El goloso filón victoriano regentado por Ivory en el cine y por la BBC en la televisión depara un subgénero autónomo, untado de las mismas excelencias, adornado por el mismo exquisito mobiliario, embutido en el mismo cliché engolado y cursi, refinado y estricto, de convenciones morales feroces. Un abril encantado no es Regreso a Howard's End o Una habitación con vistas o, mucho menos, la fantástica Los dublineses, pero exhibe parecidos patrones estéticos y formales, y bucea, como las citadas, en el alma más etiquetablemente británica, encorsetada en sus veleidades coloniales y su imperialismo de té a las cinco y mesa camilla musicada por gratos giros sintácticos: los ingleses, cuando hablan, son muy suyos y elevan el adverbio a cotas de histerismo fonético como nadie en el planeta.
Un abril encantado huele a BBC por todos los costados: es un hijo menor, que ha echado vuelo por la sala grande. Nada más arrancar ya sabemos que va a tener un acabado limpio, sobrio, un plantel de actores de primer orden y un guión novelístico regado por unos diálogos ágiles y formidablemente cuidados.
Un abril encantado es también una reflexión sobre el mito del viaje. Mito, por otra parte, inherente a la Inglaterra de finales del siglo XIX y los arranques del XX.
En plena Primera Guerra Mundial, cuatro mujeres, tocadas por diferentes dolencias, necesitadas de parecias terapias, deciden alquilar el Castillo de San Salvatore, en la costa italiana. Huyen de sus maridos, aunque huyen de Inglaterra, que es un esposo más castigador y férreo: escapan del clima y de las formas y del manido escaparate de protocolos y de figuramientos. El Londres pomposo y refinado, cotilla, maledicente, hace que esas damas de alcurnia tomen el paraíso del castillo italiano como baluarte de sus sueños y de sus esperanzas y recompesa final por todo el tiempo (perdido, miserablemente ) en imaginarlo.
En estas estancias viven estas cuatro señoras su abril maravilloso, su primavera encantada, abriéndose, cómo no, al amor, a la salubridad del mar y su efectos milagroso en unos pulmones quemados por la niebla. Los papeles son románticos: búsquese la acepción más estándar y encontraremos el romanticismo que puebla todo el film: en cada pequeño destello. La maldad, empero, no existe. Cada cosa en el sitio en el que debe estar: en el sitio al que propenden. Todo conducente al hallazgo repentino de la felicidad y la conciencia (inmediata) de su pérdida.
No hace falta ser Ivory, que ya va renqueando, para hacer un producto digno en este género tan británico: Newell cumple con creces. La BBC da hijos formidables, curte actores de valía e impregna con su sello escenas, olores, sensaciones que se quedan, indeblemente, en la memoria del espectador, sea o no sea hijo de la pérfida Albion.
Estas pequeñas películas son trampolines a la fama: suaves entretenimientos sin pretensiones trascendentes para un público harto ya quizá de la bizarra maquinaria argumental de E.M. Foster o para un público ajeno, por completo, a ella.
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