6.10.23

Elogio de la vacilación

Vacilar en elegir algo es ser momentáneamente dueño de lo que se escoge y de lo que se desecha con la misma propiedad que la abastecida por la adquisición en sí misma de lo que se desea. En muchas ocasiones, en las que resten, haber sido en esa duda el paradójico gato de Schrödinger, el animal cuántico, el fantasma juntamente con su antecesor plenamente vivo. La caja en la que el gato está y, al tiempo, no está o, dicho para que yo mismo me entienda, la caja hecha limbo, el umbral del que no se tiene cartografía ni otro dominio que el semejante al de un sueño. Se vacila con entero entusiasmo, pero hay ocasiones en que es la zozobra la que se apropia de uno, concomiéndolo. La desazón es indistinguible del júbilo, la luz no difiere de la sombra, el ruido y el silencio son la misma inextricable cosa. También hay vacilaciones prósperas, que se continúan en el tiempo, a las que no sabemos dar asiento en el espíritu. Las de la incertidumbre, las de la ignorancia, las que aplazan o cancelan una resolución. Indecisa, la voluntad íntima consigo misma, se sabe vulnerable, conoce la comezón del arrepentimiento, acaba (finalmente) echando a suertes la elección, comprometiendo al azar, quitándose de en medio. Es en la tentativa, en el titubeo firme o voluble, donde reside definitivamente el progreso. Parece que escuchamos una voz adentro que nos encomienda decidirnos y que, al tiempo, nos deja en la tierra de nadie de la vacilación. Hoy mismo tendré algunas. Les haré frente, como suelo. Aplicaré las reservas habituales, me dejaré intimidar por la responsabilidad de dar un paso al frente y tomar una o varias o de aplazarlas o de negarlas. Qué felicidad esa, la de no saber, la de balancearse, la de desconfiar de uno mismo. Vacilar es más creativo que creer. 

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