14.11.19

Santos y pecadores

Se echa en falta cierto tipo de autoridad moral, no sé, una especie de proceder justo en el decurso de las cosas, que anteponga una idea de justicia o de bienestar en el que nadie padezca los atrevimientos o los desatinos de los otros. Esa autoridad vendría a ser la voz de la conciencia (ese Pepito Grillo interior) que reprende a quien detiene el coche y no permite que otros avancen o la que no se cuestiona hacer ver a quien abandona  un mueble desechado en la acera la pertinencia de acudir al servicio municipal consignado para retirarlo. No obstante, hay quien deja que sus hijos pisen los jardines o chillen como demonios en un cine. Adultos que pisan los jardines y chillen endemoniados en un cine también, lo cual entraña un agravamiento, un desatino mayor. Hay quien no se percata de estas anomalías y duerme a placer, incapaz de perder el sueño al practicar el recuerdo de todos esas tropelías de la falta de educación del prójimo, caso de que se le ocurra recordar. No sé si yo si en las escuelas se debería programar (convertir en área, darle cuerpo en el inflado currículo) la conveniencia de que todos tengamos esa sensibilidad, la de la bondad o la del civismo. Que hubiese una disciplina que no tenga nada que ver con la práctica de las materias ordinarias, que no se ensamble con la religión ofrecida en las aulas (hasta que impere la cordura pedagógica y se rescinda ese acuerdo) ni con la misma ciudadanía, sí, esa asignatura que las criaturas biempensantes de la derecha en el poder quieren extirpar o han extirpado ya. El civismo se enseña en casa. También la religión. La escuela podrá afianzar lo inducido en el hogar, pero es un error dejar caer todo ese peso en el  horario de la clase. Es un error dejar que todo lo trascendente  o lo lúdico o lo educativo caiga sobre la espalda de la escuela. Está para mucho y está para eso también, pero no de un modo exclusivista. La escuela, sola la escuela, no va a salvar a nadie. Nos perdemos solos, nos salvamos solos. Que vengan los padres de los que se forman y se educan y se instruyen: que ellos pongan una parte de la suma. Eso, al menos. Hay que hacer cosas que parecen no importar, pero importan mucho. Una es saludar, implicarse en hacer ver al otro que tenemos constancia de su presencia y es imperativo refrendarla con un gesto o (mejor) con un buenos días o un qué hay. Otra es precaverse ante la molestia, esto es: si puedo, si se puede, procuro molestar lo menos posible. Me privo de hacer cuanto afecta a quienes me rodean. No me hurgo la nariz, ni como con la boca abierta. Tampoco toso sin tapar la boca con la mano. Escucho, dejo hablar y, franca la ocasión, intervengo, no interrumpo, no hago prevalecer mi interés.  Entiéndase que hablo desde un narrador hipotético y válido como actor de este pequeño parlamento. Él es el que utilizo para mostrar la deriva en la convivencia. Tampoco ayuda la clase política, que podría ser ungida con el atributo de la elocuencia y de las buenas formas. Se precipitan, se enervan, se les enciende el verbo y zahieren al que piensa distinto, lo insultan, le humillan, nada que quien lo dice no haya sufrido, por otra parte. 

Vistas así las cosas, cómo no arrojarlas al criterio y al actuar propio. Se ven con naturalidad a fuerza de repetirse. O incluso no se ven. No nos percatamos (en realidad no le damos la importancia debida) de que alguien haga un ruido excesivo en la planta de arriba o que un incivil (es el título más benigno que se me ocurre) ocupe dos sitios con el coche en un aparcamiento o que otro (los hay con variedad y hartazgo) no recoja (aunque sea con los dientes, a puro bocado) la deposición que su adorada criatura ha abandonado en la acera o que un tercero (ya acabo) entre sin llamar, eso de tan inapreciable repercusión para el fluir cívico. No se puede entrar sin llamar. No se puede pasar de largo y dejar en la acera la mierda de la mierda del perro, creo que me estoy entusiasmado. No se puede uno colar cuando nos quedan turnos. No se puede dejar la puerta de un ascensor abierta más tiempo del requerido para ser usado. No se puede poner en una vecindad a Deep Purple a volumen brutal. No se puede parar en la calzada y esperar a coche quieto a que la novia baje. No se puede charlar en el cine. Ahí iba. Aquí deseo terminar. No se puede hablar en el cine. Es que no puede permitirse. Uno va al cine a estar en silencio. Charla antes o charla después, pero no durante la proyección de la película. Mientras hablamos, perdemos los matices de la trama, detalles que sólo se perciben si se está atento. Además está la percepción de que no hará mella ningún reproche mío, salvo que sea airado o lo vista con alguna palabra gruesa (manejó varias de probado efecto) y así zanje el asunto. Hay veces en que uno tiene que abandonar las maneras correctas. Si persiste en ellas, no avanza, el mal sigue campando a su antojadizo y maleducado capricho. Pero no podemos confiarlo todo al enfado, podría aducirse que el mal genera mal y luego acuden las hordas de bárbaros con sus gritos y su mirada turbia y, a río revuelto, ganancia de ese tipo de pescador extremo que se solaza con la agitación y con el caos porque sabe que de ahí sacará provecho. En esto sólo hace falta fijarse un poco en los tiempos actuales, en lo que nos está sucediendo como país o como sociedad. Acabó con la mirada, la turbia, la limpia: cuando alguien hace lo que no debe o fomenta que otros lo hagan se le enturbia la mirada. Hay un fuego en los ojos y también un fragor ahí adentro. Se desprende la agitación que les ocupa el alma por esa evidencia gris en los ojos. Esa demencia óptica se expande y agarrota el semblante, lo atrofia. Se ve a la legua. Uno tampoco es un santo, pero estamos lejos (en estas cosas al menos) de ser un pecador. 

1 comentario:

Anonymous dijo...

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