la intención de pulirlo, de darle un apresto más entero o un acabado de mayor elocuencia o más hermoso. Así que corregir es una tarea infinita. ¿Cuándo se daría por acabada? ¿Cómo tener la certeza de que no se puede mejorar más? Una vez se acomete, en cuanto se empecina la inspiración en dar paso al trabajo, concurren una serie de desdichadas circunstancias que ahogan al escritor en una especie de desencanto al que se ha arrojado con voluntad y convicción, temerariamente, pero que no le dará la satisfacción primera, la de las palabras recién recogidas de su invisible confinamiento, la de la escritura considerada un acto de amor puro hacia uno mismo o hacia el hipotético lector. En la presentación de un libro mío, se me preguntó si escribir me suponía un conflicto, si entraba en un trance, todas esas cosas arrimadas al dolor y la leyenda negra y al malditismo de la literatura. Contesté con incertidumbre. Dejé dicho lo que en ese momento me dictaba el ánimo. Si revisara lo que ahora escribo, es probable que no lo publicara. No me parecería cerrado, no tendría el armazón firme, ni serían las palabras convocadas las de mí más completa satisfacción. Estas frases que transcribo se ocupan, mientras las vuelco, en desdecirse. Hacen su sibilino oficio de demolición y de creación. Pero por otro lado, qué días más hermosos los de la corrección. Qué plenitud recorrer la periferia de las cosas una y otra vez y dejarse caer al centro de vez en cuando y volver a perderse en las afueras nuevamente hasta que, iluminado, y qué delirio esa luz, encuentras el adjetivo que se resistía, el loco matrimonio de una palabra con otra y la bendición de la frase cuando de verdad todo está ensamblado y no se puede (de verdad que no se puede) quitar una sin que se exhiba un roto y el conjunto pierda. No sé cuándo pasa eso, me esmero en alcanzar esos momentos de arrobamiento léxico. Escribir es una especie de milagro y no siempre reconocemos la presencia de la divinidad cuando nos roza. Que provenga de la felicidad o no, creo que no merece tampoco mayor detenimiento.