30.9.23

La noche ciega

 

“Yo entraré en la noche ciega

como entra la bestia pura,

que cuando la muerte llega

va y en la espesa espesura

cuerpo en calma y alma entrega”


Nicolás Guillén, Muerte


A morir iré con los dones de la vida. Resuelto y manso, inocente, con entera voluntad, con resuelta quietud. Apero no tendré, ni memoria. Seré la memoria ajena, tendré quien cuente conmigo, y nombre mi paso por los días en los que fui hombre y enfermé de fe en el amor que di y en el que me dieron. No hay muerte que duela más que la de la niebla con la que nos recuerden. Uno querría morir sin ruido, desvanecerse como el viento tras mecer la copa de un árbol o la frágil cima de un risco. Morir sin que fatigue ni duela. La muerte es esa piedra que duerme en la garganta, cito un poema, lo recito. Yo entraré en la noche ciega, abrazaré la claridad sin brújula, seré el sueño de alguien, estaré en la vigilia de otros. Sólo muere quien no vive. La luz será la luz y la lluvia, lluvia. Cuando no esté, veré lo que no he visto.  No serán míos los ojos, ni las manos que acaricien en la honda noche serán mis manos, pero alguien las traerá de vuelta, las hará tangibles y delicadas y fuertes de nuevo. No moriré. No existe la muerte. Fiebre, insomnio y vértigo es la vida, caudal y esperanza, festín de la sangre al ocupar la opulencia del cuerpo.   Todas las vidas felices se parecen unas a otras, pero cada vida infeliz lo es a su manera. Se puede leer a la reversa. A morir se viene sin discusión ni prórroga. Los días sirven para que se crucen: valles, ciudades, montañas, ríos, océanos. Larkin resolvía la cuestión de la muerte echando mano del médico y del cura vestidos con sus largos abrigos, con prisa, recorriendo los campos. Vendrá la muerte y reconoceré sus ojos, escribió el postrero y suicida Pavese. Se muere uno a velocidad variable, corrijo al bueno y atormentado Quijote. No pediré confesor que eleve mi quebranto ni escribano que cincele mi testamentario aliento. Mientras que el azar o las oscuras leyes del tiempo aplazan mi finiquito, contemplo el fulgor del cielo, trasiego con las palabras que lo festejan, conformo a mi alma y fatigo mi pasajero cuerpo. Ahora acabo de agasajarlo con un chuletón de sublime buey. Sabrán disculpar esta debilidad.

No hay comentarios:

De un fulgor sublime

Pesar  la lluvia, su resurrección  de agua, es oficio es de poetas. Un poeta manuscribe versos hasta que él entero es poesía y cancela la co...