23.7.08
Otro genocida a recaudo
Teseo, San Jorge o el Quijote, en los anales de la mitología o en las estanterías de la alta literatura, celan el combativo juramento de cazar monstruos o de exorcizar sus propios demonios internos, que también algo de eso hay en la aventura de hacer el bien por encima del daño propio. Algo de superhéroes tenían estos esforzados caballeros. El Minotauro, el dragón o los gigantes que pudieron ser molinos eran, a juicio de sus cazadores, males dignos de exterminio, siervos de la infamia que merecen el tajo en el cuello, el mandoble en la panza o la exposición pública de su cabeza en la plaza de turno. Los tiempos han cambiado tanto que, a falta de mitos a los que dedicar prosas vitaminadas de épica o lujuriosos pareados que glosen la materia misma del arrojo y de la firmeza, alimentamos nuestro espíritu con victorias en el deporte (España ganó a Rusia una final europea, Nadal derrotó a Federer en la hierba de Londres, Gasol casi se coloca el anillo) o con manifestaciones más pedestres, más cómplices de la fiesta, como las verbenas de pueblo, las ferias de barrio o la celebración, da igual que sea a destiempo y sin verdadera convicción, de alguna efemérides. La épica la ejerce cada hijo de vecino a su manera y precisa de pocos acicates para envalentonarse y lanzarse como un héroe moderno allá donde se requiera su concurso. Da igual que sea una fuente en donde festejar los goles de Torres o la detención de la cúpula entera de ETA. Lamentablemente, a propósito de los desalmados que descargan su locura en la nuca ajena, todavía no he visto que un puñado de ciudadanos se abracen y griten en algarada jubilosa por la encarcelación de alguno de esos mercenarios del dolor ajeno. Ahora, en la ausencia de Teseo, de San Jorge o de Quijotes varios, tenemos otros medios. De esos, tal vez, se ocupe el fondo de este escrito.
Los muy jóvenes, los que todavía no han sentido la zozobra de abrir un periódico y sentir el pánico en la yema de los dedos, a cada vuelta de página, los que todavía no han notado la conmoción del terror que el género humano es capaz de generar a poco que se le lleve la contraria, no saben quién es Radovan Karadzic. Mi edad me permite el término medio: un conocimiento lo suficientemente solvente como para sentir una alegría enorme por la noticia que ayer alumbraron los teletipos. El carnicero serbio, el tipo que aireaba su melena blanca de león resentido por los campos que acababa de abonar de cadáveres, ha sido apresado. Le bastaron tres años (1992-1995) para emular a otros monstruos de la infamia y pasar a la canalla lista de personajes absolutamente deplorables de la Historia de la Humanidad. Este doctor en psiquiatría mutado en ogro perverso de las aldeas balcánicas ha estado trece años en el limbo, pero le han encontrado y un pequeño círculo se acaba de cerrar. Se trata de eso: de que cientos de miles de ciudadanos masacrados de una u otra forma por este genocida cierren un capítulo (si verdaderamente pueden) en sus vidas y puedan abrir otro. Imagino el placer redondo de saber que el autor de las tristezas a las que han abocado sus vidas esté entre rejas, forzado a una reclusión durable, una purga de la perversión a la que entregó sus días militares. Ser un criminal de guerra no es exactamente igual que ser un marido maltratador o un especialista en saquear las arcas municipales de un municipio con playa. Contando con que todos estos actos deban ser convenientemente sancionados, lo de ser criminal en tiempos de guerra alcanza un grado de infamia de más alto rango. Lo fue Pol Pot o Hitler o Pinochet por no hacer aquí un listado sangrante. A éste recién encarcelado le acusan de genocidio, complicidad para el genocidio, crímenes contra la humanidad (exterminio, asesinato, persecuciones por razones políticas, raciales y religiosas, y actos inhumanos), violaciones de las leyes y usos de la guerra (asesinato, aterrorizar a civiles y toma de rehenes) y violación de la Convención de Ginebra (voluntad de matar). La ironía consiste en las certezas que nos han ido proporcionando los medios: que Karadzic trabajaba en un consultorio de medicina alternativa, en Belgrado o que publicaba con cierta periodicidad en una revista llamada Vida sana. Su aspecto (una infinita barba blanca, la melena ya conocida, las gafas de pasta) era tan llamativo, tan propicio a ser mirado, que el observador sufría el efecto contrario al deseable: se perdía en lo exótico, en la apariencia, sin prestar atención a lo que se ocultaba debajo. Debajo estaba el monstruo, el hombre de la limpieza étnica.
La avalancha de noticias sobre su historia abruman y dejan un extraño sentimiento en el improvisado lector: Karadzic escribe poemas. Lo hace, al parecer, todavía. En esto consiste la fragilidad humana, su natural inclinación a desastrarlo todo, a cometer los atentados más censurables contra el orden o contra la razón en nombre de cierta justicia poética, apelando a los argumentos más peregrinos que puedan exponerse, pero argumentos sustentados (casi siempre) sobre una tan sólida como esquizofrénica base teórica o literaria o política. Las palabras, las puñeteras palabras, igual sirven para declarar amor que para anunciar un linchamiento. Que el inmoral Karadzic escriba poemas dice exactamente lo que parece a propósito de la poesía. Celaya decía que la poesía era un arma cargada de futuro, pero la empuña cualquier desaprensivo íntimamente convencido de la legitimidad moral de su tropelía. Así funcionan las cosas.
Su aureola de prófugo perfecto ha muerto en un autobús de una línea ordinaria en Belgrado. Le han pillado con doméstica normalidad. No ha sido necesaria ninguna hollywoodiense fuerza de choque que perpetre un asalto a un fortín escondido en un remoto bosque. Tampoco las milicias de la OTAN han evidenciado su carácter y su hombría. Todo, al parecer, ha sido conducido por una más sensible naturalidad. Como si el criminal, de pronto, tropezara por la calle y lo levantara del suelo la madre de uno de sus ajusticiados. Algo así ha debido suponer. Ésa es otra forma de justicia poética, de compensación histórica. Leí en una novela de Paul Auster (La trilogía de Nueva York: Ciudad de cristal) que el azar posee su vasto entramado de túneles y que existe una narración fortuita de la vida de una persona que no es posible exponer sin el concurso de la locura o de la casualidad. Yo quiero pensar (me fuerzo a ello y lo hago muy a gusto) que existe, a ras de la razón, por debajo o por encima de ella, pero siempre a su vera, un asombroso mecanismo que termina por ensamblar las piezas que parecen, en principio, bajo el análisis, rigurosamente anárquicas. El monstruo convertido en naturista que vivía en Belgrado con el disfraz de abuelito hippie podía haber muerto de muy anciano, viendo un partido de baloncesto frente al televisor o en un parque mientras gorjeaban las palomas o un niño corretea entre los bancos, pero ese azar formidable ha creado un espacio mágico, un hueco entre la semántica apetecible y la realidad incontrolable en donde han pillado a este poeta, psiquiatra y arengador popular a beneficio de damnificados, personas de buena fe y reconciliación de la Historia Mala con la Buena, que son dos partes de una misma moneda de uso muy comun. Cómo vaya a partir de ahora la causa contra su persona no es asunto que este cronista de sus vicios pueda saber en este escrito apasionado (gozoso) de mañana de julio. Pasará que la noticia se diluirá en la cascada de noticias que vendrán, como siempre. Pasará que los políticos y los analistas políticos refrescarán a la gleba lectora, al atento público sensible, la retahila infame de fechorías que Karadzic entregó a sus biógrafos. Mientras eso pasa, estaremos a la espera de que el azar o los servicios de inteligencia de algún país vivamente interesado (siempre hay alguno o un par de ellos) saque del cajón de las empresas imposibles la captura de algún otro cacique del mal, aunque no esté fugado ni escriba en la clandestinidad artículos sobre vida sana y energías alternativas y, a contrario, regente alguna república aprisionada por la Historia, por el hambre o por la miseria moral. De ese tipo de naciones podemos encontrar algunas en el mapa. Y sus jerifaltes pasean, beben a morro, despachan siestas en camas victorianas o firman con absoluto desparpajo las leyes que asfixian los pulmones de su patria. Hay hasta quien bromea con el catastrófico estado de falso bienestar imperante en sus calles y cómo ningún conciliador y humanista país extranjero va a cometer la imprudencia política de meter las narices en ellas. Suele pasar. Ponga el amable lector nombre, busque, escarbe en su memoria y dará con nombres y dará con territorios. El verano, añado ahora, es época muy propicia para que noticias de este gigantesco calado social animen la pereza connatural al rigor del clima. Yo ya me ocupo de entretener el mío con mis cosas.
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A modo de posdata:
(Escrito frente a una estantería que tutela libros de Narrativa de la P a la Z en la Biblioteca Pública de Punta Umbria, Huelva, cerca de la hora de atacar alguna terraza a la sombra y mitigar los rigores habituales con los placebos de costumbre. Aquí se estila la cerveza bien tirada desde un tanque de salmuera, las habas enzapatás y el bendito choco de la costa, alimento espiritual de este cronista en estos tiempos de pereza mental y descanso absoluto de las preocupaciones)
16.7.08
15.7.08
Cree, pásalo
El Papa Santo de Roma, el primado, el elegido por la curia para presidir la Iglesia de Pedro y mediar entre el cielo y la tierra ha terminado por sucumbir ante las nuevas tecnologías. Se publica en la prensa que una compañía australiana ha organizado el lanzamiento masivo de SMS para que la juventud de ese país, la afectada por la visita de Ratzinger, renueve su fe. Cada empresario tira de los hilos que considera precisos para fidelizar a su clientela. En ese sentido, la Iglesia hace muy bien en dejarse contaminar por los trucos que otros usaron para el efecto justamente contrario: el de alejar a la ciudadanía de una institución que nunca quiso ir al albur de los tiempos y que hace mucho que se quedó extasiada en sus legajos, en su mística ancestral y en sus valores inmutables. El Papa, bien aleccionado, rebaja sin pudor (suponemos) el llamado de la fe, ese cordón divino que tira del alma y la une con Dios. Hay quien ha visto en esta simple evidencia de lo terreno que hay en lo divino un aviso de futuras infracciones en la ortodoxia de más rígido cumplimiento. Tal vez deban ir por aquí los elegidos a perpetuar la luz de las creencias en estos tiempos de excesos y de destemplanza, en este relativismo de grandes almacenes y de banda ancha. Los ángeles, no obstante, andarán de morros. Se preguntarán qué oficio les queda siendo lo que fueron antaño. En poco tiempo veremos cosas increíbles, milagros, nanotecnología aplicada directamente al alma. Poco después vendrá la homilía en un archivo descargable de la Red. La dispensa de los pecados y la mecánica semántica de la salvación y de la vida eterna se colará en nuestras pantallas en un pop-up. Tal vez Google comparta con el Vaticano ese interés y medie en esta proeza mediática. Prometo abrir muchos los ojos. El alma la tengo ocupada en otros asuntos.
13.7.08
Tom Waits cantó anoche cerca de casa
De haber sido un fan auténtico, de haber tenido el arrojo preciso, habría ido al Kursaal de San Sebastián y me habría convertido en un feligrés más de este sacerdote de lírica convulsa y voz enterrada en maderas de bourbon y en los secretos de más vidas de las que yo podría vivir en cien como la que ahora disfruto, pero me quedé anoche en casa y dispuse todo para que la ausencia no doliese en exceso. Me tragué Rain dogs de cabo a rabo y entendí, en cada canción, en cada aullido, en cada historia del maestro, que la vida puede tener sentido más allá de la rutina y del vértigo de ir comiéndole días al calendario. Pensé que de haber sido un verdadero fan habría estado en el Kursaal salvando mi alma una vez más. El alma, en ocasiones, puede redimirse con una dosis conveniente de Tom Waits o de Van Morrison o de Bob Dylan. Ellos tres contribuyen siempre a que mi corazón se ensanche, se estire, se abra y se cierre en comunión perfecta con mi cerebro, que razona la belleza como Dios razona sus nubes y su caos. Anoche no estuve en el Kursaal, pero Tom Waits sí estuvo conmigo.
12.7.08
Alarmas
I
La zozobra intelectual de este siglo XXI tiene sus apocalípticos y tiene sus integrados: gente de amplia extracción social que defiende modelos carpetovetónicos frente a otros, más al albur de los tiempos, que sostienen paradigmas científicos. Todos imbuídos de la genuina convicción de la prevalencia de su opción sobre la inconveniencia de la otra.
La moral o su ausencia planea sobre las probetas y sobre los matraces y la política se enfanga de fundamentalismo religioso para decidir sobre lo que es estrictamente político, pero esto es no es nuevo. La injerencia de la religión en el avance medular de los pueblos, en su conquista de la felicidad terrena, ha ocupado siempre capítulos enteros en la magna Historia de las Civilizaciones. Incluso ha fomentado guerras y todavía hoy estamos en un limbo pacífico que deja ver sus costuras más hostiles cuando salen a la palestra mediática asuntos como la eutanasia, el aborto, los anticonceptivos o, como ahora, en el sacrosanto consorcio yankee, el creacionismo, que viene a ser una involución de la luz de la ciencia bajo la llama convulsa y debilísima de las antorchas de las cavernas.
II
La noticia no alarma en demasía. Digo yo que más debería encolerizarnos la subida del precio el petróleo, el alza salvaje de los números en violencia doméstica o el kafkiano reparto de la riqueza del mundo. Tal vez un niño desnutrido, esquelético y con la mirada perdida de quien no tuvo una mirada limpia de hambre y de miserias, debería hacer que los mecanismos de la ira se activen con más fiereza y hagamos algo para solucionarlo, pero leo hoy que el Creacionismo es ya una asignatura de corte legal en los Estados Unidos. Quizá eso sea una minucia delante del terrorismo o de la tozuda alegría con la que destrozamos nuestro planeta madre, pero eso de que un niño americano (con lo que luego un niño americano puede llegar a ser) sea enseñado a adaptar la realidad a su capricho alarma muchísimo. Alarma que la fe, sobre la que edifican estos descacharrantes (en el fondo) episodios de cazurrismo y de ignorancia, conduzca los designios de un país bajo cuyo mapa de barras y de estrellas (mal que nos pese) crecen los demás mapas del mundo. Alarma que la derecha religiosa, tan hábil, ignore la evolución y que la caterva de pentecostales, adventistas y evangélicos de una costa a otra abrace con esa pasión estos singulares indicios de la ceguera a la que puede abocar una didáctica mal fundamentada. De ahí la importancia de una escuela pública abierta, libre, carente de prejuicios, exenta de obligaciones morales, desmarcada de planes coyunturales de gobiernos en tránsito y más adherida a vastos y ambiciones planteamientos más a largo plazo, fijada estrictamente en lo cívico y en lo humano, en lo atenido a ley y lo consensuado por el raciocinio y por la ventura dichosa de la inteligencia, que en ocasiones sale a paseo y se pierde en discusiones absurdas sobre la salvación eterna o sobre la divina cosecha de fieles en la tierra.
8.7.08
El libro
(Pica la foto para ver la portada en condiciones)
Habida cuenta de las leyes del mercado y de la inercia editorial, que cuenta las letras y cuenta los números y se esmera a conciencia en ambos cálculos, cuento cómo hacerse con el libro de relatos que acabo de publicar en la Editorial Juan de Mairena, y de Libros, que gestiona como Dios en sus nubes mi buen amigo Pipo. Su dirección de correo eléctronico, es decir, la que hay que usar para el envío del hijo recién alumbrado es libreriapipo@telefonica.net. Ahí Pipo, que es maestro en su gremio y sabe cómo hacer las cosas, contará los modos y las maneras para que el libro acuda a su lector y se produzca el hechizo asombroso de la literatura. Al fin y al cabo, uno escribe para ser leído. Todo lo demás es romanticismo con acné. Yo ya he pasado esa etapa. Freud y yo lo sabemos. Adjunto portada y contraportada del asunto para engolosinar primero el ojo. La teniente Ripley y David Bowie tutelen su epopeya galáctica. Que los astros bondadosos la bendigan.
7.7.08
El incidente: La vida secreta de las plantas
Una película tras un nombre: M. Night Shyamalan. El incidente transcurre en las ensoñaciones de un cineasta de escritura reconocible, ajeno a la rutina comercial que imponen las majors, dotado de una clarividencia absoluta a la hora de registrar en imágenes las ideas que atormentan su sensible cerebro. Obsesionada con un tipo de ciencia-ficción terrena, alimentada por los miedos ancestrales a la naturaleza y por la siniestra injerencia de lo sobrenatural, el director indio posee la rarísima facultad de no fomentar la mediocridad, el termino medio, la asepsia. Su discurso es otro: alentar adhesiones eternos o buscarse enémigos sinceros. Este cronista ha estado siempre (desde su efectista El sexto sentido a la naïf La joven del agua) dispuesto a dejarse embaucar por su genio, por su heroico sentido de la narrativa. El trallazo mental que procuran sus películas no está al alcance de muchos directores. Es más: Shyamalan es una especie de islote creativo, que no rinde cuentas de sus epopeyas apocalípticas al funcionario financiero de turno, que debe pasarlas canutas cuando el buen hombre pide permiso para entrar en su despacho y le suelta un libreto épico y metafísico, escorado de las pautas al uso en estos tejemanejes de los números y entregado, vocacionalmente, a la facturación de un producto libre, fundamentalmente libre, que da aire limpio al cine manido, corrompido por la letra pequeña de los contratos de las multinacionales de la cosa, prostituido por el soniquete dulce y orgiástico de la caja registradora. No tengo ni idea sobre si las últimas cintas de este alienígena convertido en director de cine han dado los beneficios óptimos. Probablemente no, pero a la manera de un Woody Allen pasado por la tourmix de un vulgar Expediente X la filmografía de Shyamalan merece capítulo independiente en una hipotética ( y no dudo que factible) Historia del Cine entre estos dos siglos.
El incidente, hecha esta prueba de fe sobre el magisterio de Shyamalan, no obstante, defrauda. Desaconsejada la opción de escudriñar la película bajo un prisma ordodoxo, nos queda un arrebato apocalíptico, poético y sustancialmente humano, porque el autor de esta incompleta reflexión sobre la salvación del hombre en estos tiempos brumosos es, ante todo, un filósofo metido a cineasta o un teólogo metido a cineasta, pero en ningún caso, a pesar de la repercusión mediática de su obra, Shyamalan es un director mainstream, un obrero al que es fácil de convencer sobre la bondad de un libreto. El incidente zozobra en su falta de audacia: no es que este espectador vocacional quiera que meta mano un Emmerich funcionarial o un Spielberg inspirado. Se podría entender que la obra aquí reseñada consiente complicidades del público avisado. Yo, estándolo, me sentí desarmado, zarandeado por la limpieza formal de lo visto y decepcionado por las fórmulas narrativas usadas, que ningunean una explicación menos pedestre, un retorcimiento literario de más valía. Shyamalan traiciona, tal vez a posta, el espíritu del cine fantástico al que se adhiere siempre y obvia un mensaje menos unívoco. No es de recibo que el mal sea tan sólo una especie de colérico rebote botánico, expresado con todos los respetos. De fondo hay mucho. Está la locura post 11-S y están también los clichés seculares de una manera moderna de entender la ciencia ficción, pero el cine, que es ante todo un distraimiento noble, un espectáculo inteligente y estético, no se puede quedar en una toma de contacto, en un enorme puzzle de intenciones que no terminan de solaparse y formar una imagen reconocible y atractiva. Tampoco vale la creencia de que el thriller ecológico pueda abrir caminos ahora que la naturaleza, el cambio climático y la coreografía flipante de las nubes (títulos de crédito del film) puede ocupar estanterías enteras de nuestra paranoia íntima y también de la colectiva. En eso Shyamalan es un adelantado, un atento espectador de lo humano que transvierte a su cine las locuras finiseculares, los terrores más elementales (la hierba que se mueve, el columpio que amenaza con cortarnos el latido del corazón). En esto, en fotografiar lo sencillo, en registrar la música interior de la vida, este hombre es un genio, uno absolutamente inimitable.
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El incidente, lejos de molestar, inquieta: se queda uno en la perplejidad de quien no ha acabado de entrar en materia. Mi primera impresión al aparecer los títulos de crédito fue que había sido parcialmente engañado. Suele pasar que uno entre en la sala con una serie de expectativas y éstas luego sean reforzadas (loado sea el señor de las intuciones) o sean pisoteadas sin miramientos. Luego una tímida reflexión, que nunca se nota pero que va creando sus argumentos sin que nos demos apenas cuenta, rebaja la ira y admite que, en todo caso, la propuesta es noble o que el bellísimo ejercicio plástico (hace tiempo que no veo un arranque de película tan demoledoramente convincente) sólo busca conmover, desarticular la maquinaria del raciocinio y buscar, en la infinita madeja de las emociones, un hilo desde el que tirar para rasgar significados ocultos, métaforas escondidas, lugares hermosos desde donde reescribir la complejidad de lo humano. De hecho, los personajes de Shyamalan (aquí y en toda su obra) basculan entre lo perplejo y lo alucinado, entre la realidad sufrible pero absurda y la fantasía asumible pero inaceptable.
Sólo hay que ver la poderosísima base sobre la que se edifica el argumento de El bosque, que es mi película favorita de su filmografía. No sére yo, a pesar de las inconveniencias de esta entrega, quien elimine de mis adicciones el cine de este muy original tipo. Seguiré empeñado en encontrar belleza allá donde (aparentemente) sólo existe confusión. La paranoia a la que Shyalamalan adscribe el grueso de su filmografía queda aquí convertida en un triste (habida cuenta de la cinefilia militante hacia su persona) bocado de genio. Hay suficientes evidencias de que el talento del director ha sido sustituido por una mediocridad brillante como para abrir otra reseña que enumere los ridículos visibles. Algunos: el Iphone colado a beneficio de modernidad, la simbólica historia de celos del matrimonio protagonista, la charla con la planta de plástico del buenazo del protagonista...
5.7.08
Tideland: Alucinando
Perplejo, fascinado, asqueado, derrotado, conmovido, sublimado, insultado: así se siente el espectador desavisado cuando se apoltrona en su butaca y asiste a esta manifestación del genio absoluto de Terry Gillian llamada Tideland. Todas esos adjetivos convienen y haría falta alguno más a capricho del usuario de la rareza que le colocan en la pantalla. Porque Tideland es un exabrupto, un ejercicio de independencia total que arrambla con todas las consideraciones morales para formular algunas cuestiones sobre la vida y sobre la muerte, sobre la realidad y sobre su rutina. En ese camino discursivo Tideland asquea y asombra a partes iguales; y uno, muy suelto ya en provocaciones, reconoce que le han pillado desprevenido y que haría falta una reflexión más serena si no deseamos caer en lo más sencillo, que sería negar el magisterio plástico, el desparpajo fílmico (hay aquí cine de muchísima altura) y quedarnos únicamente con lo visible, con la letra pequeña de esta pequeña joya, con el dibujo hiperrealista de Jeliza-Rose, la protagonista absoluta del film, la hija de dos toxicómanos terminales, a los que cuida, mima y abastece de alucinógenos .
Esta especie de Alicia lisérgica, tutelada (es un decir) por dos yonkis en continuo subidón adrenalítico decapita toda pequeña posibilidad de empatía emocional y nos construye un universo de juguetes rotos y de improbables emociones infantiles que va mezclando lo onírico con lo real hasta que el conjunto exhibe su verdadero tono, que oscila entre lo perturbador o lo demencial o lo insoportable y lo lírico o lo hipnótico o lo fascinante. En esta compleja red de emociones bascula Tideland y no es posible (al menos yo no he sido capaz de mirarla sin la previsible contaminación de mis prejuicios) advertir toda su hermosura y su fantástica plasticidad sin que un ramalazo de pudor nos susurre al oído las inconveniencias de dejarnos arrastrar por tan peculiar artefacto.
Gillian tal vez se ha censurado toda rémora de su brillante pasado narrativo y se ha arrogado el don más inherente a un creador: la libertad. Justo la libertad a la que ningún cineasta puede rendirse con plenitud por el bozal de las compañías y por el catón fabuloso de la caja registradora. El espectador, el público, si se le asfixia en exceso, patalea y sale pitando de la sala. Hay que tener una buena cobertura de grasa en el estómago para que las ideas aquí formuladas no acaben ingresando en el torrente sanguíneo de modo que Tideland nos afecte más de lo que debería.
La visión de una niña sobre la realidad hostil de los adultos, sobre su infierno más doloroso, remite a Alicia en el país de las maravillas, pero Gillian embota la sensibilidad de la niña entusiasta y traviesa y la coloca en la zozobra absoluta de un mar de jeringuillas y de asco; repele todavía más cuando advertimos que son los padres (los creadores de la criatura) los que celebran su orgía continua sin atenderla (en ninguna circunstancia, bajo ningún concepto) como cualquier niña de diez años merece.
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Si el amable lector de esta paginita cada día más enclenque de cine desea sentir transgresión y ve en saltarse los tabúes sociales una buena forma de echar una tarde de domingo puede penetrar en la imaginación intoxicada de este autor inclasificable, genial y deprimente, a la altura del talento más salvaje y también desprovisto de la grimosa visión capitalista de las cosas, que sobrepone el punto de vista ético y el cuidado en las formas y en las ideas antes que la disfunción y la proclividad excesiva al riesgo y a la demolición total de todos los pequeños logros que hemos ido arrojando al vasto saco del cine como testigo de la Historia y pieza maestra de su evolución. Hay aquí la suficiente obscenidad como para saltarse la recomendación de que debemos verla: yo así lo pienso. Hay en Tideland poesía aunque quizá la responsabilidad de Gillian ante su propia convicción de estar al margen de la industria haya convertido esa poesía en un falso inventario de imágenes poderosas, de fogonazos intensos de lirismo (la casa abandonada) o de muy sugerentes brochazos de surrealismo (la vecina apicultora en medio de la nada), y haya perdido credibilidad, convirtiendo su película en un farragoso (y estimulante) pedazo de su ingenioso (es poco) cerebro.
Imposible no traer a esta reseña la figura de un Jeff Bridges sobredotado para ser actor y capaz de componer registros inconmensurables sin caer en las trampas de otros que, siendo excelentes actores también, recurren a histrionismos, a forzamientos. El padre yonki (que es el segundo en caer tras un viaje definitivo) está poco en pantalla, pero la llena con creces y su imagen, en el sofá, narrando las acrobacias mentales de su ministerio tóxico, duran en la memoria y hacen que no podamos imaginar (ése es el triunfo del actor) a nadie más en su piel.
4.7.08
Cirque du Soleil, Quidam, Málaga, 4 de Julio
El Circo del Sol es adictivo. Hoy al salir del Grand Chapiteau he pronunciado esa frase. La repito mientras escribo.
Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian: La rutina perfecta
Malos tiempos para la épica: se la pasan por el forro de la caja y entregan fuego de artificio en lugar de buen cine. A falta de corazón y de fe, acuden a los efectos digitales: es ahí en donde esta segunda crónica narniana brilla. Fuera de lo estrictamente infográfico, asistimos a un plúmbeo espectáculo de fantasía atropellada que únicamente engolosinará almas infantes de corta exigencia y generoso bolsillo paterno. El adolescente con un más acerado sentido de la dramaturgia se perderá en la apabullante fotografía, en los muy logrados trucos, pero saldrá de la sala desencantado, con la conmoción justa de quien confía en la magia y en la belleza de la fantasía y ha sido traicionado por la eficacia rutinaria de un director, Adamson, más firmemente convencido de la gran gesta financiera que tiene entre manos que del espíritu épico, tan escaso, aunque paradójicamente abunde, en la reciente cartelera cinematográfica.
Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian establece un discurso de una sencillez casi naïf donde ninguna transgresión posibilita la creación de un estilo y donde todos los ingredientes meritorios, las virtudes de lo técnico y la plasticidad de las localizaciones, se arriman a lo ordinario, a la rutina. La única opción lúdica (y tampoco es original ni merece un elogio duradero) arrastra la moda reciente de humanizar la abundante fauna de las ensoñaciones infantiles y colocarles parlamentos graciosos y rimbombancias sintácticas más propias de un personaje de Shakespeare que de una obrilla veraniega de consumo palomitero.
Si C.S. Lewis y su amigo Tolkien levantaran la cabeza advirtirían con qué esquiva fortuna el cine se ha fijado en sus magnos libros. Cómo a uno le ha bendecido la felicidad y cómo al otro (a este pobre de ahora) le ha caído una turbamulta de funcionarios que han machacado la narración libresca y han convertido su portetonso hilo (que ocupa varios volúmenes y, a jucio de quienes lo han leído y me lo han contado, está regado de asombro y de sencilla belleza) en un prosaico folletín de héroes sin carisma y demonios acartonados que en ningún momento generan en el perplejo espectador el asombro predecible.
Su anodina resolución, despachada con una prisa incendiaria, manifiesta su vocación más íntima: la de entretener, sin más. Ahí no hay discusión alguna y tal vez sólo por ese mandamiento convendría rebajar la ira razonable y darle su pequeño aplauso. Cosas peores (Eragon) ha visto este prosista de sus vicios. En eso, en entretener, a pesar del tono espadachín de esta crónica doméstica, la cinta de Adamson cumple con creces: no podía ser de otra manera habida cuenta del poderío tecnológico que cubre los vacíos artísticos. En lo demás, rutina perfecta.
1.7.08
Caos calmo: Coreografía del luto
Hay infinitos lugares para refugiarnos del dolor. Puede bastar un coche a la puerta de un colegio mientras esperas que tu hija salga o puede ser suficiente la oración o incluso la ira por la incapacidad de la fe para procurar las soluciones que precisas. El dolor es tal vez la forma más íntima de demostrar que somos humanos. El luto tiene una construcción moral muy especial. Hay quien se esconde y halla en ese refugio un bálsamo espiritual o una negación de la realidad hostil y machacada y hay quien sale a la calle y se llena los pulmones de realidad hasta que tiene que expulsar el aire, pero sigue respirando. Como si buscásemos la luz y nunca tuviesemos suficiente con la que nos expide el día.
La historia de Caos calmo es la pérdida de una madre a través de los ojos del padre (un conmovedor Moretti) no es tanto el relato cinematográfico del dolor por no tener a un ser querido sino la perplejidad sobre esa fuga. De un modo muy eficiente, la película muestra cómo la vida sigue su curso y quema su habituales peajes, pero el protagonista, el hombre demediado por la pena, el que no ha podido estar cuando debía, el que se ha convertido en un ángel salvador para su afectada hija, se enfrenta a la tragedia con una entereza épica, con un sentido pragmático tan absorbente que él solito se come el metraje entero y terminamos con la sensación de que, más que una película, lo que hemos visto ha sido una especie de enseñanza, una didáctica sobre cómo vivir en todas las circunstancias y sobre cómo avanzar cuando lo normal, lo estrictamente lógico, sea detenerse o retrasar el paso o incluso refugiarse y abandonar la lucha por falta de alicientes.
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Exenta del sentimentalismo que suele salpimentar ciertas cintas americanas que tocan parecidos temas, portadora de una liviandad formal que no lo es en realidad, Caos calmo (explícito hasta la naúsea el hermoso título) exhibe una hermosa línea estética. Parece que se pretende narrar el declive moral de una sociedad, su vértigo, su fiebre por progresar y hacer medrar a quienes consienten ese progreso, aunque bajo el precio de la vacuidad, de cierta tristeza urbanita que termine por gangrenar toda posibilidad de entusiasmo sincero. O tal vez únicamente quede claro que cada uno gestiona el dolor a su manera. Que todas son válidas para vencer el sufrimiento o para saber vivir con él sin que nos rebaja al punto de anularnos. Da lo mismo un coche estacionado a la puerta de un colegio o dedicarnos a reller las obras completas de Benito Pérez Galdós: cualquier terapia es La Terapia, cualquier paliativo es perfecto.
No todo es jolgorio cinematográfico en esta apesadumbrada y dura (en el fondo sólo) cinta del italiano Antonello Grimaldi. Hay forzamientos que hacen chirriar el resultado final: la música es falsa y está artificialmente concebida para realzar lo que debe hablar solo; el peso de la trama cae en exceso en Pietro, el personaje de Moretti, y en ocasiones aturde ese interiorismo sentimental
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