1.11.19

La educación es una cosa admirable


Ilustración: Ramón Besonías

De los malos maestros un amigo mío (maestro también) solía decir que se ocupaban de castigar a los niños ciegos en los cuartos oscuros. Sobre la educación hay tantas opiniones que no siempre tiene uno a mano la que más conviene, ni siquiera se tiene una propia, formada, más o menos entera y consistente. Treinta años en la docencia no me dan un criterio universal y sólido: sólo la conformidad conmigo mismo, cierta presunción de razón o, en casos puntuales, el recurso de la indiferencia, que es una zona confortable, pero invisible. Hay cosas maravillosas en el acto de enseñar. Uno cree haber aprendido a ejercer ese oficio con eficacia, constata que se pueden hacer mejor las cosas y también que podrían malograrse e irse todo al estéril carajo, donde cada uno campa a su antojadizo albedrío. Lo de Wilde es cierto a medias: hay asuntos que precisan la injerencia de un cooperador necesario. El maestro es un provocador. Eso hacemos: provocar. Ahí no hay indicador que administre esa voluntad mágica: la de inocular el asombro en quien está formándose, descubriendo el mundo, encontrándose en los otros y conviviendo con ellos en una idílica armonía. El maestro es ese agente externo, el jugador del ajedrez de la vida que va unos cuantos movimientos por delante y prevé los errores ajenos  y modela los suyos para que la partida no tenga un ganador, sino que concluya en las tablas previstas. Se trata de hacer que el que gane sea el juego y pierda prevalencia quién da el jaque mate. De hecho aprenden los dos jugadores en liza. Sin afección, con la sinceridad agradecida del que disfruta muchísimo de los avatares de la contienda (educar es un acto no siempre consensuado y pacífico), suelo despedirme de los grupos a los que imparto expresando mi gratitud. No hay día en que ellos no me hagan ser mejor en mi oficio. Hay también días difíciles, cómo no va a haberlos. Tienes la dulce sensación de que todo se enmendará, pero te duele la flaqueza de la tarea, ese desear mejorar y apreciar que se te ponen trabas, prerrogativas de la gobernanza normativa, obstáculos administrativos,  injerencias no siempre útiles (muchas veces verdaderamente irracionales) a las que debes dar cumplimiento, porque no estas solo ni es tuya la escuela ni es siempre tuya la decisión de hacer las cosas a tu particular modo. Luego está la levantisca marea delos tiempos. Estos no son los mejores, tampoco sé si otros fueron más generosos o mejores. Sé que luchamos contra gigantes. Tienen a veces la presencia amigable y poco invasiva; otras, a poco que uno se detiene y mira con detalle,  medran en imponencia y en hostilidad: te aprisionan en su red de compromisos y de exigencias. Es ese monstruo, una vez liberado, el que nos hostiga y desarma. Hostigados, desarmados, entramos al aula con la sensación de que no es el sentido común, el admitido sin fractura, el que nos guía sino otro sentido, menos común, de menor acatamiento, apoyado en el tsunami de la burocracia, en su vértigo de registros y de comparecencias, en su hartura de reuniones absurdas y vacías, en su ruina pedagógica y, a la postre, vital. Porque no ve uno asidero fiable, casa en la que guarecerse de toda esa tormenta legal y tal vez legitima (somos unos mandados, son otros los que escriben las reglas del juego, que es cada vez más cambiante y descorazonador. Mientras tanto, prosigue la bendita causa de la educación, que por contradecir a Wilde, no siempre es accesible por uno mismo, sino que precisa (cada vez más) la cooperación necesaria del docente, su criterio contrastado día a día, en las clases, cuando se tiene algo que enseñar y hay quien debe ser enseñado. No hemos venido al mundo a otra cosa sino a aprender. A ver si se aclaran y nos dejan decidir, aportar criterios, eludir los torpes y los huecos, que abundan y ahogan a los otros, a los del sentido común y al peso formidable de la experiencia.

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