3.11.19

Máscaras

Por lo general, salvo alguna noble excepción, no suelo dejarme entusiasmar por las opiniones de los personajes públicos, pero si caigo en el entusiasmo, si de verdad hocico en lo que cuentan, entonces las hago mías y las defiendo con absoluta firmeza. Uno aprende así, tomando de aquí y de allí, festejando el rigor y el criterio ajeno y refutándolo si se tercia, sin herir mi conciencia, que se nutre en estos pasajes narrativos y se construye poco a poco. No deja de hacerlo, de hecho. Lo mismo podría hacer de las opiniones del panadero de mi calle en el hipotético caso de que sean las suyas las que prendan. Prefiero, las más de las veces, ignorar la persona y centrarme en lo que dice. Obvio al desagradable y al malairado, al rudo, al que no tiene educación. No me gusta, en ese hilo de las cosas, el Borges que no escribe (muy fuera de la vida, muy libresco él) y me fascina el otro, el que hace las ficciones y construye laberintos. Hay personajes públicos en las artes o en la política que uno intuye odiosos y que respeta por el trabajo que hacen. Van Morrison o Miles Davis, el uno vivo y el otro no, no son individuos de trato alegre, gente sencilla, en fin, todo eso. Tampoco creo que haga falta. Las biografías me parecieron siempre literatura tan arrimada a la realidad, de tan escaso afecto a la invención, es decir, a su primordial ingrediente, que no me llenan. Prefiero la realidad impostada de un bloguero al que no conozco que la realidad impuesta de un escritor al que admiro. Suele pasar incluso que me fatiga ese saber que no pido, ese acudir a la casa y husmear los dormitorios, saberme autorizado a abrir los cajones y mover las prendas íntimas buscando, más que objetos previsibles, alguno sorprendente, relevante, útil para fantasear con la posibilidad de entender mejor los libros de su dueño, la escritura que vierte. Nunca he sido fácilmente impresionable. Bien quisiera lo contrario. Abrir de cuajo la boca y permitir que la información recién adquirida modifique la información antigua, la de las historias urdidas por un señor del que no conozco absolutamente nada, excepto tal vez una cara, una adscripción a un movimiento literario o, a lo sumo, un contexto que me faculte para el disfrute completo de su obra. Las obsesiones de los escritores son parecidas a las de los lectores. El que lee, de un modo absolutamente mágico, es también un escritor. Uno inmóvil. El que nota el peso de las palabras en la cabeza. El que se siente conmovido o angustiado o violentado por el peso de las historias. Hay historias que no precisan un nombre detrás, una autoría. Esa literatura invisible es la que últimamente me interesa más. Tal vez en eso radique mi antiguo interés por buscar blogs en la red y emboscarme en lo que otros como yo avanzan sobre lo que sienten. Yo mismo, influenciado por esta repentina inclinación casi arqueológica, he pensado de repente en cambiar el tono del blog. Hacer una especie de diario muy falso, muy verdadero, muy personal. Lo mentido, lo real y lo que resulta de mezclar esas dos texturas de la invención pueden producir textos interesantes. Iré viendo si alguno mío, una vez releído, me parece asunto volcado por otro. Como si no me perteneciera. Es más: ojalá consiga que todo esto que a diario entrego sea, en el fondo, un material ajeno. Una mentira dirigida. Por otra parte me cansa este hablar de mí continuamente. Cierto que no poseo a nadie más cerca ni del que tenga un conocimiento más exacto, pero esto, llevado a un extremo, no debe ser bueno. No sé cuánto de lo que yo piense tiene interés en ser contado.

1 comentario:

Mycroft dijo...

Siempre parecen asuntos volcados por otros pues no somos el mismo ni dos intantes consecutivos...

Ser feliz

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