29.3.09

3 hormigas de domingo

I
Una evidencia incontestable: la fe no sólo mueve montañas, sino que las alfombra de cadáveres. Y no sé si este volunto condenatorio de dos mil años de sana pedagogía cristiana va a confirmar que, como alguien me dijo, sí que estoy haciendo campaña agnóstica. Será cosa de revisar los posts recientes y ver en qué anda metido mi ocio pequeñoburgués.
II
A mí Walt Disney siempre me dio grima.
III
La marcha de la vida que en estos momentos está recorriendo las calles de Madrid. ¿Defienden únicamente la vida fetal o también cuidan la vida después de cortar el cordón umbilical? Es que se ma ha ocurrido justo ahora mismo la cruzada anti-profiláctica del Santo Padre por tierras africanas y entonces, la verdad sea escrita, se me ha puesto una cara de incontinencia que no sabré quitarme en todo el día.

28.3.09

Un cine de Hollywood



Probablemente nunca me sentaré en un cine así. Ni pasa por imaginación (turbulenta, enfebrecida, inasequible al tedio) que el azar zanje sus diferencias con mi felicidad y me procure estos placeres de naturaleza frívola. El entretenimiento: ya la palabra carece de la seriedad necesaria para ser tenida excesivamente en cuenta. Entretenerse: buscar la forma de negar la realidad y zambullirse (qué verbo más bonito) en la ficción. Los juegos infantiles, de hecho, son la primera forma de negar la realidad, de recrear un mundo alternativo que aplace la obstinada certeza de éste. Y meterse en un cine es una forma de regresar a esa infancia porque lo que la pantalla nos ofrece es un mundo alternativo, una realidad fugada, y nunca me sentaré en una butaca de un cine como éste. Ninguno de los que he visitado se acerca a esta monumentalidad. La industria del cine, la maquinaria financiera que lo exhibe, precisa locales menos glamurosos, más acordes con los tiempos que corren, que son de naturaleza antojadiza y volátil. Vemos cine en pantallas de juguete con definición asombrosa. Vemos cine en casa. Y yo hoy quiero visitar uno de éstos...

27.3.09

Obstetricia moral... por El Roto




Pedagogía, descreimiento

I
Han pedido al Papa que se retracte gente de libros y gente de la calle y uno, que se mantiene a caballo entre lo libresco y lo pedestre, que jamás ha hecho campaña agnóstica o catecumenal ni se le ocurre considerar que la fe, pongamos la fe auténtica, caso de que alguien la sienta en lo más hondo de su ser sensible, pueda ser derrumbada por comentarios tullidos, bárbaros, aberrantes y casi criminales como los que ha soltado el hombre de Roma, piensa que todo este garigai de laicos y de fieles, de subscriptores de lo pagano y de militantes de lo místico, tiene que terminar más pronto que tarde. Da igual si el Papa se desdice o se reafirma. Es lo mismo que mañana salga en otra rueda de prensa improvisada o no y arramble con las retorcidas opiniones de quien sabe que torturar al pecador da más réditos que dejarlo pecar sin hacerle ver la naturaleza infame de sus actos. Y no hay pecado. Eso lo inventaron para que la industria de la salvación tuviera catedrales y mapas con cruces. El pecado se diseñó concienzudamente y no hay otra figura mercantil con mejor historial . Lo que va a pasar es que esta campaña casi bélica va a moldear gobiernos, indagar en la intención de voto y sucederá lo que ha pasado siempre y que consiste, llanamente dicho, en que los mandos de la púrpura y de la mitra continuarán escribiendo la Historia y creyendo a pie juntillas que sin ellos el edificio de la moral o las construcciones políticas de la Humanidad se vienen abajo. Dos milenios de prosa católica no pueden ser interrumpidos por esta caterva de infieles, parecen decir y seguro que pensar. Todo es muy siniestro, todo es muy retorcido, todo es muy patético. Una tal señora Vindel, que vive en Logroño, ha cogido por la parte gore el libro de los libros y ha mostrado la sangre de la vida y la sangre de la muerte, toda esa iconografía de miembros amputados y carnes troceadas que salpimenta el anecdotario bíblico. Lo ha hecho para concienciar a su atribulada alumnado sobre la realidad a la que se adscriben nuestros políticos. Lo dicho: todo muy retorcido, todo muy escorado al gore, todo muy bíblico y todo muy bélico. Mueven negras.I

II
Este descreído que soy se obstina en encontrar un asidero firme desde el que contemplar toda esta magna e impúdica guerra semántica. Porque no es otra cosa. Al menos se cruzan palabras y no balas ni piedras, pero las palabras hieren y algunas también matan. Eso está comprobado y duele recordar episodios en los que el lenguaje, el pensado y el concebido para desmoralizar al enemigo o para reducirlo o para humillarlo, aniquila con más probada eficacia que varios kilos de napalm arrojados sobre el cielo de mi barrio. Esta crecida del río de las descalifaciones está a punto de anegar territorios fértiles. No hay asidero. No al menos uno firme. Lo azotan de continuo. Lo estrellan contra la costa.

26.3.09

Monument Valley, hombre, Monument Valley...


I
Dice a propósito de la enclenque salud del cine español el bueno de Álex de la Iglesia que "el mayor poder creativo se da cuando eres absolutamente inconsciente de las consecuencias" y se pone a hervir cuando escucha a bárbaros que comparan los pesos pesados de la industria cinematográfica americana (Steven Spielberg, Michael Bay, Ridley Scott) con la gallarda y arrojada valentía de los pesos welter hispanos, que no pueden lidiar en igualdad de condiciones y salen lógicamente k.o. de ese combate injusto y singularmente aburrido: ganan los americanos. Creo que han ganado siempre. Y cuando pierden lo hacen con la caja llena y el suelo del cine lleno de restos de palomitas y de envases vacíos de Coca-Cola. Es la evidencia plástica del poderío yankee incluso en la moqueta, a ras de alfombra. El cine español o la música española no figuran en la misma categoría. De hecho, bien mirado, la robusta maquinaria audiovisual americana carece de competencia y únicamente se preocupa de no viciarse en el tedio y competir contra sí misma, superando cada vez los más que exigentes listones de sofisticación técnica y mutilando a base de taquilla toda posible injerencia crítica. El escuálido cine español mira al escuálido cine húngaro. El cine americano no mira a ningún sitio: sobrevuela, ufano de su impúdica codicia, los cielos del mundo e inocula con pasmosa y subrepticia eficacia los genes del colonialismo, la semilla de la invasión posterior, ese caballo de troya consensuado, discutido en el Parlamento hasta convertirlo en materia legislada, aprobada y rociada al pueblo como maná cultural.

II
A John Ford le preguntaron qué buscaba en su cine. El director contestó: "un cheque, a ser posible con fondos". Ese reducción de lo intelectual a lo crematístico, esa herencia judía, convierte al cine americano en el gran cine del que han bebido o al que han acudido todos los demás. Trabajan sin presiones porque sólo buscan la pasta. Lo demás, el arte, cae por añadidura. Hay que dejar al artista trabajar y subvencionar sus pesadillas.


24.3.09

Márketing celestial


Refiere un joven Ernesto Sábato en Uno y el universo, librito de hondura literaria menor y prosa imberbe todavía, que "el doctor Lightfoot, vicerrector de la Universidad de Cambridge, mediante un cuidadoso estudio del Génesis, encontró que el hombre fue creado el 23 de Octubre de 4.004 a.C. a las nueve de la mañana".
No añade, no por falta de rigor histórico o relajada recopilación de fuentes sino por una mera incontingencia de orden temporal, que a renglón seguido de que el hombre pusiera su peludo pie en la tierra, nacieron la mujer, el pecado y el lince ibérico o euroasiático. No existía la Conferencia Episcopal ni ningún Santo Padre viajaba por la primitiva Pangea condenando a los infieles, pidiendo equilibrio espiritual, contención lúbrica y amplitud de miras místicas. Luego la estadística de linces amenazó el sueño de los progres. Cosas del márketing celestial.

22.3.09

Pat Metheny, Antonio Linares, Diego Gómez..: Letter from home


Vi a Pat Metheny al aire libre, en la Axerquía cordobesa, hace casi veinte años. Todavía, que yo sepa, sigue dando giras embutido en la camisa a rayas. No sé qué deuda le debo, pero alguna hay. Probablemente fue Metheny quien me mostró que detrás de la música visible circula otra que no siempre se aprecia con facilidad pero que, a la larga, bien oída, es la más duradera y la que más engolosina el alma. Fue la época en la que yo conocía Letter from home, aunque los amigos que me llevaron (Antonio Linares, cuánto te debo) me contaba que era su disco más asequible y que había otros (Rejoicing, Travels, Offramp) de mayor enjundia. Nada que no pudiéramos solucionar después. De hecho llevo toda la vida oyendo cada nuevo disco de Pat Metheny con reverencia y devoción. Da lo mismo que se abisme en el jazz más críptico (Song X, Ornette Coleman) que abrace indisimuladamente esa new age de resonancias jazzísticas que le ha valido, entre otras cosas, ser programado en emisoras convencionales de radio y escuchado por gente completamente ajena al jazz puro, al estímulo del jazz concebido como una arqueología del sonido, no sé, me estoy desplazando del punto de proyección, del jazz razonado como todo lo que no es posible razonar ni inventariar bajo premisa sonora alguna.
Después de aquel memorable concierto a la orilla del Guadalquivir está Diego Gómez y Juan Carlos García, a los que hace demasiado que no veo, que también recorrieron conmigo algunos discos y con los que disfruté algo que a veces nunca se consigue y que consiste en charlar distendidamente, sin afán pedagógico, sin pedantería enciclopédica, sin esa aristocracia de la sensibilidad que hace que lo que escucha uno, por el hecho de ser elegido por nuestra santa voluntad, sea superior y más noble y más inteligente que lo que los demás, en su torpeza sensible, en su oscuridad melómana, prefieren.
Y hoy, Domingo, a la espera de que unos buenos amigos vengan a casa a comer, Pat Metheny me está acompañando con el entusiasmo de siempre. No le veo las rayas, pero están.

19.3.09

En otro mundo



En un doble sentido, la Iglesia es el lince: en su acepción estrictamente lingüística, en la certeza -jaleada por ecologistas y gente de pensamiento afín- de que está en amenaza. Lo del niño es un exabrupto, un mandoble (que decían en la antigüedad que tanto añoran) asestado con toda la fiereza icónica del márketing actual. Uno coge los instrumentos que tiene a mano para hacer propaganda de su criterio. En ese aspecto, nunca la Iglesia anduvo tan moderna. Son otros tiempos. Y hay quienes siguen en la tozuda idea de que los tiempos no cambian.
Todo eso contado sin entrar en detalle en la pertinencia del mensaje: en su rebaja moral, en el dañino dardo que le han clavado al pobre lince, al auténtico, al que se extingue, en lo agresivo de su idea. Más cornadas da el hambre: más dura es la realidad: dirán unos y contestarán otros. Metáforas de la vida misma, al cabo.
Al tiempo, en África, el Papa pide limpieza espiritual, abstinencia sexual y condena la eficacia de los profilácticos en la batalla con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, el pandémico SIDA. Y el mundo, el auténtico, sigue girando...

15.3.09

Sábado japonés en la Córdoba judía: "delicadeza de caracol caramelizado": el cruce lisérgico entre David Lynch y Federico García Lorca...


1
La Judería, en Córdoba, es un zoco, un crisol, una torre horizontal de Babel absoluta en la que gente de buen vivir, parias sin propósito, alucinados químicamente puros, alucinados de farmacia, criaturas angelicales de gesto cándido y sonrisa sin maña y cualquiera otra representación de la casuística humana se arraciman y confunden, fatigando calles y placitas, permitiendo que el asombro pasee libre y espontáneamente y regrese, al final, rendido ante la evidencia de que La Judería, el barrio árabe de Córdoba, el que acordona la Mezquita-Catedral y alarga su enjambre de rincones perfectos hacia el saturado centro de la ciudad, comido por las moscas y la fiebre de la Visa Oro, concebido para que el progreso eche panza y dé más que cumplida cuenta de todos los deseos consumistas con los que nos levantamos y los que, en sueños, imaginamos. Y ayer paseé triunfalmente por La Judería de Córdoba y advertí que el mundo es ancho y ajeno como decía Ciro Alegría, menos indigenista que globalizado, más parecido a un videoclip que a una película iraní de olivos perdidos en la distancia y hombres que meditan y ven cómo les crece la barba o viceversa. Vi gente convertida en rebaño y vi al pastor. Vi al cofrade sus vicios en la barra de un bar coquetísimo, uno de esos en los que no te importaría escribir alguna carta de amor o un poema galante con vocabulario subidito de tono y verbos copulativos que cabalgan el verso y se buscan la entrepierna fonética como el que busca aire después de tener la cabeza enterrada en la ignorancia una vida entera. Hay gente extraña. Y ahora pienso en David Lynch: en la oreja. El mundo se resume en unos cuantos prácticos preceptos. Uno es divertirse a pesar de que el cielo se nos caiga encima. A partir de ese precepto fundacional y del que salen en comandita todos los demás uno puede fortificar su existencia, anular el dolor, consentir que la felicidad sea un paseo por una calle que huele a vino y a bocadillos de calamares y en la que el tiempo, el bicho cabrón ése del que hemos hablado otras veces, se adelgaza, se encoge, se convierte en una hebra de eternidad que atraviesa el aire y lo fecunda. De Lynch a Lorca. Del artista perturbado por la realidad al artista iluminado por el lenguaje que la nombra.
2
El sábado se llena de japoneses mi judería: ayer por la mañana, en un espléndido hasta el hartazgo día de sol, nos encontramos todos en la Calleja de las Flores, un recinto minúsculo y sobreexplotado, al que se le hecho millones de fotografías y por el que han pasado otros tantos millones de espectadores del prodigio de luz y de contención estética, de minúscula evidencia del milagro del arte al que pueden aspirar ciertas calles de Córdoba. Y allí, al fondo, estaba el guitarrista acoplado a su instrumento y a la vera, emanación de su yo o de alguno de los mútiples individuos con posibilidades de bilocarse que el guitarrista atesora en su alma sensible, estaba el cantaor, que se parecía bien poco al clásico cantaor de las estampas flamencas al uso y tiraba más al concepto de hippie puro, alimentado de anfetas líricas, incendiado de inspiración social, condescendido a transmitir su arte al pueblo allí arremolinado. Lo que vino después fue el mantra semántico del cantaor Hendrix y de su alter ego guitarrero. Los toques (correctos, nada que alarmara al oído avezado en flamenco) acompañaban al recitado o al revés, nunca lo sabremos. Se oían, eso sí, esferas de palabras, triángulos de sílabas, historias hilvanadas al compás andaluz de la bulería o del fandango y ahí, espléndido en su abstracción, único actor de esa argamasa informe (iba a decir infame) de versos satánicos, surrealistas, dadaístas, poliédricos, dodecafónicos, lisérgicos. Uno de ellos, uno que por alguna extraña causa se me quedó, decía: "Delicadeza de caracol caramelizado...". Y en eso estamos hoy, caramelizando la mañana con recuerdos judíos. Ayer estuve prácticamente toda la tarde intentando recordar el resto de la tralla sintáctica, pero me quedé en el caracol dulce y en su orgiástica (multiétnica, pluricultural, globalizada, interdisciplinar, bla bla bla) cantinela de fin de semana nipón.
-
posdata: Santos estaba impracticable y no pudimos perdernos en el antológico pincho de tortilla y la caña tirada con esmero.

14.3.09

Gran Torino: Los menesteres de la vida...




Hay personajes que se construyen con una pasmosa morosidad. Borges usaba la figura del mapa idéntico al terreno que cartografiaba o recurría a Funés, un individuo con una memoria sencillamente milagrosa, capaz de registrar sucesos imperceptibles, extraordinarios, relevantes y futiles y configurar un inventario no únicamente preciso, ni siquiera meticuloso, sino cabalmente idéntico al inventario primitivo, el que sucede en la realidad y al que la memoria se entrega para dar fe y crédito de su oficio. Cada hebra del traje infinito del tiempo o cada minúsculo dato topográfico del mapa de las cosas se erige como instrumento de la construcción de la épica a la que el lector de Borges se entrega familiriazado ya con todos los vicios del escritor y toda la argamasa simbólica con la que funda su particular cosmogonia.
Dudo mucho que Walter Kowalski lea a Borges o someta su criterio ético al alambique metafísico del narrador argentino, pero algo tienen en común y tal vez el solitario, amargado y muy necesitado de redención mecánico jubilado que protagoniza la última película de Clint Eastwood se parezca (en su textura más íntima, en su alma más sensible) al anciano escritor que se refugia en la filosofía y en la ética y en los libros para elevar la cumbre de los días y morir (quizá) limpio de culpa, despojado de artificios, dulcemente. Tienen en común la autoridad que da la vejez, cierto manejo de los grandes argumentos de la vida como la vida o la muerte o el abandono o la soledad, y es precisamente a esos hondos asuntos a los que Clint Eastwood da más rigor, prescindiendo de cualquier plano o cualquier línea superfluo: aquí todo está concebido para acceder al grandilocuente, formidable, emocional y también épico finiquito de la historia, que es al tiempo el cierre formidable al Eastwood actor, al que nos ha regalado algunos papeles fundamentales en la Historia del Cine reciente y que aquí, a modo de nota testamentaria, regala para disfrute absoluto de incondicionales y regalo imprevisto para quienes sostenían que este hombre enjunto y lacónico, muy a menudo relacionado con personajes profascistas y escasamente recomendables, es en realidad un poeta de la imagen, un constructor de personajes absolutamente profundos.
Ha hecho falta que exista Harry Callahan o William Munny o Frankie Dunn para que Walt Kowalski exista: toda la filmografía de Eastwood está encerrada en estas dos horas de espontanea y romántica confesión. Está el Eastwood incrédulo, el patriota, el violento, el irónico, el lírico, el sacrificado, el dibujado con esmero por tantos guionistas guiados por la sensibilidad de un maestro de la representación, uno que el tiempo pondrá en el sitio que verdaderamente merece, justo a la altura de cualquier otro que el amable lector (en su voraz cinefilia) pueda pensar.
.

Mientras tanto, al tiempo que voy pedaleando palabras y rescatando emociones para que todo se ajuste al nirvana mental que me produjo Gran Torino, la película se proyecta en mi memoria casi íntegramente y voy repitiendo los gestos, las muecas, los efectos de la senectud en un hombre completamente empapado de vida y que desprende vida en cada toma. Me da lo mismo su precedibilidad: esa certidumbre de que un final apoteósico, de los que te dejan pegado a la butaca, se fragua lenta e inexorablemente; su insobornable patriotismo, rayano en lo bochornoso para quienes no la profesamos por unas u otras circunstancias; su inequívoco aroma a despedida, y ya se sabe que cuando un amigo se va, algo se muere en el alma, y entonces los que amamos a Clint Eastwood casi tanto como a John Ford o a John Huston o a Alfred Hitchcock, contribuyentes (egregios) al tozudo vicio de ver películas de este cronista exigente, cándido (en ocasiones), voluptuoso y, sobre todo, cuando hay que ser mitófago, parroquiano de este culto... La reseña sesuda, la que apura los argumentos y las implicaciones morales y estéticas, ésa que en otras ocasiones sale sin esfuerzo (buena o mala, pero sale con cierta facilidad) no entra ahora y ni tal vez lo haga en ningún futuro cercano o apartado del hoy untado de asombro. Me quedo con el tito Clint arreglando el jardín y adiestrando, en los menesteres de la vida, al chino que se le cuela en el ocaso de la suya y al que ama (a su manera) y por el que nos deja huérfanos de un actor imponente.

11.3.09

Verbófobos




En una gigantesca lista de fobias se me ha quedado bien grabado una que no alcanzo del todo a entender, y eso que hay algunas verdaderamente intrigantes, curiosas hasta el agotamiento del asombro y tan retorcidas y ajenas al común de los ciudadanos que parecen inventadas para que esa lista sea larga y fomente conversaciones de ociosos, seminarios de catedráticos de semántica o simplemente alborozo del lector glotón que a todo acude y en todo halla regocijo. Pues bien, la fobia a la que me refiero es la tiene por objeto del miedo a las palabras. Se llama verbofobia y, claro está, verbófobo el que la padece, aunque no tengo yo muy claro que sea en verdad un padecimiento. Me inclino a pensar que el verbófobo, de existir, se podría fácilmente adherir a ese gremio de hostiles que, en su vertiente cazurra, siguen con ciego paso a quienes los jalean, manipulan y preparan para ser azuzados los unos contra los otros usando (precisamente) el mínimo de las palabras posibles, y adentro de ese mínimo, las palabras de más contundencia, el discurso más municionado de mala leche y de canalla inquina.
Hitler (imagino) se ganó al pueblo alemán (incluso al letrado) con estos atajos de la retórica: la turba es siempre dúctil si se la sabe manejar con tacto. Ningún político ignora que el verbófobo es el votante más ingenuo y al que mejor se le puede entrar a base de citas, refranes, compendios del folclor doméstico y, en última instancia, la demagogia habitual. The Kinks lo decían espléndidamente en una antigua y ahora muy añorada canción: Give people what they want. o Dad a la gente lo que quiere.
Al verbófobo se sientan muy bien las palabras huecas, las frases a las que el orador les extirpó todo posible sentido. El mejor orador es el orador que vende futuro. La religión (en toda su vasta acepción y diversidad geográfica, teológica e incluso mercantilista) es un continuo regreso al futuro. Se da lo que no se ve: se entrega esa porción de bienestar espiritual que no se aviene al decodificado inmediato, al mutable vértigo de lo fácilmente traducible a hechos. El sacerdote busca entre su feligresía ciudadanos de corazón abierto y de oídos cómplices: sabe que las metáforas y los retruécanos metalingüísticos producen también parroquianos fieles, gente de fe que ve en el rito religioso un asidero moral fiable que censura el miedo a la muerte y abre espectaculares travesías por el infinito y más alla, todo a cuenta del peso formidable de las palabras, que son las portadoras del encantamiento. Los templos están llenos de encantadores de palabras. Los parlamentos, en cierto modo, también: más, incluso.
Ahora que lo pienso, los verbófobos me dan miedo. No sé que acuñación semántica convendrá a este miedo mío que me acabo de inventar a propósito de todo lo razonado: me dan miedo los que temen a las palabras porque terminan (a buen seguro) usando los gestos, eliminando a quienes consideramos a las palabras el tesoro más enorme, el signo distintivo de la inteligencia y el vehículo perfecto para descerrajar la realidad, que es una cosa extraña y a menudo, a capricho del azar o de algún rudimentario dios expulsado de quién sabe qué arcano paraíso, cruel y atroz y expeditivamente absurda.


Fanfarria II

Pon el detergente, cierra la tapa y relájate...


Nunca creí en el deber de obediencia. Ni siquiera cuando obedecer significaba aceptar la autoridad de quien ostentaba un rango social mayor o un escalafón en la jerarquía de mayor fuste y criterio. Tampoco cuando alguna secreta ley que yo no había subscrito dictaba que debía negarme como persona y aceptar el grado de soldado. La prestación militar con la que pagué mi ingreso en la categoría de ciudadanos a salvo de raptos gubernamentales me produjo zozobra, quebranto e ira suficiente como para saber que ninguna obediencia se justifica sin que los argumentos hayan sido debatidos a conciencia, de igual a igual entre quien ordena y quien los cumple. Quise revelarme, pero la razón (la educación, el miedo a lo mejor) me censuró lo suficiente como para no tener razones con que rebatir la osadía. No siendo nunca osado en exceso, he cometido a lo sumo pequeñas imprudencias destinadas a elevar la moral de quien no comete jamás imprudencias relevantes. No siendo mujer, no teniendo en mi configuración genética ese paquete de cromosomas y de rasgos físicos, no tengo que mirar al Papa Santo de Roma y considerar que está invadiendo (de alguna forma) un territorio íntimo, una especie de reducto en el que valerme ante la sociedad y ante el que mostrarme como ciudadano o como persona digna y merecedora del más alto de los respetos sólo por el hecho de ser persona. No entiendo entonces que en este siglo XXI también problemático y febril como decía la canción la mujer (de la que se celebró hace bien poco un innecesario pero obligado Día) se oigan voces de gente aparentemente trascendente, influyente como quien acaba de soltar (vale el verbo) eso de que "las mujeres sepan obedecer" y "darse al prójimo".
No sé exactamente qué es más grave: si pedir obediencia (acatamiento, plegamiento, silencio) o exigir esa generosidad hacia el prójimo: ambas peticiones rayan lo indecente. Ese machismo doctrinal concede (sin demasiado retorcimiento intelectual) argumentos a la disidencia católica para seguir siendo disidente o serlo (en todo caso) más agriamente, con la acritud de quien sabe que no pierde absolutamente nada perteneciendo a un gremio de ciudadanos que tiene por representate a un ideólogo que exhibe tan rancias y carpetovetónicas posturas, que predica la sumisión de quien lleva ya demasiado tiempo batallando por aniquilarla. Mujeres que sepan obedecer a los pastores, ha dicho. Falta ahora encontrar una definición consensuada de qué es un pastor y qué función social tiene. Discreción, pues. Discreción y mantemiento de un discurso tan extraordinariamente delictivo que hasta me parece extraño que los medios de comunicación no hayan recogido con mayor vigor y énfasis divulgativo el exabrupto papal. Uno de tantos. Quizá (justo cuando se celebra el inefable Día de las Mujeres) el más insidiosamente dañino. Por maquiavélico. Por sangrante. Eso de la igualdad de género, sea lo que sea, llegue a donde tenga que llegar, no es cosa del espíritu: es cosa de los sindicatos, de los hippies, de estos socialistas de manga ancha y cerebro insulso... Y así va todo.
El Obsservatore Romano, el órgano oficial de prensa del Vaticano, expone que la lavadora ha hecho más por la mujer que la misma píldora anticonceptiva. Pon el detergente, cierra la tapa y relájate: ése es el mensaje ametrallado al mundo de las féminas. Sé fértil, añado yo. Complace a tu marido. No le prives del carnal placer que glorifica el mandato divino de la multiplicación de la especie. Déjate llevar. No pienses. Haz como el buen soldado. De eso se trata. Al cabo, nada que me reste un solo átomo de incredulidad.

10.3.09

U2: No line on the horizon




DISCOGRAFÍA OFICIAL DE LA BANDA
Sin recopilaciones ni conciertos
Boy (octubre, 1980)
October (octubre, 1981)
War (febrero, 1983)
The Unforgettable Fire (octubre, 1984)
The Joshua Tree (marzo, 1987)
Rattle and Hum (octubre, 1988)
Achtung Baby (noviembre, 1991)
Zooropa (julio, 1993)
Pop (marzo, 1997)
All That You Can't Leave Behind (octubre, 2000)
How to Dismantle an Atomic Bomb (noviembre, 2004)
No Line on the Horizon (marzo, 2009)



No son demasiados años, pero son los suficientes y también son los suficientes discos como para que U2 sea una especie de banda que surge de lo más brumoso y épico del pasado y penetre con desparpajo, habilidad, glotonería e incluso entusiasmo en el futuro. La altanera honestidad que va de Boy a The unforgettable fire ha devenido la rapiñería mediática de How to dismantle... o No line on the horizon, epígonos de la impostura del talento, censurables muestras del genio traicionado por el márketing o del cansancio convertido en marca de agua visible en cada trazo, en los reconocibles arpegios de The Edge y hasta en la (cada vez menos) poderosa y sugerente voz de Bono. Pongamos que la fanfarria social, aliñada con la incontinencia romántica de los gloriosos ochenta, es ahora un milagroso batiburrillos de fórmulas consensuadas de éxito, proyección multimedia y guiños al impresionante reducto de iconos de la historia del rock como cuando hace algunos días se encaramaron a una terraza y demostraron que son únicos (absolutamente) en hacer que el público (el residente, el desplegado a pie de escenario) disfrute y alimente la ya renqueante gloria.
No line on the horizon es un disco funcionarial, una evidencia de que los tiempos pasan la factura que suelen y que el futuro de la banda reside en la producción de discos de grandes éxitos o en (lo que no han hecho desde el fantástico Under a red blood sky o piezas sueltas de Rattle and Hum) recopilatorios en directo, que es donde los irlandeses demuestran ser un grupo bien ensamblado, con un sonido domesticado y propio, alejado de lo que (a primera vista, merced al tintineo del dólar) podría haberse convertido en una banda de mercenarios que se venden (lo hacen, no crean, y cómo) con la sabiduría de la experiencia y los réditos del trabajo de antaño.
No line on the horizon es un apuesta sólida por extender el mito: no defraudan nunca completamente. Hay siempre cortes adictivos, himnos sustanciados de los arrullos melódicos que antes protagonizaron eso que se llama la banda sonora de una generación. Lo que no hay bajo ninguna circunstancia favorable ni dentro de ningún margen de confianza racional es un disco completo al modo en que lo fue Achtung baby, tal vez el último mejor trabajo de Bono y sus compañeros. No se aprecia que la música haya evolucionado. De hecho, han vendido que el nuevo disco es un regreso a los sonidos de The unforgettable fire: nada más lejos de la triste realidad. Salvo algún acople sentimental (White as snow) No line on the horizon transita por más rutinarios caminos. Sólo Magnificent despeja dudas:casi todo el resto se adhiere sin excesivo brillo a componer un todo que no chirría, un matrimonio bien avenido entre la mediocridad resultona (Get on your boots, el propio single pasto de politonos y anuncios) y algún todavía espléndido ramalazo de genio (el arranque de Cedars of Lebannon, que emociona sinceramente).
U2 sobrevive del circo de las giras y de la exquisita batería de canciones que han justificado el mito de uno de las mejores bandas nacidas a finales del siglo XX.
Su grandilocuencia impostada continúa siendo altamente rentable: hay un compacto y fiable equipo de márketing que gestiona cada pequeña brizna de información desgajada del pack U2, que va del activismo de su líder al flamante negocio de las giras multitudinarias y la masiva afluencia de público a sus fastuosos tours. El gigante U2 pisa fuerte y pisa con conocimiento de que ninguna otra banda (ni siquiera los melifluos Coldplay) consigue recabar esa audiencia si quitamos del listado a los inefables e indestructibles Rolling Stones.
Da lo mismo o casi da lo mismo que Lanois y Eno anden detrás, incluso compongan, acercando el oído, contribuyendo a ennoblecer un producto inasequible al desencanto comercial, destinado a arrasar contenga buena música o no. Hay canciones que hastían ( I’ll Go Crazy If I Don’t Go Crazy Tonight) y hasta que nos hacen dudar de que verdaderamente Bono, The Edge, Clayton y Mullen hayan consentido el dislate (Fez – Being Born). Luego podemos colocar el resto del cancionero del disco a modo de entretenimiento sin que nada levante pasiones, sin que ningún corte nos erice la piel como hicieron One o Sunday Bloody Sunday o Pride (In the name of love) o New Year's day (mi favorita absoluta, siempre) o cualquier tema de mi muy apreciado The Joshua Tree. Echo en falta esa época mágica en la que volaba (literalmente) a la tienda de discos a conseguir mi ejemplar del nuevo disco de la banda. Aquí habla un fan de U2, uno que ha ido mermando en entusiasmo y ganando en disidencia y que disfruta con lo que tuvo y todavía se engolosina con los restos de la excelencia entregados en dosis mínimas, casi convertidos en piezas de palimpsesto del rock. Lo digo después de llevar muchos días con el disco a cuestas y haberlo procesado con rigor, con entrega, como el amante que vuelva a encontrarse con el limpio y alto y noble objeto de sus sueños más galantes. Y además, a falta de un racíón, ya cuentan en la red que tienen un nuevo disco en puertas, grabado casi, concebido como continuación de éste, que responde al muy lírico título de Songs of the ascent. Bono confirma en una entrevista que le inspira John Coltrane. Que el disco por llegar se basa en el maestro, que ahí está la semilla del estrecimiento absoluto. Pues sí. -


9.3.09

Bono y la Liga de los Hombres Extraordinarios (incluyendo a Al Gore, Obama, Jesucristo y el mismísimo payaso de McDonald's)




Bono es el apóstol de Obama en el mundo y, antes de que Obama escribiese todos los párrafos del catecismo de la salvación universal, Bono ya prefiguraba con sus gestos y con sus recitados de buena voluntad y de fe en la bondad del mundo que cuando llegara alguien como Obama él iba a ser su embajador plenipotenciario, el ángel custodio de todas las obras loables que el hombre puede hacer para salvar al hombre: parece incluso una letra de uno de esos himnos de U2 con los que han vendido millones de discos, llenado miles de estadios y levantado una parroquia de entusiastas feligreses que ven en este mesías de la gracia de Dios en la Tierra un báculo fiable sobre el que apoyarse para sobrellevar la crisis, la fanfarria de la decadencia y todos el dolor de la pobreza y de las pandemias que asolan el frágil mundo. Bono es el que corrige los excesos de los que mandan a cargo de su planta de divo de la conciencia mundial e icono fulgurante del buenrollismo. Bono es el patriarca máximo de la globalización ética y se le ve cómodo en el papel de apóstol, embajador, sacerdote, mesías y patriarca de la muy noble causa que, en el fondo, abandera. Su discurso es, sin embargo, cansino: colisiona frontalmente con el héroe del rock que factura discos que vende como a a tutiplén. Uno nunca acierta a encontrar dónde está el líder de U2, la banda formidable que fue o la banda mercenaria y gastada que es, y dónde el activista. A Bono le perjudica Bono.
Hay personajes que se queman muy pronto por mucho que el mensaje que anuncian (volvemos al tono entre religiso y new age de todo el post) sea respetable o digno o revolucionario. Al modo en que Jesucristo levantó un ejército de adeptos, Bono busca también un público sensible que se desprenda del mastodóntico negocio de los éxitos en la MTV y los macroconciertos en Buenos Aires o en Tokio y vea debajo de la máscara, de las gafas estrambóticas y los gestos de histrión muy historiado, el verdadero rostro del hombre apreciablemente preocupado por el raro cariz que van tomando las cosas. Y no tengo ni idea de las razones que me hacen desconfiar y tampoco comprendo los motivos que me empujan a dejar de prestarle atención cuando se encarama al púlpito que interesadamente le colocan y arenga a la población civil, a los paris y a los damnificados por el vértigo de estos tiempos cainitas, a los que sufrieron alguna guerra o a los que todavía tiene heridas por restañar, sea de la clase que sean. Su discurso es legítimo: cómo voy yo a corregirle un adjetivo, una inflexión del tono. Lo que desaconseja el seguimiento ciego del líder es su levedad expositiva, la escasa profundidad teórica de lo que expone: pareciera que Bono, de vuelta de algún apadrinamiento, acudiera a la sala de prensa más próxima, buscase el perfil más fotogénico y desplegase su ego monstruoso, esa efigie de emperador romano con la que lleva casi treinta años (Boy, October, War: buenos tiempos, buena música) presidiendo la liga de santurrones del rock.
Amnistía Internacional, Free Burma, The Chernobyl Children’s Project o Greenpeace son algunas de las organizaciones a las que Bono cede su influencia: nada que objetar, nada que argumentar en contra de que su mecenazgo cultural o mediático o bursatil sensibilice a quienes ignoran la injusticia, la débil fuerza de la carta de los Derechos Humanos o el irreparable daño que la industria (en todas sus variantes, en todos sus extensos tentáculos) está haciendo a la madre Tierra, pero hay algo en Bono que no cuaja en este composición eucarística y filantrópica. Y éste que escribe no es, como Aznar, un negacionista, un pesimista ilustrado: nada de eso.
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Cuando Bono predica, la MTV registra sus oraciones. Los himnos de fe de amor, esos cánticos de redención de la condición humana evangelizan, dan testimonio de la claridad cristiana de su pensamiento, aunque lo instigue el rock y lo secunde el completo racimo de vividores, intermediarios y demás fauna del espectáculo de masas que mueven U2.
Así que cuando ayer vi No line on the horizon en la estantería de una gran centro comercial, sufrí la zozobra del incrédulo: no terminé de aceptar que debajo de la máscara y de las gafas estrambóticas hay un ser humano concienciado, uno que antepone su cruzada contra el SIDA o la pobreza o la salvación del planeta a que su último single arrase en los hit parades de tres cuartas del mundo. La otra cuarta parte es el objeto de debate a la que el jefe Bono consagra sus dones espirituales, aunque para vencer al diablo hay que pasear a su lado. Tal vez por eso siga produciendo discos. Uno (insisto) no sabe nunca bien estas cosas: no conoce la hondura militante, el rango de sacrificio, el grado de combustión de un personaje absolutamente único, sin casi parangón en la historia de este circo de show business. Ni siquiera Bruce Springsteen, aliado firme de las causas que desenvilecen su patria, a la que ama casi por encima de todas las cosas, o Sting, que también hace sus pinitos ecológicos, tántricos o sociales al tiempo que se embarca en giras monumentales con sus compañeros de travesía (The Police) o canta con los ídolos de la juventud, a caballo entre el politono y la jerga rapera de Queens, pero sólidamente anclado en la tierra, en el tránsito del dólar de un bolsillo a otro.
Será, en todo caso, que mi espíritu racionalmente escéptico no se deja engolosinar por estas alegres muestras de filantropía y sigue instalado en muy pocas certezas válidas. Una es que siempre hay algo farragoso o turbio o malevolamente interesado en las altas gestas que los altos nombres desafectan de su agenda para ganarse una posición de privilegio o cincelar a fuego su nombre en las páginas de la Historia. Y si este cronista de sus vicios marra, si nada de lo aquí prefigurado se arrima a la verdad, esa luz tan esquiva, ese torcimiento de las palabras tan escasamente gobernable, expongo mis disculpas como cierre de reflexión y me someto a la voluntad del lector voluntarioso que sí ha visto en Bono al salvador de los parias del mundo, aunque exhiba gafas de quinientos dólares, haya confiado a Holanda su deuda con el fisco y continúe explotando a conciencia esta doble faceta de maestro de ceremonias del circo (ya saben, risas, palomitas, hamburguesas y frivolidad patrocinada) y de gurú metafísico del templo.
No line on the horizon, el flamante nuevo disco, merece post aparte, que está en el editor, a recaudo.

8.3.09

K. se ha comprado un home cinema...

K. ha decidido no ir al cine nunca más. Le han echado a patadas el dolby surrround proyectado a volumen brutal, la falta de tacto al regular el botonaje del aire acondicionado del operario de turno, mal pagado en casi todos los casos, el público tosco y cafre que comenta todo lo que ve, se le oye masticar y sorber coca cola con fruición e incluso esa manía de encender luces justo en el the end, quedándose sin saber quién es el director de fotografía o quién firma la canción de los títulos de crédito. En casa, argumenta K., nadie contamina ese acto amoroso e íntimo hasta el desamayo que supone decidir ver una película, buscar un hueco en el trajín del día y, finalmente, verla. K. es un cinéfilo matrimoniado con la tradición y ha gastado lo suyo en las salas de cine, pero el hartazgo le ha hecho tomar esa decisión trascendente. Se ha comprado un home cinema tremebundo, una pantalla de no sé cuántas pulgadas escandalosa y un reproductor de blu ray que quita el hipo al más exigente de los usuarios. Alquila sus vicios, echa las persianas del salón, se acomoda en su sillón de orejas con un puff cómplice al servicio del relax total, se sirve una generosa bebida larga, que dicen los ingleses, y hasta desconecta el teléfono y el móvil no vaya a ser que una compañía de adsl cargante o un amigo de esos que no nos llaman nunca deciden abortarnos el prodigio recién inaugurado. Ahí está K., el rey del salón, disfrutando como nunca, como antes. Sí, no va a ser posible que vea Watchmen en condiciones óptimas en unos meses y el cine está a tres cuadras de su casa, pero dice que le vale mucho la pena la espera. Lleva tres meses de retraso con respecto al público menos exigente. Hace un rato acaba de bajarse la banda sonora de la película de Snyder, el cómic de Moore y Gibbons y hasta un making off sobre el rodaje. Nada que le impida verla en tres meses en la oscuridad perfecta de su salón de veinte metros cuadrados. Una lástima, me ha dicho hace un rato. Yo le he dicho que esta tarde abono los euros del canje y me veo enterita la historia del Doctor Manhattan. Luego igual, en fin, acabo dándole (como casi siempre) la puñetera razón.

7.3.09

Escribir

"He aprendido que los poemas se escriben en cualquier parte, en los trenes, en los aeropuertos, en los hoteles...". Lo ha dicho Antonio Gamoneda en una entrevista que recoge hoy El País. Luego acuña una reflexión sobre la metafísica (o su absoluta ausencia) de la vida: viene a decir que vivir es un error lleno de cosas maravillosas. Que es raro eso de ir la inexistencia hacia la inexistencia. Los poetas se hermanan con los filósofos en la empresa de encontrarle sentido a la vida. Toda la filosofía es un cuestionamiento continuo acerca del tiempo. Toda la poesía, incluso la social o la galante o la surrealista, es un pacto entre los límites del lenguaje y las fronteras franqueables (visibles) de la vida. Gamoneda, al que he leído lo suficiente como para saber disfrutarlo en soledad y en sorbos muy espaciados, ha llegado tarde (imagino que le quedan algunos buenos libros escritos en cualquier parte) a la certeza de que se puede escribir en trenes, en aeropuertos, en hoteles. Es más: yo lo que estoy aprendiendo (mi yo poético es amateur a la vera del maestro) es que se puede escribir poesía en una habitación desafectada de ruidos, escandalosamente íntima, convertida en una especie de búnker en donde el numen (ese bicho cabrón y caprichoso) se deja caer con más frecuencia y empeño. He escrito alucinadamente y sin que ninguna alucinación me prive del control absoluto de mis capacidades. He escrito ebrio y sobrio. Muy ebrio y muy sobrio. He escrito en un autobús mientras una señora con avinagrada cara de lunes evaluaba la posible recuperación de toda esa juventud torpe y romántica de barba sin cuidar y ojos perdidos dios sabe dónde. He escrito en alta mar, en una cueva, en un cementerio, en todas las barrras de bar del mundo, en un cine a la espera de que se haga la oscuridad y se obre el milagro, en una garita de un cuartel, en una habitación de hospital en la triste certidumbre de que alguien amado se moría enfrente, en herrumbrosos vagones de tren y en camas de hotel de media estrella, en servilletas muy finas y al dorso del extracto de mi tarjeta de crédito. Escribir en donde no está la escritura como atrezzo de fuste es en ocasiones una necesidad, una forma de rellenar el tiempo que esos lugares tienen de vacíos, de peldaños entre un nivel y otro de la realidad. Gamoneda se desembaraza de la dimensión heroica de la poesía. A lo mejor su poesía se desentumece: está rígida en ocasiones, espléndida, hermosa, pero de una espesura y de una hondura que proviene del silencio, del rigor de lo previsto, de ese estudiado compromiso entre el decorado en donde fluye la inspiración y el gestor de esa inspiración. Pero a pesar de la parrafada sobre la poética y sobre la naturaleza volatil de las palabras está el genio, el talento indivisible. Están los poemas. Aquí dejo precisamente (por comodidad) el que aparece en esa misma página del diario de hoy. Uno que no ofrece duda alguna y borra del amable lector alguna posibilidad de que mis palabras puedan tener en algún momento carta de credibilidad.


AÚN


Ahora estoy extraviado en la luz pero yo sé que amé.
Yo vivía en un ser y su sangre se deslizaba por mis venas y
la música me envolvía y yo mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?
Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían dulcemente. ¿Qué
fue existir entre cuerdas y olvidos?
¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio [corazón?
Es extraño: solamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es
[extraño:
Todavía el amor
habita en el olvido.


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Poema de Antonio Gamoneda incluido en Extravío en la luz (con grabados de Juan Carlos Mestre) y que aparecerá en su próximo libro Canción errónea


5.3.09

Las gafas de pasta y el traje del millón de pavos...


Con sorna, con el desparpajo tímido que ha convertido en marca registrada, Woody Allen vive un renacer mediático al que es completamente ajeno. Lo gestionan sus musas, el pedigree con el que se despacha todavía el cine que hace y al que el propio Woody entrega una cada vez menor parte de sí mismo. Vicky Christina Barcelona, el vehículo para que Penélope Cruz haya recibido el Oscar a Mejor Actriz de Reparto, es una obra de maneras limpias, de tan sencillo disfrute como posterior olvido, que no exhibe la raza del autor neoyorkino, su capacidad para registrar los modos en que la sociedad urbana evoluciona, se adapta a los tiempos y, en última instancia, los manipula, reformula y pervierte.
VCB es una historia de mentira en un mundo falso en la misma medida que el buen cine de Woody Allen se caracteriza por exhibir historias verdaderas en un mundo tangible, íntimo, extraordinariamente familiar. El bendito fuelle semántico de antaño ha quedado en ráfagas de talento, en ingenio administrado con apatía, en esa acomodaticia indulgencia hacia el trabajo tal vez fomentada por la inercia, por el exceso de rodajes, por los años o por el dolor que debe sentir (bien adentro, no a ras de gesto) por la casi absoluta indiferencia con que los críticos de su país miran su obra.
Oí al genio en televisión referir cómo sus películas más recientes precisaban un coste intelectual y moral menor y, en cambio, restituían un mayor valor comercial. A mayor inapetencia, más caja. Nada que el bueno de Woody Allen no sospechara hace treinta años cuando paseaba Manhattan junto a una radiante, excéntrica y extraordinariamente verborreica Diane Keaton. Eran otros tiempos y todavía Michael Bay no había ideado Transformers 2. Tan otros tiempos eran que ni siquiera existía el Ipod ni el verbo descargar tutelaba en el diccionario otro significado que no fuese el de quitar o aliviar una carga. Y a mí me sigue pareciendo más recomendable ese confort narrativo de Días de radio o September o incluso, en una categoría menor Score o Misterioso asesinato en Manhattan. Probablemente el talento no desaparece jamás, pero lo que en ocasiones flaquean son las ganas de airearlo y estar siempre en primera línea, en la cúspide, en el peldaño superior desde el que se divisan (más abajo, en una escala reducida) el afán de los demás por alcanzarlo.
Me contaba K. que Woody Allen es siempre perdonable: sí. El adverbio lo subscribo. Los dos militamos en el mismo bando y la obendiencia exige que el soldado no cuestione en exceso el cuerpo de la ley, la letra pequeña, los gestos, los vaivenes del argumento, ese torpe aditamento que envilece el resultado final y lo arrumba (ay) a páramos sin apenas iluminar, a zonas turbias en donde el cine se relaja a beneficio del espectador de fácil contento y memoria inexistente.

4.3.09

Lost, literalmente




Hace mucho tiempo que perdí el enganche en Lost. Me entusiasmé en la primera entrega, pero luego hubo circunstancias disuasorias, capítulos que no entraban en el horario razonable, falta de espacio en el disco duro del ocio. Me cuentan que el deslumbre murió, aunque lo cuentan con la boca muy pequeña y unos ojos grandes y cansados por haber trasnochado frente al sacrosanto televisor metiéndose entre retina y corazón una temporada de golpe. Visto el panorama de las cadenas que exhiben estas series tan golosas, no tengo intención alguna de esperar a que el programador de turno dé paso al capítulo nuevo muchos días después de haber disfrutado del previo. Tampoco las cadenas de pago (cable, digital +) merecen todos los elogios porque la adicción (me pasó con 24 o con Los Soprano) no conoce dilaciones y, aunque los horarios sean escrupulosamente respetados y no haya interrupciones mercantiles que te desconecten de la trama, la dosis de HBO o de Fox (pongo por caso) no sabe esperar una semana. ¿La solución? Delinquir en plan amateur, en privado, es un decir, o ir por ahí solicitando favores de quienes delinquen por ti o te graban de esos canales la paciente lista de capítulos y te ofrecen la golosísima caja de cedés con temporadas enteras en altísima calidad. Partners in crime, que dicen los ingleses. Así que estoy a la espera de algún samaritano cercano (los hay, los conozco) que me entregue de golpe las temporadas dos, tres, cuatro y cinco de los héroes y los villanos de la historia del sr. Abrams. Sí, lo sé: todo está impecablemente exhibido en centros comerciales dispuesto a ser vendido, pero quién apoquina la escandalosa cifra del canje entre seguir in albis en la historia de los perdidos y saber (ay) qué pasa, quién mueve los hilos, dónde están los dioses propicios del deslumbramiento.

3.3.09

Olvido / Tomajazz / Kind of blue (1959-2009)


Pillo de Olvido un link a Tomajazz que merece altar propio. A vueltas con Kind of blue. Como no es época de milagros quizá conviene perderse en este imperturbable monumento al talento y a la belleza. Una vez más.

1.3.09

La chispa de la vida...


Las malas noticias tienen la fea costumbre de llegar antes que las buenas. Es como la teoría de Murphy contada por un físico cuántico: se mide la velocidad de las palabras y la distancia que separa el emisor y el receptor. Saussure conchabado con Einstein bajo el patrocinio de Coca-Cola. El último anuncio de la bebida refrescante es un prodigio de sensibilidad hueca: un anciano que ha burlado muchas veces a la muerte y un recién nacido que acaba de firmar su acta de vida en el mismo encuadre. Como la película de David Fincher vapuleada en los Oscars pero resumida en un par de minutos a beneficio de caja. Luego vamos al súper o nos sentamos en nuestro restaurante favorito y pedimos Coca-Cola: así funciona el mundo: en esas briznas de sensibilidad dirigida se levanta el mapa del corazón humano.
Ayer, a ratos, vi por televisión (Canal Sur) la izada de la bandera andaluza en el noble y solemne acto conmemorativo del día de mi comunidad y no he podido pensar en un patio de colegio (uno cualquiera, el mío, por ejemplo) y a un disciplinado y entusiasta ejército de alumnos que recitan la letra del himno y agitan banderitas. Andalucía, a efectos puramente plásticos, es ese momento anual en el que esos alumnos (y alumnas, no crean) se sienten andaluces durante tres minutos o, al menos, verbalizan y escenifican lo que sus mayores les ha contado sobre la tierra en la que viven, las penurias que ha pasado, las miserias que todavía padece y el resplandeciente futuro que le aguarda. El futuro es siempre una estación propicia para los milagros. Coca-Cola rehúsa la responsabilidad técnica de que el futuro sea un solar desvencijado, escombrado de tristeza, pero no descarto que en ese futuro ya relatado la multinacional de las burbujitas negras colabore en todos estos magnos actos de reafirmación patria con tal de que en algún momento del discurso el orador de turno cuele la imagen de la botella al modo en que los futbolistas la ofrecen cuando dan esas ruedas de prensa reventonas de logos con las que alimentan la maquinaria infinita del negocio.
La cosa de las patrias trasciende en ocasiones el estricto amparo territorial y se constituye en una argamasa moral fácilmente confundible con hojas de tebeo leídas en la niñez, justo cuando uno descubre el mundo y lo transforma a capricho de los héroes y de las consignas que va pillando de aquí y de allí hasta que se quedan en el tuétano mismo de la memoria y de ahí ya no hay quien las saque. Los nacionalismos nacen así: en la tierna infancia. Crecen después de a golpe de barricada contra los estropicios de los que afuera van esquilmando la tierra y deshilachando los flecos teóricos de la bandera.
El Roto nos mostró hace tiempo en una de sus gloriosas viñetas en El País que todas las banderas se fabrican en Hong Kong: no hay entonces que preocuparse. Las banderas jamás claudican: ni los himnos. Se van creciendo conforme los tiempos los aureolan de misticismo y de épica forjada a caballo entre las batallas y los pactos entre los intelectuales y los caciques de turno. Tal vez no pueda ser que McDonalds patrocine ningún acto de éstos tan pomposos y bien coreografiados. No está el patio para meter en danza marcas y logos, intereses espureos y la bastarda anuencia del capital como única forma de crecimiento humano. El rico patrimonio cultural precisa de mecenas competentes. Lo que antes tutelaba la Iglesia ahora lo regenta y superivisa un conglomerado de empresas con sede en Boston y pequeñas unidades de gestión en cada gran ciudad del mundo. El Arte es una mixtura muy delicada que está compuesta por elementos creativos y nobles y por sofisticados estudios de mercado que avalan o abortan el trayecto público del material sensible, sea una película o sea un disco o sea un exposición pictórica.
Por eso el ritual de la izada de la bandera en el patio monumental de un palacio sevillano ayer por la mañana me resultó un ejercicio necesario y también hueco al que hay que mirar con todo el respeto que cada uno sepa sacar de dentro, pero a sabiendas de que las banderas se fabrican en Hong Kong y que la Historia, incluso la más noble y la más lírica, es un argumento de contrarios que se resuelve siempre por el azar o por la tesorería de los ejércitos en liza. La propia letra del himno andaluz saca a relucir siglos de guerra y no tengo yo muy claro que hayan sido, en efecto, siglos de fraticida batalla entre hermanos. Aquí vinieron muchos pueblos y todos depositaron con más o menos empeño o mimo su huella, un legado´de palabras y de ladrillos, un crisol (lo que me gusta a mí esa palabra) de culturas y de modos de enteder la vida que se han ido ensamblando hasta producir la estampa de mil niños en un patio de colegio (el mío, el jueves pasado) alegremente hermanados en un sentimiento compartido, impuesto, que se acaba por comprender (como la fe) con el tiempo, pero que a esas tiernas edades no reviste mayor importancia. Lo verán como una fiesta cromática, melódica, un romper la rutina que los adultos han inventado y que ellos reproducen con el desparpajo de lo lúdico. Da igual qué sea: lo que importan es que exista y les abastezca de una cosa abstracta (Andalucía, España, qué más da) que irán perfeccionando con los años. Algunos la vivirán con entusiasmo. Otros hemos aprendido a aceptarla con respeto. Entre todos (ojalá) tal vez consigamos que las letras de los himnos no sean soflamas épicas, cánticos espirituales de batalla. Y sobre todo que no ninguno de estos legítimos arrebatos sentimentales sea patrocinado por Coca-Cola. La sombra de Obama (por tomar la parte y alcanzar el todo) es alargada y triunfa sin que apenas notemos la victoria.

Unas Sonus Faber

  Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...