Malos tiempos para la épica: se la pasan por el forro de la caja y entregan fuego de artificio en lugar de buen cine. A falta de corazón y de fe, acuden a los efectos digitales: es ahí en donde esta segunda crónica narniana brilla. Fuera de lo estrictamente infográfico, asistimos a un plúmbeo espectáculo de fantasía atropellada que únicamente engolosinará almas infantes de corta exigencia y generoso bolsillo paterno. El adolescente con un más acerado sentido de la dramaturgia se perderá en la apabullante fotografía, en los muy logrados trucos, pero saldrá de la sala desencantado, con la conmoción justa de quien confía en la magia y en la belleza de la fantasía y ha sido traicionado por la eficacia rutinaria de un director, Adamson, más firmemente convencido de la gran gesta financiera que tiene entre manos que del espíritu épico, tan escaso, aunque paradójicamente abunde, en la reciente cartelera cinematográfica.
Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian establece un discurso de una sencillez casi naïf donde ninguna transgresión posibilita la creación de un estilo y donde todos los ingredientes meritorios, las virtudes de lo técnico y la plasticidad de las localizaciones, se arriman a lo ordinario, a la rutina. La única opción lúdica (y tampoco es original ni merece un elogio duradero) arrastra la moda reciente de humanizar la abundante fauna de las ensoñaciones infantiles y colocarles parlamentos graciosos y rimbombancias sintácticas más propias de un personaje de Shakespeare que de una obrilla veraniega de consumo palomitero.
Si C.S. Lewis y su amigo Tolkien levantaran la cabeza advirtirían con qué esquiva fortuna el cine se ha fijado en sus magnos libros. Cómo a uno le ha bendecido la felicidad y cómo al otro (a este pobre de ahora) le ha caído una turbamulta de funcionarios que han machacado la narración libresca y han convertido su portetonso hilo (que ocupa varios volúmenes y, a jucio de quienes lo han leído y me lo han contado, está regado de asombro y de sencilla belleza) en un prosaico folletín de héroes sin carisma y demonios acartonados que en ningún momento generan en el perplejo espectador el asombro predecible.
Su anodina resolución, despachada con una prisa incendiaria, manifiesta su vocación más íntima: la de entretener, sin más. Ahí no hay discusión alguna y tal vez sólo por ese mandamiento convendría rebajar la ira razonable y darle su pequeño aplauso. Cosas peores (Eragon) ha visto este prosista de sus vicios. En eso, en entretener, a pesar del tono espadachín de esta crónica doméstica, la cinta de Adamson cumple con creces: no podía ser de otra manera habida cuenta del poderío tecnológico que cubre los vacíos artísticos. En lo demás, rutina perfecta.
2 comentarios:
Fui por obligacion y sali por necesidad porque estas cronicas son basura veraniega que solo da reditos a jolibud y estropea los ojos a quien ama el cine
no estoy de acuerdo del todo contigo, y eso que suelo estarlo, porque parece que algo te gusto
espero tu replica
Me gustó lo justo. Mala, mala de solemnidad, no lo es. Se deja ver, pero uno es ya muy exigente habiendo visto el cine de este tipo que uno ha visto. Con mis hijos. Sin ellos. Hay un cansancio, uno enorme, y una vara de medir grande.
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