26.10.10

¿Crisis, qué crisis?


Salvo que el cielo se caiga sobre nuestras cabezas, como temía Asterix, nada hay que perturbe nuestra innato gracejo patrio, ése que manifiesta su absoluta confianza en la calma después de la tormenta, aunque estos rayos que se ciernen sobre el planeta vayan escombrando unos cuantos búnkers antaño bien seguros y hayan puesto patas arriba cierta forma de ver la vida. En La Sexta, en uno de esos programitas de tarde una buena señora ha atribuído la estrepitosa situación económica que padecemos a unos manirrotos. Supongo que se refiere a nuestro Gobierno o alguno foráneo que, en la caída, ha arrastrado al resto.
La complejidad del caos queda para los exégetas del caos, viene a decir la mujer. A mí que me registren, añade. Eso de sentenciar y despachar en un plisplás los asuntos más graves y menos rebajables a sentencias es cosa muy hispánica, aliñada con el desparpajo fonético de quien de pronto ve la posibilidad de arreglar el mundo frente a un micrófono y que el país entero aprecie la hondura de su empeño. El transeúnte prudente, senequista de profesión íntima, tercia por la vía menos agresiva y larga sobre el desplome brutal de la Bolsa o el tsunami de las empresas, que de pronto se desprenden de su contacto con el suelo y vuelan como si fuesen pájaros. Pero la cosa pinta negra y no hace falta ser economista para temer que alguna nube disoluta del bendito cielo caiga sobre nuestra cabezas y nos abra una brecha en la confianza ciega en nuestros gobernantes. Quise decir nos abra una brecha mayor, una honda hasta el desmayo sináptico. Y entonces es cuando me acuerdo yo de la egregia portada de aquel disco de los setenta de Supertramp. ¿Crisis, qué crisis?

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