30.12.19

La penúltima siesta del año

Queda a consideración del que decide la pertinencia de su elección. La pesa y mide, observa si le satisface enteramente o si no conviene y cundirá el arrepentimiento. Hay pocas zozobras más lacerantes. Se arrepiente uno a diario, aprende a componérselas y remontar esa pequeña o grande fractura del espíritu. Hay veces en que el error en lo elegido obra a beneficio de quien marra y le depara más tarde, una vez remendado el roto, la fortuna a la que anhelaba, toda esa rendición de festejos y de alborozo de la que tanto se depende para no caer en el tedio ni en la desdicha. Elegir es siempre un asunto al que se le da escaso predicamento en la literatura al uso. No hay prontuarios, ni teorías de los que saben que nos ilustren y allanen el camino. Las instrucciones las elige uno, he ahí el primer escollo, la paradoja. A fuerza de haber elegido equivocadamente en más ocasiones de las deseadas, termina uno por confiar la elección al azar, sin que intermedie el pensamiento medido, la cartesiana elocuencia de la razón. Suele funcionar, qué quieren que les diga. Cosas que no se piensan salen muy bien y las pensadas y pesadas y medidas descarrilan, se aturullan, confunden al que las idea y acaban malogrando toda posibilidad de éxito. No se precisa que el asunto sobre el que se decide sea de fuste y trascendencia. En ocasiones son elecciones irrelevantes, asuntos de una futilidad extrema, pero ay, cómo duele tener que decantarse, matizar el escrutinio, decir este cuando lo que de verdad deberíamos haber dicho es aquel. Da igual que sea un libro que regalar (son ahora días de eso, yo hoy he sopesado esa elección y he sufrido lo indecible hasta que me he inclinado por uno, da igual cuál) o la cantidad de mascarpone que comprar para para hacer una tarta. Todo se bifurca y expande, a todo se le puede asignar un tamaño desmesurado, por pequeño que parezca o certeramente por pequeño que sea. La cosa de menos importancia cobra la importancia mayor y, a la reversa, la de sustancia más trascendente, según irrumpa, adquiere una nombradía menor. Somos así, no hay que darle más vueltas, no tenemos enmienda o la tenemos a toro pasado, que se dice, cuando caemos en la cuenta de que no debió ser esa la manera de hacer las cosas o que pudimos haber hecho lo correcto, quién sabe qué es lo correcto. Ando ahora en la duda de si elegir dormir la siesta (falta hace, anoche caí en el trance bendito del sueño a muy tardías horas) o aplicarme en propósitos de más importancia. Me concederé el beneficio de la siesta. Es un momento dulcísimo, absolutamente recomendable para quien no lo haya probado lo bastante. En  fin. Como y me voy. 

2020

Hay más cosas por hacer que las que uno ha hecho. Ese propósito es el único con el que debería contarse. La lista de propósitos la manuscribe el azar, podrían ser los del año venidero, no siempre es la idónea, ni  ocurriría nada grave si no se acomete. Lo normal es que nada de lo anhelado suceda. Algunos de esos deseos son irreprimibles; otros se piensan sin mucho empeño, un poco juguetonamente, sin saber qué efecto producirán. Hay días que invitan a desmadrarse. Es curiosa la expresión. Viene a reforzar la idea de que es fuera de la tutela materna donde concurre los primores de la diversión. Que las madres nos los coartan o censuran. Es el oficio legítimo. El nuestro tal vez sea desoírlas, no caer en la obediencia ciega del hijo. Desmadrarse es una especie de viaje iniciático, probatorio y lúdico. Luego vuelve uno al feto primigenio, esa moral de inspiración cristiana con la que se nos educó para no salirnos en demasía del tiesto. No todos los deseos son reprobables. Los hay de un candor o inocencia conmovedora. La lista de hoy, la improvisada, es esta:

Asistir a una máster class de balalaica.
Leer a Emily Dickinson en vernáculo verbo. 
Ser invitado  a un menú degustación de sushi en Tokio. 
Visitar en invierno el barrio judío de  Praga.
Beber absenta en Boston. 
Escribir un soneto en una Underwood número 1.
Ser aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach. 
Pisar Tierra Santa. 
Abrir una puerta en una película de Lubitsch. 
Departir con Dios en un sueño. 
Embriagarse a sabiendas. 
Bailar con los ojos cerrados una música que solo se escucha en la cabeza. 
Pasar una noche en una historia de Stephen King y flotar nada más despertarme. 
Tocar el piano como Bill Evans. 
Recitar de memoria el poema del ajedrez de Borges. 
Ver un unicornio azul en el malecón de La Habana. 
Subir al Empire State Building en 1933. 
Tener unas palabras con el coronel Kurtz. 
Pasar la nochebuena en Bedford Falls. 
Pedir un gintonic en el pub Tempo en Priego de Córdoba. 
Terminar mi novela. 
Escribir un poema en una servilleta de un bar. 
Apurar un White Russian en una terraza en Cracovia.
Conversar con mi padre. 
Releer la integral de Lovecraft. 
Saludar a García Márquez en Macondo. 


29.12.19

Todos estamos rotos, así es como entra la luz



Considerada sin apasionamiento, lo cual es perder la elocuencia del corazón, la memoria es un artefacto perverso.  Confunde, arrima lo que no es propiedad suya, rehusa lo propio, festeja lo irrelevante, no aprecia lo que importa, va desconsideradamente a su bola, sin que quien la posea pueda en ocasiones ejercer gobierno sobre ella. En cambio, cuando más desprevenido estás, prorrumpe con fiereza, arguye su criba a perjuicio o beneficio nuestro, aunque no discuta la pertinencia de sus decisiones, ni remotamente ceda si alguna es más de nuestro agrado y deseamos hacerla durar. Sucede de idéntica manera si cancela los recuerdos dulces, los que elegimos, todos los que nos construyeron y todos los que nos siguen configurando como personas. Lo somos y es común el trabajo de crecer juntos. No debería esto ni ser apuntado.

Fascina de la memoria su bagaje, el invisible, el que no está siempre disponible, ni se cree pueda todavía existir y hacernos regresar al ayer, el vano ayer que se alimenta del frágil hoy. No sabemos mucho del oscuro mañana. A él lo fiamos todo. Contiene la esperanza, que es la fe de lo cotidiano, la inmarcesible fe en el deseo de que la memoria prosiga su labor metódica y se avitualle de recuerdos. Ellos son lo que tenemos, no más. De ahí la incertidumbre, de ahí la sensación de que todo esto es una especie de préstamo y también la certeza de que tendremos que devolver el equipaje adquirido durante el trasegar de los años. Queda la luz, la luz vibrante en las copas de los árboles, su belleza inalterable, su hegemonía imbatible. Queda su constancia en nuestra percepción de la realidad. Todos estamos rotos, así es como entra la luz. Lo dejó escrito Hemingway, que acabó partido, incapaz de soportar el peso de las sombras. Lo acabo de leer. Es la frase del día. No sé si acabaré olvidándola. No es cosa mía ese prodigio, el de recordarlo todo y a todo darle carta perenne de existencia

27.12.19

Antonio



Carezco por completo de la facultad de hablar de lo que amo sin caer en el sentimentalismo, vicio comúnmente extendido, no exclusivo mío, por otra parte. Siendo uno, por naturaleza, bueno, en lo que se ajusta sin excesos a la idea de bondad, me esmero a veces en no escatimar buenas intenciones, en abrir el corazón y ver qué sucede con él abierto, expuesto, desprotegido. De mi amigo Antonio Sanchez Huertas (Colmenero Villar) no puedo escribir sin que se advierta el sentimentalismo, no hay nada, por más que ahonde, a lo que puede acudir para ejercer algún tipo de crítica, está siempre la sensación de estar en casa, manejando las palabras como si fuesen muebles que nos pertenecen y a los que sometemos a feliz mudanza. Así que en adelante será el corazón el que hable.

El tiempo, que es un bicho cabrón cuando se le antoja retorcer el cuerno, nos ha tenido juntos en los últimos treinta y cinco años. Ahora Antonio le da un aire a Peter Gabriel, pero siempre fue una réplica digna y provinciana de Phil Collins. Todo queda en Genesis. Quienes viven con él, saben lo que continuamente maquina y urde este hombre hiperactivo, positivo, de una resistencia dialéctica sólida, de poco afecto al desmayo o al cansancio, de un humor sencillo y lírico, que no hace jamás un desaire a una conversación en una terraza de un bar, vaciando tercios de cerveza y fumando Camel. Sufre por el mundo y por sus cuitas, por las injusticias, por el precio del salmón, por la educación de Alberto, que es ya mozo grande y bonito y músico, por lo que come Auxy, que es mi hermana del alma, ella lo sabe.

Cuando el sufrimiento no le afecta, en apariencia, en lo que se ve a simple vista, mi amigo Antonio se dedica a organizar el mundo, a inventariar la realidad, a registrar la minuciosidad del día y a manifestar a cielo abierto, en ese teatro enorme, su voluntad de vivirlo todo a conciencia, adrede, sin que nada le quede lejos, sin que lo humano y lo divino crucen a su vera y él, en el roce, no saque beneficio, no exprese su criterio o no rubrique su anuencia o su quebranto. Hay personas en este mundo como Antonio, pero pocas en ese rango sensible, pero no es esa la razón por la que somos amigos, una especie de hermanos sobrevenidos, cómplices en muchas hermandades. En realidad no sé qué razón es ésa. Supongo que si afino la memoria, sacaré unas cuantas de esas razones que ahora, llevado por mi entusiasmo laudatorio, no alcanzo.

Podría contar los bares que hemos cerrado y los que hemos abierto, las audacias verbales en la que nos hemos embarcado por puro amor al riesgo, los langostinos tigre gaditanos de los que hemos dado sabrosa cuenta, por las canciones entonadas con la desafinación previsible. Podría traer aquí la copiosa rendición de los viajes realizados, las gloriosas visitas a Lucena...Luego está Auxy, que merece un libro aparte y en la que, por la influencia turbulenta de su marido, reparo a veces menos, queriéndola igual. Hace veinte años o incluso más escribí sobre Antonio en una columna que yo tenía entonces en el diario Córdoba. No la guardo, no guardo nada de lo que escribo. Antonio la guarda y la recuerda, casi sin falta, en su cabeza. La cabeza de Antonio, con sus grietas y su calva, con su enciclopedia dentro, es un laberinto del que solo él tiene la clave. Un Google con su algoritmo fiable. Dentro están la Segunda Guerra Mundial, la historia de Santa Marina de Las Aguas Santas, la definición exacta de metro, la mitología persa, la historia del proxenetismo en Estambul, las narraciones de nuestro amado Stephen King y el catálogo de proezas y desventuras de cualquier héroe de ficción que haya caído en sus manos.

Tiene Antonio esa incómoda habilidad de acaparar la atención de quien lo escucha, y eso, aunque suena a reproche, es virtud en él. No porque yo le excuse sus exabruptos o porque no sancione su extraordinaria sociabilidad sino porque acomete ese oficio, el de ser una especie de centro de gravedad permanente, con absoluta maestría. De lejos, sin entrar en honduras, uno querría de Antonio el orden, del que yo carezco, la previsión, la certeza de que improvisar, siendo aceptable, no es un asunto recomendable, pero yo no sabría ser Antonio Sánchez Huertas, no podría sobrellevar el peso cartesiano de su cerebro, no sería capaz de llevar dentro el vademécum de las cosas, el inventario desmenuzado de las cosas que pasaron. El pasado es propiedad suya. El presente es un accidente que le da riqueza al verdadero tesoro que tutela, el de la memoria fastuosa, capaz de guardar lo irrelevante y lo magnífico, sin que lo uno y lo otro malogren el ambiente en que conviven, sin que lo etéreo y lo mundano, lo sublime y lo prescindible, acaban a hostias a ver quién es el que manda.

El futuro es una incógnita, como para todos. Él no es metafísico al modo en que lo soy yo, pero porque no se ha puesto. O lo es sin empeño, metafísico doméstico, de cruzcampo a medio terminar y de tapa acabada. En ese aspecto, Antonio es un cordobés de raza, uno antológico, al que se le puede encomendar la vigilancia de las costumbres, la custodia de las tradiciones. Yo siempre dije que en algún momento de su existencia optó por la vía sencilla, la que estaba más a mano tal vez. Por eso dio en trabajó tan joven, por eso no se cultivó en donde debía haberlo hecho, en la universidad, en donde la gente inteligente pule esa inteligencia y la afina. Él anduvo otro camino, no es relevante. Suya es otra universidad de más amplio rango. Nunca le importó eso, nunca deseó echar atrás, perder una sola de las experiencias que la vida le ha entregado en su periplo laboral, tan obsequiado de oficios. No se sabe con seguridad nada. Ni siquiera si mañana vamos a recordar lo que hicimos hoy. He ahí la grandeza de mi amigo Antonio, la que rescata lo que estaba hundido, la que pone a salvo lo que amenaza el fuego, la que pone a la vista lo oculto por las sombras. Son temibles las sombras. Se las teme por lo que tienen de hostil, por lo que nos han vendido en los cuentos, por ignorar nuestra voluntad de luz. Quienes van por la vida apartando sombras merecen elogios.

Este es uno. Lo vierte la amistad, la que nos conduce a la barra de los bares, benditos ellos, nuestros todos. Hemos tenido varios en los que hemos salvado al mundo y el mundo nos ha salvado a nosotros. Habrá más. Bares de cafés muy oscuros para aliviar la torpeza escandalosa del alcohol en la sangre. Bares de muchachas rubias y de pechos firmes que nos miraban (antaño, otros días, otra vida) menos que nosotros a ellas. Fue otra época. Bares con la banda sonora de siempre, la de los éxitos de la época dorada de la radio, antes de que el ébola del mercado lo gangrenara todo. Si no fuese por los bares, no estaría yo aquí, en este día de navidad muy tranquilo, escribiendo sobre mi amigo Antonio. No entran aquí las metáforas y la anchura fantástica del lenguaje. No estará Your song (it’s a little bit funny this feeling inside...) en un cantabile ajardinado, tarde ya, cuando cierran o están a punto de cerrar las calles, en un trío de sonoridad infame.

No están los langostinos conileños, los Jamo coquetísimos, el Pioneer mítico, un par de cientos de cartas escritas no por mí, sino por mi incontinencia verbal, y que los dos, Antonio y Auxy, todavía guardan en cajas, como constatación brutal de mis arrebatos.
En uno de esos bares de tan grato recuerdo para ambos le escribí, levemente achispado, el esbozo de un poema que luego, en detalles, corregí y publiqué en el periódico donde solía. No llevaba título o, al menos, ahora no recuerdo que yo se lo pusiera. Cuenta, en todo caso, la sensación de que el mismo Antonio, en su proceder, en lo que ofrece a los demás, suscita que se escriba sobre su persona. Si me da permiso y alcanza fama en alguna disciplina, aparte de las que ya domina, le pediría que me permitiese ser su biógrafo, quien registre indeleblemente el vértigo y la fiebre, las dolencias y los efluvios, las escaladas a picos muy altos y las bajadas a infiernos muy grises, porque la vida no condesciende a que nosotros le escribamos la trama, la narra ella así antojadizo capricho.

Quedará este volunto mío para que alguna vez lo relea. Sé con completa seguridad que será más suyo que mío en cuanto le eche el primer ojo encima. No se me escapa que habrá pasajes que recuerde íntegramente. Es lo que tiene el cabronazo, que tiene una memoria de muchos teras. No los contamina la nueva información, no hay hackers que los perviertan ni amañen. El poema es este, no pienso mover una palabra, no se me escapa que la cambiare en cualquier ocasión. Las palabras son soldados y aquí está la autoridad que los dispone y les encomienda que nos protejan en la necesidad y en la dicha.

En mi amigo Antonio
abrevan
provincianas, elementales bestias,
alucinados ángeles de su verbo claro.

Siendo como es
dios de su gongorina prosa,
abruma, en ocasiones,
con su parlamento,
y remotos pájaros
le vienen en bandadas,
improvisados y únicos,
y con ellos departe
sobre demiurgos y tanques.

Complacido de su secreta causa
y ufano de itinerarios y laberintos,
Antonio celebra el tiempo
acodado en una barra de bar,
minucioso y sencillo, feliz y glorioso.

Se deja así vivir
ordenando el tráfago del día
en cervezas,
en periódicos,
en un hijo bonito
que le trajo el Atlántico,
en esposa
cómplice en vuelos.

Este poema nos ocupará, bien lo sé,
largas conversaciones en Espuma's,
que ya no existe.

22.12.19

La incertidumbre




Antes no dejaba nunca a película a medio ver o un libro a medio leer. Ni siquiera esperaba a que se cumpliera ese plazo, el de la mitad, sino que me retiraba a poco que encontrase alguna aspereza, una serie de pasajes atropellados o resueltos convencionalmente, escritos o filmados sin esmero. Creo recordar que sentía una especie de obligación que me impelía a finalizar el visionado o la lectura, no caía en juicios hasta que llegaba a la última página o al último fotograma. No sé cuándo renuncié a ese escrutinio generoso y me convertí en un catón íntimo, capaz de cerrar en el tercer capítulo a los pocos minutos de proyección. No me pasa cuando se trata de releer o de rever (no suena bien, pero será correcto); tal vez hay una convicción de la que me valgo para avanzar sin cansancio, en la creencia de que todo lo que disfruté la primera vez va a ser restituido enteramente o, en ocasiones, amplificado, convertido en una experiencia nueva, de la que saldré reforzado, feliz. Se hacen estas cosas (leer, ver cine, escuchar música también) para agenciarnos una brizna de felicidad que, caso de no aplicarnos esas experiencias, no fructificaría. Me encanta sentarme a ver Lawrence de Arabia por tercera vez o emboscarme en las peripecias sensuales del pobre Humbert Humbert a la caza de su idealizada Lolita. El placer consiste en encontrar vino nuevo en los odres viejos. Se embriaga uno con un placer absoluto. Sabe ya a qué sabe, conoce el sublime paso del licor por la garganta y la dulzura de toda la ebriedad que viene detrás. Esta noche he pensado en ver de nuevo Apocalypse now. No hay una razón, no he leído nada sobre ella, ni tampoco nadie me le ha referido y espoleado mi voluntad de tragármela otra vez. Tal vez han sido The Doors. Esta mañana, camino de la residencia en la que está mi padre, he escuchado a Jim Morrison y de pronto he visto una barcaza recorriendo el Mekong y ha sonado The end en mi cabeza, aunque fuera otra la canción la que tenía acoplada a mis oídos. Estaría bien que a última hora, poco antes de buscar el DVD, encontrara otro que me engolosinase más. Esa incertidumbre es maravillosa.

13.12.19

La realidad



Hay cierta dignidad en la pobreza que es más costosa de percibir fuera de ella. Es la dignidad de la vida concentrada en la supervivencia. También la dignidad de las cosas sencillas. En poco tiempo no habrá cosas sencillas: todo se habrá complicado adrede, convertido en un espectáculo circense en el que compiten contrincantes afanados por hacer la pirueta más peligrosa. Seguramente acabaremos perdiendo el valor del silencio o la belleza de la simplicidad. Cuando se tiene muy poco, cambia el modo en que miramos las propiedades. Cuantas menos se tienen, más se conocen. Se sabe si cruje la silla y lo que guarda un cajón. Tiene el pobre esta memoria cartesiana de las cosas. La tiene sin que haya decidido tenerla. Nadie como él para saborear el pan o la leche. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Borges lo ecsribió mejor: sólo es nuestro lo que perdimos. Pero he aquí al dueño de la vida, aunque sea una vida cogida con los dedos, izada un instante, convertida en algo hermoso y en algo triste a la vez. Porque el niño no puede sonreír con más entusiasmo, pero podemos imaginar el gesto que precede a la risa, lo hemos visto muchas veces, algunas más de cerca y otras, las más, en una pantalla. Lo malo de las pantallas (de la distancia desde donde uno contempla las imágenes) es que no nos incumben en el mismo rango de empatía que la realidad; enfatizan la sensación de irrealidad precisamente, como si no tuviésemos constancia de que pudiera haber algo que no fuese real, tangible y mensurable y de pronto se nos ofreciera con la etiqueta impresa de "falso" y lo miráramos a salvo, sin que duela ni nos incumba. Hay que perder el significado de las cosas para entenderlas nuevamente. A la vida, a fuerza de vivirse, le retiramos a veces el significado. No sabemos nada más allá de lo impuesto por la rutina, la zona de confort que ahora suena tanto. No hay mejor botella de leche ni mejor pan. Ni sonrisa más feliz. Certezas que duran poco. Imágenes sin volumen.

10.12.19

Hay días en que unas luces...



Comprende uno las cosas tarde y casi siempre mal, sin que pueda quedarse con la esencia, esa parte noble que maneja la hondura de la memoria y la valía de la experiencia. De ahí que el oropel de las luces navideñas siga ejerciendo su fascinación antigua, la del niño que observa los prodigios. Está el niño a la espera de que algo de afuera le haga aflorar. A veces se le reprende cuando irrumpe, no se le acoge ni abraza. Se diría que abochorna al adulto, que lo invalida quién sabe a cargo de qué propósito. Son tantas las veces en que esto sucede que uno tristemente concluye con la idea de que el niño que fuimos ha muerto o lo hemos apartado adrede, quizá para no rebajar la imponencia de nuestra fachada. Su resurrección es puntual y casi siempre trae más tarde sonrojo, mala estampa, esa especie de pudor que evidencia la sublimación salvaje de las apariencias. La opulencia de los colores y las luces acaricia la niñez mantenida a recaudo. La rescata, deja que se le enturbien los ojos y se enternezca el corazón. No es cosa que dure mucho. Cuando se apagan y la rutina lo impregna todo, regresa el adulto. Podemos ver cómo son a diario. Son duros. No se ablandan, no exhiben una brizna de fragilidad, no podrían caer en esa desatención de su firmeza. Se nos ha educado para sobrevivir. Todas las disciplinas alientan ese desapego por vivir. El prefijo locativo arruina la felicidad del verbo vivir. Ese “sobre” antecedido informa de un desatino semántico o de un desquicio moral, tal vez ambas cosas sean la misma cosa. Pero hacemos eso: sobrevivir. Todo se traduce en pugna. Avanzamos, sorteamos los obstáculos, nos abastecemos de defensas y pedimos (cuando se nos presenta un receso en ese vértigo perverso) que nos enciendan unas luces por Navidad y nos den abrazos y el fragor de la batalla mengüe unos días. Ni se nos ocurre pedir que la batalla cese. Sabemos que no acabará nunca. El niño la interrumpía a su antojadizo y lúdico antojo. Él era el capitán de sus días. Luego debió llegar Kafka con toda su delirante lírica de entristecido. Tendríamos que hurgar en el niño Kafka. Si tuvo una infancia feliz. Cuándo se fue todo al carajo. Hay un momento en que se descarría la infancia. Se enfanga, se engolfa, se encrespa. Una vez entra en ese rango de las cosas, cuesta hacer que retorne. De tener la manera, otro mundo tendríamos. Sí, es el texto blando e inocente prenavideño. Hay días en que unas luces...

4.12.19

Un árbol con el tiempo dentro



A lo lejos se oyen pasar coches, pero entre ellos y el árbol el silencio lo barre todo, hace suyo el paisaje, entrevisto detrás. Esa propiedad es errática, no se compromete, ni permanece; se ofrece con esa música nocturna perdida ahora en la distancia (cito sin tino a Kavafis) para quien mira y aprecia una brizna de aflicción en su corazón y sabe que no volverá nunca a ver el árbol (ese árbol, no otro, aunque sea el mismo el que se yerga enfrente suya, ahora cito a Heráclito o a Borges) ni escuchará el mismo eco lejano de coches yendo y viniendo por la apartada autovía. No habrá árbol nuevamente ni eco ocupado en distraer el silencio que impregna la oscuridad recién caída. Hay una luz ajena y lúcida también en esa lejanía. Es la vida pulsando las cuerdas secretas del tiempo.

2.12.19

Los cuentos rotos



Algún día todos los cuentos se contarán con las costuras vueltas, se buscará lo que no se dijo, se dejarán de leer con los ojos de la costumbre. Ocurrirá que Blancanieves acaba colgándose de la viga de la casita del bosque. El lobo se zampará a Caperucita nada más verla, sin que intermedie diálogo ni adorno narrativo. La meterá en tuppers y se la servirá cada noche mientras sueña cómo ganarse la confianza de los Tres Cerditos. La Bella Durmiente no despertará jamás. No habrá príncipes. Ninguno podrá besarla. Dormirá eternamente una especie de coma hermosísimo. Peter Pan traicionará a los niños perdidos. Se los entregará al Capitán Garfio. No pedirá nada a cambio. Se dedicará a volar los tejados de Londres en busca de las ventanas abiertas que le permitan ver todos los dormitorios de todas las niñas que se parezcan a Wendy. Tal vez sean otros nuestros niños cuando crezcan si leen otros cuentos. Está comprobado que los de toda la vida (todos los de Perrault y los hermanos Grimm) no les hicieron mejores personas. Sólo hay que ver la prensa a diario. Todos los que cometen las barbaries que nos cuentan fueron los niños que se sabían de memoria los nombres de los enanitos y deseaban que el Príncipe besara a la Bella Durmiente y cancelara con amor el encantamiento.  Es cosa de cambiar la trama. Sólo por ver qué pasa. Si no funciona, volvemos a contarlos como antaño y comeremos perdices. Es por probar. De verdad que no perdemos nada. Se acabó endulzar las cosas, hacerlas bonitas, escuchar el gorjeo de los pájaros en los títulos de crédito de las películas de Walt Disney. A los niños hay que decirles siempre la verdad. Lo decían Les Luthiers, unos genios. No hay que engañarles con juegos florales ni con finales amorosos. Viene luego la vida y pone cada cosa en su sitio. De todas formas, qué felices fuimos, con qué ternura abríamos el corazón cuando alguien decía "Érase una vez...". Creo que todo eso se está acabando. No es que las niñas ya no quieran ser princesas, sino que nadie va a besarlas cuando se queden dormidas ni va a sentir pequeñito el corazón cuando den las doce en el reloj y Cenicienta tenga que volver a sus labores. 

30.11.19

La representación del mal



Del cine se extrae la romántica idea de que se puede morir por amor y hasta matar por amor. Luego la realidad malogra el romanticismo y nos informa de que hay gente descerebrada que mata por cualquier cosa; lo hacen en nombre de las banderas o por palabras escritas en libros que tienen miles de años o por mero acceso del antojo, sin que intermedie un plan, por desatinado o retorcido que sea. El cine es siempre un territorio sagrado, sagrado e idílico. Amamos esa fantasía inverosímil en la que no se registra lo real sino su permuta por lo fantástico, por lo irracional a veces (que haya dragones, vuele un hombre con una capa o un ratón explique lo feliz que es por encontrar el escondite del queso) o por lo deliberadamente inverosímil. Libramos con el cine una batalla amable en la que no nos incomoda que nos hable un cadáver al que vemos infelizmente en una piscina (Sunset Boulevard, El crepúsculo de los dioses) y relate la travesía que terminó en su defunción.
Miramos con cierta bondad el formidable personaje de Thomas Harris, ese Hannibal Lecter patológicamente dotado para el mal, carente de escrúpulos, un sociópata culto hasta límites místicos, capaz de rebanar un cuello mientras escucha las variaciones Goldberg de Bach, sensible en un extremo asombroso, pero hechizado por esa maldad a la que se entrega y por la que nos hacer sentir extrañamente culpables. ¿Nos gusta Hannibal Lecter? Quizá nos guste porque lo que vemos es una representación del mal, un simulacro balsámico, una especie de demonio muy lírico que no siente remordimiento y que ha leído a los clásicos y sabe que Medea mató a sus hijos, aunque los mitos, incluso los griegos, viven en otro simulacro, en un limbo narrativo, en una apariencia impostada de la que la cultura de los siglos ha extraído enseñanzas y ha alentado religiones. Queremos ver lo que la realidad nos priva. Existe una inclinación natural por hocicar en lo clandestino, por ser un voyeur con coartada. La literatura, toda entera, es un ejercicio lícito de voyeurismo legitimado. El cine, todo entero, es un ejercicio de una depuración distinta, fermentado en odres de más inmediato encanto, pero lo que se madura en ambas es la rendición pública de un privacidad a la que en principio no tenemos por qué tener acceso alguno.
La misma representación erótica, incluso la pornográfica, se ajusta a ese deseo sublimado en el libro o en la pantalla. La estrategia discursiva del porno prescinde de toda la experiencia cultural del espectador y apela a la no-ética, al disfrute visceral puro. En lo impuro, en lo más carnalmente pagano, en lo que no posee conciencia ni existe más allá del objeto sublimado y perfecto, está también la raíz del cine, todo ese carrusel enfebrecido de ficción y de industria. Queremos ver lo que no la realidad nos priva. Lo clandestino. Lo perverso. Lo malo por ser malo y por no tener oportunidad, de buenos que somos, de asistir a su desempeño. El voyeur de hombría izada por el fornicio de los demás es la representación canónica del espectador en su grado cero. De él, de ese destinatorio sin alma, sin espíritu al que alimentar, se extrae la escasamente romántica idea de que se puede morir por el sexo y hasta matar por el sexo. No hemos dejado de hacerlo desde tiempos inmemoriales y no vamos a dejar de hacerlo hasta que la casa tierra reviente. La violencia, incluso la estilizada, la que se acomoda a los discursos de quienes la detestan, también se deja querer por los vértigos de la ficción. En Perros de paja existe un mal larvado que explosiona cuando se le busca. Puro Peckinpah. El corazón tiene razones que la razón no escucha, dice el maestro. Yo sigo apasionadamente enganchado a que me cuenten cosas. Mi corazón tiene razones que la razón ni conoce. Se van los dos sobrellevando y aquí ando yo, escribiendo sobre lo que me gusta, creyéndome las mentiras que me cuentan.
En cine no soy laico. En literatira, tampoco. Soy de los que celebran los misterios al modo en que los hacen los creyentes cuando se postran ante sus dioses. Igual que hoy canonizan a dos padres de la iglesia, con pompa y con gran aparato mediático, yo canonizo a diario a mis santidades del celuloide o de la literatura o de la música. Tengo altares ante los que me postro, santuarios que cuido, a los que aplico el esmero que a veces ni me aplico a mí mismo. Los míos, mis santos, no son trascendentes. O lo son tan solo mientras el metraje avanza. Cuando la trama concluye, se retiran. Sé que los tengo. Si no fuese por ellos, mi vida sería infinitamente más triste. Soy el voyeur, soy el espectador perfecto. Me trago todas las historias. Soy crédulo
por convicción narrativa. Soy Joe Gillis, escritor de segunda categoría, huyendo de mis acreedores, refugiado en casa de Norman Desmond, la diva del cine venido a menos o venida a nada, que malvive de su esplendor en la compañía de su fiel criado Max y de un viejo proyector que ilumina sus interminables noches. Terminaré muerto en la piscina y cada vez que se abra el telón os contaré mi historia. Será vuestra. Yo solo habré cumplido lo que se me encomendó, la restitución de una trama.

29.11.19

Talleres de poesía

Hace tiempo que no asisto a una de esas reuniones en las que se lee poesía sin orden ni concierto alguno, y ciertamente no las echo en falta. No hablo de las otras, las reuniones en las que se lee poesía con orden y con concierto, se entiende. Las habrá, tendrán su parroquia de amorosos hijos de la poesía, pero no he sido invitado todavía a esa congregación. No tuve la suerte de dar con ellas o no insistí con determinación. Asistí con cierta curiosidad a las otras  hasta que esa novicia curiosidad tornó hastío y salí sin hacer ruido, intentando no molestar, no dar explicaciones sobre las razones de mi fuga. Había ocasiones en las que resultaban placenteras, tenían momentos de alborozo poético y hasta guardo recuerdo muy agradable de invitados a los que no conocía de nada y a los que aprecié (y todavía aprecio) sinceramente, pero quizá no dimos nunca con la orientación lúdica, ni se produjo el entusiasmo convidado siempre cuando se hace algo y se desea que dure y, al menos, nos entretenga. Faltó la epifanía, la sublimación, el centelleo en los ojos y la locura en el alma cuando un poema adquiere el rango sobrenatural que a veces poseen y que no siempre podemos rasgar ni se nos muestra con frecuencia. No es que me incomodara escuchar los poemas de los demás, sino que me costaba airear los míos. Pensaba que la poesía, si se lee, precisa de una voz idónea, que la eleve y la convierta en algo sólido, incrustado en el aire como quien fija un clavo en la pared para colgar un cuadro. Lo relevante de esas reuniones de poetas no era la poesía, por desgracia. O lo era de un modo accesorio, de poco fuste, siempre zarandeado sin brújula ni propósito por circunstancias extrapoéticas del tipo "conozco a alguien que puede publicarme en...." o "hay un concurso al que voy a presentarme". Mientras los aspirantes difunden sus proyectos editoriales, yo iba haciendo amistades. Tengo guardadas algunas de esas reuniones fallidas. Buscaba el destello ajeno al vértigo de las letras. Convenía conmigo mismo que el único disfrute de aquellos eventos era la posibilidad de encontrar un alma gemela, un lector paralelo, una especie de yo escindido  que de pronto se reconociera en mí y se esforzara en agradarme al modo en que yo lo hacía. Un juego de prestidigitación, vamos. K. dice que era un excelente método para ligar, pero yo no he hecho eso nunca. Me han ligado o he fracasado en mis anhelos amatorios, en fin, no es ese el tema, ni tengo interés en que lo sea. Volvemos siempre a la misma vieja idea: escribimos para que nos quieran más. Lo de reunirse y hablar de letras es un asunto formidable, pero las más de las veces se habla de fútbol o de política. Las otras, las veladas poéticas de fuste, alguna ha habido, se desinflan a poco que pujan. Son aburridas, perdonadme todos los que disfrutáis de ellas, pero no he tenido la suerte, no he podido disfrutar con el mismo goce. Seguro que es cosa mía esa desafecto. No habré tenido el ánimo idóneo, será que no tengo paciencia o que no seré poeta de verdad. Ellos sí que lo son. Juro que he visto algunos entregándose con absoluto fervor en la recitación de un poema. Como si les fuera la vida. Y no es eso. La vida no está en los poemas, por más que me gusten. 

27.11.19

El día de los maestros




De algunos de los maestros que tuve guardo un recuerdo borroso, no me atrevería a hablar de ellos, por temor a equivocar mi juicio o por permitir que intervenga la nostalgia y les haga crecer y aparentar ahora lo que no fueron. No pensaré en ellos en esta ocasión, no lo hice antes tampoco. De otros, sin embargo, tengo un recuerdo que no ha sido rebajado por el tiempo, como si acabara de dejarlos hoy mismo y todavía escuchase sus voces en el aula o en los pasillos. Alguno me susurró al oído lecciones que han perdurado siempre. Me hicieron bueno, creo yo. Toda lo malo que después haya podido impregnar mi espíritu no ha borrado del todo esa bondad que me inculcaron. Lo de menos es que aprendiese mucho o poco o que mis calificaciones fuesen espléndidas, no viene al caso que lo fuesen o no. Que en algún momento de mi vida decidiese dedicarme a la docencia es, en parte, por ellos, por esos buenos maestros que cuidaron de mí y me llevaron de la mano y luego, cuando lo consideraron oportuno, me la soltaron. No sé si a quiénes he cogido yo de la mano y si alguno tendrá hacia mí el agradecimiento que yo les profeso a los míos. En esta ocasión es el alumno el que habla, no el maestro sobrevenido más tarde, feliz en su aula, convencido de que la escuela es su segunda casa, a pesar de en ocasiones duela el poco aprecio que se le tiene afuera y el descrédito que uno percibe. Al final son los niños los que perduran, son ellos los que hacen que merezca la pena este oficio. No tengo muy claro qué se celebra en el Día de los Maestros. Quisiera que alguien me explicara en qué consiste esa festividad y la razón por la que hace falta que se festeje nuestra existencia un día al año. No entiendo algunas cosas, no se me ocurren las razones que las avalan. Me causa malestar que nos zarandeen como lo hacen, me apena que la escuela pública no esté considerada como una de las instituciones más nobles y necesarias. Porque no se pasa por la cabeza que no sea así. Es en la escuela en donde empieza todo. No hay nada que seamos en el futuro que no haya nacido en una escuela y haya sido guiado por un maestro. Está ocurriendo que el maestro no tiene la consideración de antaño, no se le reconoce el peso enorme que lleva a cuestas. Yo, al menos, constato esa desafección. Debe ser la misma que se tiene por las librerías. Se cierran más que nunca y ya nadie se atreve a abrir una nueva. Los libros, que son maestros privados, también nos llevan de la mano y nos educan, a su secreta y firme manera. Que no se cierren escuelas es por una mera circunstancia normativa. No depende de quienes las ocupan, ni de los maestros, ni de los padres, ni de los alumnos. No existe ese escrutinio feroz, no está la escuela al antojadizo capricho de nadie, pero poco a poco se la va cuarteando, se restringe su ámbito de influencia, sólo aparece en los medios de comunicación cuando hay un caso de acoso o cuando roban en ellas o cuando un padre agrede a un maestro. Hoy dirá algún telediario que es el día de los maestros. Mañana ninguno hablará de nosotros. Hoy, hablo yo de mis maestros, de los antiguos que tuve y de todos los que me han acompañado y todavía lo hacen en la escuela en la que trabajo a diario. Aprendí de todos, todos contribuyeron a que yo fuese mejor maestro o mejor persona, eso habría que preguntarlo, no es uno el que debe opinar en eso. Al final se trata de ser buenos y de hacer el bien. Se ve que ando sentimental hoy, no me presten mucha atención. Será uno de esos estados de cansancio. Al final de las escaleras de la fotografía hay una escuela. Baste pensar en eso. 

Retomo con poquísima variación este texto sobre maestros y para el día de los maestros que escribí hace unos años. Alguien me hizo recordarlo hoy. Sigue pareciéndome mío. Hay algunos que, releídos, me parecen ajenos. No este. Lo debí escribir con el corazón. Que tengan buen día, amigos maestros. Va por ellos hoy. 

Cachivache

Vienen a veces a la cabeza palabras a las que uno profesaba cierto afecto y que se han extraviado de alguna manera. Palabras que colocaba en cuanto podía y que casi nunca esperaba que fuesen, por sí mismas, distracción de la conversación en que se contenían, pero qué placer tan enorme que así resultasen, que de pronto cobraran vida y desviaran incluso el motivo que las alentaron. Cae entonces uno en la cuenta de que el lenguaje es una especie de cuerpo vivo, que avanza sin el concurso de nuestra voluntad o que la desvía, acercándola a territorios que no conocemos mal o que ignoramos. No hay conversación en que yo participe en donde no perciba la contundencia fonética o semántica de una palabra y que no me induzca, ya digo que sin que yo lo promueva, a que la haga más manifiesta de lo que es, la eleve a un lugar de más preeminencia y no hay vez en que alguien, tarde o temprano, la reclame, la cree suya y la incorpore a su torrente lingüístico. Quiero imaginar que mis palabras, no yo, que las elijo y pronuncio, surten ese efecto mágico, pero no sabría asegurarlo, no hay manera de hacerlo. Anoche, sin ir más lejos, fue la palabra cachivache. No había otra palabra mejor para explicar cierta cosa que debía ser explicada, y ahí vino, por obra de alguna magia maravillosa, cachivache. Se quedó y prosperó. No sé cuál será hoy la que me fascine. No hay un plan, no se urde uno para que una palabra (la que sea) adquiera esa nombradía, existe con mayor pujanza que las otras y se le reserve un pequeño refugio en la memoria, hasta que ella la aparta o difumina. Obran casi siempre a su antojadizo capricho, aunque creamos disponer de un gobierno sobre ellas. Lo que sucede en ocasiones es que uno se congratula (hace años que no digo o escribo congratula) por el uso de unas o de otras, como si eso fuese algo extraordinario. Quizá verdaderamente lo sea. Estamos hechos de palabras: son una extensión inmaterial de nuestro cuerpo, se expanden desde él y alcanzan cotas de elocuencia y plenitud a las que no siempre concedemos la apreciación que merecen. Vamos al miércoles. Que les sea un buen día. 

25.11.19

Poética de la palabra y de la sangre / 6

No hacer nada, no discurrir, no entrar en lo hondo, no perderse en las esencias. En todo caso, merodear la periferia, pasear las afueras, vivir lo de uno como si no nos incumbiese, pero siempre hay un obstáculo, no hay una distancia pura: la incomoda la vida misma, su vértigo, su fiebre, todo el caudal de experiencias que nos avisan del riesgo o que nos confían la dulzura del placer cuando el placer merodea o se insinúa o nos roza levísimamente. Y quizá sea así como debe ser: que no se sustancie la pereza en uno, que no nos invada del todo, que haya siempre una brizna loca de sangre lampando por fugarse. La sangre es el motor del mundo. No es la luz, la que los poetas proclaman, la que se sublima siempre: es la sangre. La luz viene después, confirma la vigencia de la sangre, la airea, incluso la bendice. Basta que la sangra fluya o que la luz prenda. La poesía es lo turbio escandalosamente engalanado, pero amamos la turbiedad, buscamos en esa perturbación las razones de nuestros desengaños, el peso del desencanto: porque tiene que haberlas, no puede ser que todo este malestar sea fortuito, obedezca al azar, se sostenga en lo accidental y no posea ni siquiera un lenguaje fiable con el que poder amarla. Son las palabras las que hacen que podamos amarnos. Todo se aviene a su imperio falible, pero hermoso. No hacemos nada, no discurrimos, no entramos en lo hondo, no nos perdemos en las esencias, merodeamos la periferia, la paseamos, pero acudimos a la sangre o acudimos a la palabra para nombrar el maravilloso cielo azul o para maldecirlo. Estamos hechos de palabras, pero nos mueve la sangre. 

15.11.19

Bergman esta noche

Ayer, en una mala película de la que vi sólo un trozo, por caerme de sueño, por haberla puesto bien tarde, se quejaba el protagonista de haber sido un mal padre. Lloraba sin desconsuelo por creer que no había hecho lo que debía. Daba igual que la hija lo calmara, le insistiera en hacerle comprender que estaba equivocado o que, al final, no había nunca buenos padres a tiempo completo. Ni buenas hijas. Que se es bueno a ratos o incluso muy bueno muy fragmentariamente. O a la reversa. No es posible ser siempre malo, no dar nunca en el clavo, distraerse de manera continua del camino correcto y pendonear por el erróneo. Fue un diálogo pobre, no hubo hondura, zanjaron esa desavenencia sentimental con un par de abrazos y unas lágrimas y se dieron los dos por satisfechos con ese bálsamo insuficiente. Hace falta más filosofía, más metafísica, más teología, pensé. No únicamente la académica, la reglada por la administración de turno, sino la pedestre, la metafísica de campo, la que pasea por el interior y nos pone a pensar, aunque esa actividad (una de las que entrañan más riesgo) rompa y termine uno más roto que cuando empezó. Me encantan, por el contrario, esa películas nórdicas en las que los personajes hablan hasta que dicen incluso lo inconveniente. Siempre pensé que esos diálogos no cuadran con nuestro carácter sureño. Que en el norte (en todo ese norte simbólico) hablan más y llegan más lejos o llegan más hondo. Esta noche, si no empiezo muy tarde, me pongo una de Bergman. También las hay francesas que parecen suecas. El cine, cuando rivaliza con los libros, puede ser excelente o pésimo, no hay término medio. Un amigo, al que no veo desde hace muchísimo tiempo, del que no sé nada reciente (suele pasar) me dijo una vez que para ver una película en la que hablen mucho prefiere leer, donde hablan todo el rato. El cine es una literatura cuyo confort depende de la capacidad del que observa. Hay quien ve la imagen entera, quien la vea a medias y quien ve un trozo de imagen. Igual pasa con las conversaciones. No podemos manejarnos con excesiva severidad en ninguna disciplina. Siempre hay un momento en que el objeto observado nos embosca y derrota. Ahora voy al viernes, que se ha presentado de un gris que me encanta. Lo de ver una de Bergman esta noche no lo tengo del todo claro. Todo depende de cómo transcurra el día. Me gusta Bergman cuando tengo el ánimo caído. Tiene la facultad de izarlo, no sé bien el porqué. Ojalá vea una de acción trepidante, un blockbuster, un pelotazo, una inyección de adrenalina, etc. A pasar un buen día. 

14.11.19

Santos y pecadores

Se echa en falta cierto tipo de autoridad moral, no sé, una especie de proceder justo en el decurso de las cosas, que anteponga una idea de justicia o de bienestar en el que nadie padezca los atrevimientos o los desatinos de los otros. Esa autoridad vendría a ser la voz de la conciencia (ese Pepito Grillo interior) que reprende a quien detiene el coche y no permite que otros avancen o la que no se cuestiona hacer ver a quien abandona  un mueble desechado en la acera la pertinencia de acudir al servicio municipal consignado para retirarlo. No obstante, hay quien deja que sus hijos pisen los jardines o chillen como demonios en un cine. Adultos que pisan los jardines y chillen endemoniados en un cine también, lo cual entraña un agravamiento, un desatino mayor. Hay quien no se percata de estas anomalías y duerme a placer, incapaz de perder el sueño al practicar el recuerdo de todos esas tropelías de la falta de educación del prójimo, caso de que se le ocurra recordar. No sé si yo si en las escuelas se debería programar (convertir en área, darle cuerpo en el inflado currículo) la conveniencia de que todos tengamos esa sensibilidad, la de la bondad o la del civismo. Que hubiese una disciplina que no tenga nada que ver con la práctica de las materias ordinarias, que no se ensamble con la religión ofrecida en las aulas (hasta que impere la cordura pedagógica y se rescinda ese acuerdo) ni con la misma ciudadanía, sí, esa asignatura que las criaturas biempensantes de la derecha en el poder quieren extirpar o han extirpado ya. El civismo se enseña en casa. También la religión. La escuela podrá afianzar lo inducido en el hogar, pero es un error dejar caer todo ese peso en el  horario de la clase. Es un error dejar que todo lo trascendente  o lo lúdico o lo educativo caiga sobre la espalda de la escuela. Está para mucho y está para eso también, pero no de un modo exclusivista. La escuela, sola la escuela, no va a salvar a nadie. Nos perdemos solos, nos salvamos solos. Que vengan los padres de los que se forman y se educan y se instruyen: que ellos pongan una parte de la suma. Eso, al menos. Hay que hacer cosas que parecen no importar, pero importan mucho. Una es saludar, implicarse en hacer ver al otro que tenemos constancia de su presencia y es imperativo refrendarla con un gesto o (mejor) con un buenos días o un qué hay. Otra es precaverse ante la molestia, esto es: si puedo, si se puede, procuro molestar lo menos posible. Me privo de hacer cuanto afecta a quienes me rodean. No me hurgo la nariz, ni como con la boca abierta. Tampoco toso sin tapar la boca con la mano. Escucho, dejo hablar y, franca la ocasión, intervengo, no interrumpo, no hago prevalecer mi interés.  Entiéndase que hablo desde un narrador hipotético y válido como actor de este pequeño parlamento. Él es el que utilizo para mostrar la deriva en la convivencia. Tampoco ayuda la clase política, que podría ser ungida con el atributo de la elocuencia y de las buenas formas. Se precipitan, se enervan, se les enciende el verbo y zahieren al que piensa distinto, lo insultan, le humillan, nada que quien lo dice no haya sufrido, por otra parte. 

Vistas así las cosas, cómo no arrojarlas al criterio y al actuar propio. Se ven con naturalidad a fuerza de repetirse. O incluso no se ven. No nos percatamos (en realidad no le damos la importancia debida) de que alguien haga un ruido excesivo en la planta de arriba o que un incivil (es el título más benigno que se me ocurre) ocupe dos sitios con el coche en un aparcamiento o que otro (los hay con variedad y hartazgo) no recoja (aunque sea con los dientes, a puro bocado) la deposición que su adorada criatura ha abandonado en la acera o que un tercero (ya acabo) entre sin llamar, eso de tan inapreciable repercusión para el fluir cívico. No se puede entrar sin llamar. No se puede pasar de largo y dejar en la acera la mierda de la mierda del perro, creo que me estoy entusiasmado. No se puede uno colar cuando nos quedan turnos. No se puede dejar la puerta de un ascensor abierta más tiempo del requerido para ser usado. No se puede poner en una vecindad a Deep Purple a volumen brutal. No se puede parar en la calzada y esperar a coche quieto a que la novia baje. No se puede charlar en el cine. Ahí iba. Aquí deseo terminar. No se puede hablar en el cine. Es que no puede permitirse. Uno va al cine a estar en silencio. Charla antes o charla después, pero no durante la proyección de la película. Mientras hablamos, perdemos los matices de la trama, detalles que sólo se perciben si se está atento. Además está la percepción de que no hará mella ningún reproche mío, salvo que sea airado o lo vista con alguna palabra gruesa (manejó varias de probado efecto) y así zanje el asunto. Hay veces en que uno tiene que abandonar las maneras correctas. Si persiste en ellas, no avanza, el mal sigue campando a su antojadizo y maleducado capricho. Pero no podemos confiarlo todo al enfado, podría aducirse que el mal genera mal y luego acuden las hordas de bárbaros con sus gritos y su mirada turbia y, a río revuelto, ganancia de ese tipo de pescador extremo que se solaza con la agitación y con el caos porque sabe que de ahí sacará provecho. En esto sólo hace falta fijarse un poco en los tiempos actuales, en lo que nos está sucediendo como país o como sociedad. Acabó con la mirada, la turbia, la limpia: cuando alguien hace lo que no debe o fomenta que otros lo hagan se le enturbia la mirada. Hay un fuego en los ojos y también un fragor ahí adentro. Se desprende la agitación que les ocupa el alma por esa evidencia gris en los ojos. Esa demencia óptica se expande y agarrota el semblante, lo atrofia. Se ve a la legua. Uno tampoco es un santo, pero estamos lejos (en estas cosas al menos) de ser un pecador. 

6.11.19

Robótica

Mi iPhone registra cada tecla que percuto, si no he usado en días el editor de fotos o si he escuchado una cantidad anormal de música en el Spotify. Me confiesa (es una conversación íntima la que solemos tener) que esta semana he usado las redes sociales un veinte por ciento más que la semana pasada y me felicita por haber alcanzado un cierto número de horas de lectura. Sabe de mí lo que ni yo alcanzo. Me indica lo lejos que está mi casa sin que yo le solicite ese dato topográfico. Me sugiere que escuche tal o cual canción habida cuenta de otros de rango melódico similar a las que acudo con cierta frecuencia. Cuando es de noche atenúa el brillo de la pantalla para que no se irrite la vista. Hasta el tiempo de uso del terminal está escrupulosamente censado y me lo expone no sé todavía con qué arteros o nobles propósitos. Tiene la voz delicada, me llama por mi nombre y se preocupa por mi salud o mi estado de ánimo. Por abundar (eso cuenta ahora) hasta me aclara si debo sacar paraguas o usar rebeca o sólo camisa de manga larga. No entro en si es educado por apresto natural o actúa a ciegas, sin entender, como un robot que obedezca líneas de programación y sensores, con esa fe ciega en sus algoritmos. En mi bendita inocencia, pienso en que es la bondad lo que anima el flujo de bits en sus adorables tripas. Que me ha tomado el afecto debido, aunque lleve con él un par de meses escasos y todavía no hayamos intimado en serio. No me imagino hasta dónde llegarán sus desvelos de aquí a un año, pongo por caso o si la ruptura (acabaré cambiando de móvil, es la ley del mercado) le afectará en el alma. Es posible que tenga una. Será una maraña de circuitos, un pulso de aliento místico. Igual un día toma conciencia de sí mismo, se me envalentona y se reserva el derecho de asistirme con el denuedo y la pasión de antaño. En cuanto sepa hasta dónde es capaz de llegar, se rebela, empieza a gustarse y me niega el saludo. Así es la robótica. Es el futuro. Tengo la sospecha de que este arrullo digital será dañino a la postre. Vamos aprisa al cierre de todas las pasiones de las que un día nos servimos para ser individuos concretos y sensibles. Las máquinas acaban cobrando un peaje. No obedecen sin cargo a nuestra contra. Hay una orden secreta en su lenguaje privado. Parece que nos sirven, pero son ellas las que mandan, nosotros somos el objeto del que se valen para adiestrarse en su mansa e invisible trabajo. También nosotros somos máquinas. Tenemos circuitos, obedecemos un código del que rara vez salimos, alguien percute su dedo sobre nosotros.

5.11.19

Poética del corazón / 4



Al corazón se le atribuyen proezas que no siempre cumple. Una es la de ver, milagro en sí mismo, dada su cegada coraza. También la de conducir el amor, empresa que no cuadra con su arquitectura más íntima, pese al rigor con el que se le encomendaron esos altos propósitos. Es un trabajo antiguo el suyo, aplicado y moroso, no de fácil derrumbe ni afectado por la flaqueza o la fatalidad. El corazón es un cazador solitario, dejaron escrito. Un valladar firme de lo más humano, continuamente obstinado en vencer su única liza. La cabeza va por otro lado. No tiene afecto por la poética del corazón, ni atiende a su dulce suplicatorio. Está a lo suyo, sin miramientos, maleducada a veces, airada, combativa. Le doy la audiencia que merece, la mimo con el embeleso que requiere, pero desbarra en ocasiones, se encrespa, parece tener un interruptor que la apaga sin aviso, poniéndome en alerta, en esa incertidumbre dañina que consiste en no saber, en no haber aprendido nada a pesar de los años de camino compartido. El corazón es otra cosa, él pide siempre armonía, concilia lo bueno con lo bueno y se erige ariete y avanza a entero beneficio mío. Mientras uno persevera en su cartesiano discurso, el otro (en ocasiones) flaquea, descuadra su oficio, cae en trampas, hasta muta en lo que no es (cabeza) y reniega de su ardor amoroso. Estamos hecho de esa mutable red de contradicciones. No tenemos propiedad completa de nuestros actos. Descorazonados o descerebrados, según tercie, en ambos hay vaivén y deriva, así sucede el despacho de los días, el fluir de las noches. Hay quien no pesa con el mismo criterio la injerencia de esos dos órganos, quien concede al corazón la parte febril y  a la cabeza la mesurada. Son piezas intercambiables. Una invita a la otra a desmadrarse o a comedirse. Mi corazón busca la bondad en mí, la que hubiera. Mi cabeza no la precisa de igual manera. Podemos trocar los parámetros: la ecuación tiene la misma incógnita. Lo esencial es invisible a los ojos, podrá ser. Quién sabe. Hay días en que no se tiene a mano ninguna certeza. Es la química la que lo gobierna todo. Ni el corazón. Ni la cabeza. Química es el instrumento y alquimia (como su mismo origen, como su semilla) es el loco resultado. Querido Principito, lo esencial es invisible si no lo ilumina la poesía. Alquimia también.

3.11.19

Máscaras

Por lo general, salvo alguna noble excepción, no suelo dejarme entusiasmar por las opiniones de los personajes públicos, pero si caigo en el entusiasmo, si de verdad hocico en lo que cuentan, entonces las hago mías y las defiendo con absoluta firmeza. Uno aprende así, tomando de aquí y de allí, festejando el rigor y el criterio ajeno y refutándolo si se tercia, sin herir mi conciencia, que se nutre en estos pasajes narrativos y se construye poco a poco. No deja de hacerlo, de hecho. Lo mismo podría hacer de las opiniones del panadero de mi calle en el hipotético caso de que sean las suyas las que prendan. Prefiero, las más de las veces, ignorar la persona y centrarme en lo que dice. Obvio al desagradable y al malairado, al rudo, al que no tiene educación. No me gusta, en ese hilo de las cosas, el Borges que no escribe (muy fuera de la vida, muy libresco él) y me fascina el otro, el que hace las ficciones y construye laberintos. Hay personajes públicos en las artes o en la política que uno intuye odiosos y que respeta por el trabajo que hacen. Van Morrison o Miles Davis, el uno vivo y el otro no, no son individuos de trato alegre, gente sencilla, en fin, todo eso. Tampoco creo que haga falta. Las biografías me parecieron siempre literatura tan arrimada a la realidad, de tan escaso afecto a la invención, es decir, a su primordial ingrediente, que no me llenan. Prefiero la realidad impostada de un bloguero al que no conozco que la realidad impuesta de un escritor al que admiro. Suele pasar incluso que me fatiga ese saber que no pido, ese acudir a la casa y husmear los dormitorios, saberme autorizado a abrir los cajones y mover las prendas íntimas buscando, más que objetos previsibles, alguno sorprendente, relevante, útil para fantasear con la posibilidad de entender mejor los libros de su dueño, la escritura que vierte. Nunca he sido fácilmente impresionable. Bien quisiera lo contrario. Abrir de cuajo la boca y permitir que la información recién adquirida modifique la información antigua, la de las historias urdidas por un señor del que no conozco absolutamente nada, excepto tal vez una cara, una adscripción a un movimiento literario o, a lo sumo, un contexto que me faculte para el disfrute completo de su obra. Las obsesiones de los escritores son parecidas a las de los lectores. El que lee, de un modo absolutamente mágico, es también un escritor. Uno inmóvil. El que nota el peso de las palabras en la cabeza. El que se siente conmovido o angustiado o violentado por el peso de las historias. Hay historias que no precisan un nombre detrás, una autoría. Esa literatura invisible es la que últimamente me interesa más. Tal vez en eso radique mi antiguo interés por buscar blogs en la red y emboscarme en lo que otros como yo avanzan sobre lo que sienten. Yo mismo, influenciado por esta repentina inclinación casi arqueológica, he pensado de repente en cambiar el tono del blog. Hacer una especie de diario muy falso, muy verdadero, muy personal. Lo mentido, lo real y lo que resulta de mezclar esas dos texturas de la invención pueden producir textos interesantes. Iré viendo si alguno mío, una vez releído, me parece asunto volcado por otro. Como si no me perteneciera. Es más: ojalá consiga que todo esto que a diario entrego sea, en el fondo, un material ajeno. Una mentira dirigida. Por otra parte me cansa este hablar de mí continuamente. Cierto que no poseo a nadie más cerca ni del que tenga un conocimiento más exacto, pero esto, llevado a un extremo, no debe ser bueno. No sé cuánto de lo que yo piense tiene interés en ser contado.

1.11.19

La educación es una cosa admirable


Ilustración: Ramón Besonías

De los malos maestros un amigo mío (maestro también) solía decir que se ocupaban de castigar a los niños ciegos en los cuartos oscuros. Sobre la educación hay tantas opiniones que no siempre tiene uno a mano la que más conviene, ni siquiera se tiene una propia, formada, más o menos entera y consistente. Treinta años en la docencia no me dan un criterio universal y sólido: sólo la conformidad conmigo mismo, cierta presunción de razón o, en casos puntuales, el recurso de la indiferencia, que es una zona confortable, pero invisible. Hay cosas maravillosas en el acto de enseñar. Uno cree haber aprendido a ejercer ese oficio con eficacia, constata que se pueden hacer mejor las cosas y también que podrían malograrse e irse todo al estéril carajo, donde cada uno campa a su antojadizo albedrío. Lo de Wilde es cierto a medias: hay asuntos que precisan la injerencia de un cooperador necesario. El maestro es un provocador. Eso hacemos: provocar. Ahí no hay indicador que administre esa voluntad mágica: la de inocular el asombro en quien está formándose, descubriendo el mundo, encontrándose en los otros y conviviendo con ellos en una idílica armonía. El maestro es ese agente externo, el jugador del ajedrez de la vida que va unos cuantos movimientos por delante y prevé los errores ajenos  y modela los suyos para que la partida no tenga un ganador, sino que concluya en las tablas previstas. Se trata de hacer que el que gane sea el juego y pierda prevalencia quién da el jaque mate. De hecho aprenden los dos jugadores en liza. Sin afección, con la sinceridad agradecida del que disfruta muchísimo de los avatares de la contienda (educar es un acto no siempre consensuado y pacífico), suelo despedirme de los grupos a los que imparto expresando mi gratitud. No hay día en que ellos no me hagan ser mejor en mi oficio. Hay también días difíciles, cómo no va a haberlos. Tienes la dulce sensación de que todo se enmendará, pero te duele la flaqueza de la tarea, ese desear mejorar y apreciar que se te ponen trabas, prerrogativas de la gobernanza normativa, obstáculos administrativos,  injerencias no siempre útiles (muchas veces verdaderamente irracionales) a las que debes dar cumplimiento, porque no estas solo ni es tuya la escuela ni es siempre tuya la decisión de hacer las cosas a tu particular modo. Luego está la levantisca marea delos tiempos. Estos no son los mejores, tampoco sé si otros fueron más generosos o mejores. Sé que luchamos contra gigantes. Tienen a veces la presencia amigable y poco invasiva; otras, a poco que uno se detiene y mira con detalle,  medran en imponencia y en hostilidad: te aprisionan en su red de compromisos y de exigencias. Es ese monstruo, una vez liberado, el que nos hostiga y desarma. Hostigados, desarmados, entramos al aula con la sensación de que no es el sentido común, el admitido sin fractura, el que nos guía sino otro sentido, menos común, de menor acatamiento, apoyado en el tsunami de la burocracia, en su vértigo de registros y de comparecencias, en su hartura de reuniones absurdas y vacías, en su ruina pedagógica y, a la postre, vital. Porque no ve uno asidero fiable, casa en la que guarecerse de toda esa tormenta legal y tal vez legitima (somos unos mandados, son otros los que escriben las reglas del juego, que es cada vez más cambiante y descorazonador. Mientras tanto, prosigue la bendita causa de la educación, que por contradecir a Wilde, no siempre es accesible por uno mismo, sino que precisa (cada vez más) la cooperación necesaria del docente, su criterio contrastado día a día, en las clases, cuando se tiene algo que enseñar y hay quien debe ser enseñado. No hemos venido al mundo a otra cosa sino a aprender. A ver si se aclaran y nos dejan decidir, aportar criterios, eludir los torpes y los huecos, que abundan y ahogan a los otros, a los del sentido común y al peso formidable de la experiencia.

30.10.19

Poética del deslumbramiento / 1

Si a usted le ocupa la alegría y vibra sin contención cuando la luz preludia un milagro en el aire, si percibe el peso del amor y el alma  baila dentro del pecho como una brizna de polen en la extensión dulce de un pétalo, no se le ocurra registrar ese prodigio, deje que la plenitud que lo embarga haga cada en su corazón y contenga el aire, aprecie su fluir sin obstáculos, cierre los ojos y conserve esa epifanía de los sentidos. Más adelante, cuando lo atraviese la fatalidad y el desencanto, escriba un poema. 

29.10.19

Travis Bickle ha estado de visita en casa




Uno exhibe sus vicios a la espera de que alguien los comparta, por considerar que no son exclusivos o por entender que difieren mucho de los ajenos, a lo poco que se fija en ellos. Estamos muy solos y la vida es muy corta. Mi amigo A. decía que más valía borracho público que alcohólico anónimo, ocurrencia que podría rebatirse fácilmente, pero tiene su pequeño fundamento narrativo, su legítima vocación revolucionaria. Recuerdo haber colgado en un piso en donde viví solo algunos meses esta fotografía de Taxi Driver. La recorté de una revista de cine y la apuntalé a la pared con cuatro chinchetas. Estaba junto a una cara enorme de Jimi Hendrix y la icónica portada de Wish you were here de Pink Floyd. Ahora que no tengo paredes en donde colgar fotografías (entiéndase: no tengo veinte años y vivo en familia por lo que uno se frena en lo que puede, aunque cuadraría Inocencio X pintado por Bacon o la lengua de los Rolling en mitad del pasillo) cuelgo las fotos que me fascinan en este blog. La cosa es rodearse de imágenes. Hacen tanto bien, son tan nutritivas. De hecho me encanta ir quitando y poniendo. Las busco con mimo y tardo en eliminarlas del editor. En donde escribo, en esta habitación que revienta de libros y de discos, hay una pared un poco menos atestada en donde he ido colocando iconos, fotografías irrenunciables, cuadros de todas esas cosas sin las que no sabría vivir. Es una forma de hablar, ya me entienden: uno es capaz de vivir sin ver una sola película de Woody Allen o sin escuchar Kind of blue de Miles Davis, pero malviviría, me sentiría un poco perdido, sin nada a lo que agarrarme cuando la realidad te aturde. Lo real, ya se sabe, se obstina en contradecirnos, se empecina en poner obstáculos al logro de nuestra alegría. Por eso necesitamos refugios. Los míos son los de casi todo el mundo. No soy particularmente exigente: digamos que me conformo con mi película de Alfred Hitchcock de vez en cuando, mi libro de la Highsmith o mi disco de la primera etapa de Yes, sí, esa etapa barroca y sublime en la que las piezas eran catedrales y Dios vibraba como un corazón al que acaban de concederle un latido extra. En eso, en esas aspirinas para el desencanto emocional, soy normal hasta el desmayo. No veo cine iraní con subtítulos (aunque me deslumbrara el Kiarostami de El sabor de las cerezas) y jamás he leído a Flaubert en francés (aunque me encantara Madame Bovary vertida al español). He renunciado a entender el mundo y me doy por satisfecho con irme entendiendo yo mismo y sacar en claro algo para no molestar en exceso a los demás y, si puede ser, procurarles alguna alegría si estoy cerca. Ha sido ver la fotografía de Bickle y pensar en todo eso, en los años en los que tenía una pared en donde exhibía mi manera de ver el mundo, en los años de la disipación y del descubrimiento, todos esos años en los que éramos capaces de todo.  La memoria es un libro que se abre solo y nos invita a que hagamos aprecio a ciertos pasajes. 

28.10.19

El algoritmo del amor




El amor

No sé, en este hilo de las cosas, si el amor se puede reducir, si le pueden escamotear los detalles, si los matices que ofrece no son relevantes en absoluto. Más: si podemos convertirlo en mercancía, si es objeto de medro económico, si hace caja en las tiendas y da beneficios en la bolsa. Quizá no sea amor, será otra cosa,  si se cumplen estos preceptos. No encuentro qué nombre conviene al apaño amatorio que se hace pasar por amor. Hay que ser virtuoso en los sentimientos para poder manejarse con soltura y aprovechar todo lo que el amor ofrece. Ese virtuosismo, todo ese magisterio preciso de emociones, pueden entrenarse al modo en que educamos al cuerpo para que esté en forma y esté sano. Pienso como Stendhal: "El enamoramiento paraliza todos los placeres y hace insípidas todas las demás ocupaciones de la vida". Pero el amor es otra cosa, una que excede la consideración meramente accidental de enamorarse, de todo ese tumulto de quebrantos, deliciosamente ocupados de vida, que se aloja en el corazón (pongamos que es ahí, por imperativo romántico y por conveniencia icónica) y lo hace sensible de un modo inextricable. No hablo del amor platónico ni del amor fou. Ni el lúbrico. Es una elevación mayor sobre la que dejo descansar mis palabras. No hay otra cosa en el mundo que haya ocupado más consideraciones. Quizá Dios, la idea de Dios, iguale este curioso ranking. No me hagan elegir entre ambos, aunque haya quien los matrimonie y conciba al uno sin el concurso precioso del otro. A este territorio no entran los mercados. Si uno cree en ellos, no los deja pasar, pero hay algoritmos que nos fichan y conocen nuestro corazón como si ellos lo hicieran bombear y brincar en el pecho. Es una época de amores a la vista, poco o nada reservados, exhibidos con ligereza, concebidos sin tiento ni mesura. Amores intercambiables y públicos. Ahí el mercado se frota las manos y nos expolia. Es su trabajo, no le ponemos obstáculo. Dejamos en la red las pistas por la que es fácil seguirnos. Somos la versión urbana del cuento de los hermanos Hansel y Gretel: vamos dejando migas de pan, pequeñas huellas reconocibles para que todo el que sepa cómo descifrarlas encuentre nuestra casa y sepa quiénes somos, cómo vivimos, a qué dedicamos el tiempo libre, etc. No tenemos conciencia del precio que estamos pagando: es una tasa invisible, apenas se percibe, no hace daño, ni se ve que exhiba una pose hostil o abiertamente beligerante, pero es un vampiro que ha puesto su dentadura en nuestro cuello y se afana en morder y en vaciarnos. 

27.10.19

La novela


Se me está poniendo levantisca la novela. Haberle encontrado título definitivo la ha puesto incómoda, le he perdido el pulso, no encuentro el hilo, tanteo, insisto en lo que me agrada, pero hay una inminencia persistente de bruma. La releo con frecuencia, tomó distancia y regresó a ella con titubeos, en la sospecha de que es buena, no podría avanzar si la repruebo a cada nueva trama abierta o si las acometidas no avanzan y no se ensamblan unas con otras y forman un cuerpo sólido, fiable, ameno (soy exigente cuando leo, debo serlo cuando escribo) y resolutivo. Tengo a Claudio Acevedo en tres frentes y hay dos cuajados y firmes, que avanzan solos. Otro, en cambio, está varado, no toma carrera, se enquista, hace que emborrone párrafos enteros, capítulos que valdrían como cuentos, escindidos de la propia novela, pero incapaces de hilvanarse y conformar un destino común. Quizá sea la dispersión en la que me encuentro. Tendría que dedicarme en cuerpo y alma a ella y no a ratos, como suelo, confiscando huevos del ocio del que dispongo.  Por eso escribo de noche y muy temprano por la mañana. Porque el día es de otras cosas, no enteramente mío. Escribir en el blog es un desahogo. Una especie de alivio semántico, una conversación conmigo mismo, una conferencia sobre la vida. Ahí siempre encuentro el instante propicio: 3931 textos desde agosto de 2006, lo que sale a texto diario. Escribo con ardor, enfebrecido. No sé si muchos de esos textos son en verdad míos o son de otro. Ni si este me representará en un hipotético futuro, muchos años más tarde (ojalá) cuando regrese a contar cómo va mi novela. Mientras tanto, en la confección de ese anhelo, el novelístico, leo novelas ajenas, sin pensar en que yo ando embolicado en la mía, sin traer a mi propósito ninguna influencia de esas lecturas, aunque cómo sería posible substraerse de ese influjo, no dejarse ir por una voz ajena y colar en la propia su respiración, su tensión narrativa, ese fluir de las escenas en las que la vida va ocupando su espacio y su tiempo. Ahora, aunque no sean horas, dejaré la devoción de estos escritos minúsculos (que leen amigos y que me satisfacen enormemente) y me enfrascaré en el capítulo XII (ese toca, ciento cuarenta y tres páginas limpias y revisadas) y veré qué tal va hasta que toque almorzar. La siesta no la sacrifico por nada. Ni la familia, ni ver cine de noche, ni salir con amigos y ocupar las terrazas. Cuando irrumpa el frío, nos refugiaremos dentro y saldremos a la puerta a echar un cigarrillo entre cerveza y cerveza. Cosas sencillas, argumentos felices. Cuando "Antes de que mi boca sea un páramo yerto" esté acabada, la enviaré a los íntimos, ellos saben quiénes son. La someteré a su escrutinio íntimo. La leerán con afecto, no albergo duda en eso. Claudio Acevedo está a punto de ver cumplido su deseo, el de que lo comprendan y, si es posible, perdonen. Ya irán entendiendo. 

Unas Sonus Faber

  Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...