No tener a quién agradecer la clausura de las sombras al comparecer la luz, ni con quién compartir la visión de un milagro cuando ocurren y cree uno haber sido elegido para contemplarlo. Tampoco comprender el fuego ni la lluvia. El goce de esa ignorancia restaura una especie de locuacidad interior, no vertida, expresada con plenitud sin que las palabras le concierna. Todo es niebla, todo es la desvanecida verdad que tutela su afantasmada vocación de conocimiento. Entonces el alma es indistinguible del cuerpo y todo lo que nos hiere o nos conforta son la misma sustancia en un caudal puro y ajeno al tiempo y al espacio. El fuego arde sin porqué. El humo es una plegaria de lo arcano. Como un agujero negro en el corazón. Como un libro del que somos autor y lector continuamente. Como un delicado regocijo sin lenguaje. Los días traen su herrumbre, algunos con más obcecado afán. Lo que cuenta será el temblor de todos esos frágiles instantes en los que hasta el dolor intima con nosotros con su lengua artera de espanto y de ceniza.
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