26.9.23

Bola de Nieve

Para Enrique Álvarez Bernal, con mi amistad, con mi complicidad

Ignacio Jacinto Villa fue Bola de Fango y Bola de Trapo en su adolescencia de barrio humilde en La Habana cuando amenizaba la precaria proyección de las películas de cine mudo con su piano, pero su cabeza gorda, negra y calva animó a Rita Montaner, la diva de la canción cubana de entonces, a bautizarlo para la posteridad como Bola de Nieve. La Única se entusiasma con aquel negro que cantaba con el corazón en la boca y el alma derramada en los dedos y lo hace debutar en la famosa Sala Politeama de Ciudad de México ante más de cuatro mil personas. Rita y Bola de Nieve, se lee en el cartel del local. Tengo voz de vendedor de duraznos, de ciruelas, dijo una vez, a modo de perdón, también de chanza. Hago cancioncitas baratas, solía referir cuando se le halagaba. Era fácil eso. Bola de Nieve interpretaba como nadie lo ha hecho nunca. Más que cantar, vivía la canción, él mismo era la canción. Su magisterio es teatral, su talento es el del actor al que se le ha encomendado que haga de sí mismo en cada obra.

 Triste por dentro, Bola (así le llamaban los cercanos) se recomponía para acometer la función primera del arte, que es conmover, crear belleza, hacer que la belleza impregne al que la restituye y al que la percibe. Su música hace llorar y reír, lo cual es lo más parecido a lo que hace la vida con nosotros. Sus boleros son estremecedores: hablan de todos los finales de cualquier historia de amor, de la aflicción, de la verdad de no poder ser feliz al no poder olvidar. Para darles vida, no precisaba de una técnica vocal depurada. A comienzos de los 60, la Cuba revolucionara vio en Bola un embajador de su música y le preparó una gira por Checoslovaquia, la Unión Soviética y la República Popular China. Era el hombre sentado a un piano abriéndose el alma para que los demás la escuchen. El son cubano cautivó a Mao Tse-Tung. Le cantó en español, en inglés, en portugués, en francés y en italiano. Por ser homosexual en la Cuba homófoba de Castro, al que el músico reverenciaba, 

Bola de Nieve tuvo una relación intensa con México, donde grabó casi todos sus discos. Santera, intelectual, chic, viajada a Nova Yol o a Broguay - así dicho - y a Parí, la loca cabeza de este músico irrepetible es una de las anomalías más hondas y hermosas de la interpretación vocal en castellano o en cualquiera de las lenguas del mundo que se plegaran al decir de su extraordinario sentido del dramatismo o de la chabacana glotonería o de la sensibilidad exquisita con la que versificaba las músicas de su memoria. Edith Piaf amaba la versión que hizo de su La vie en rose. Alberti le llamaba el Lorca negro. Caetano Veloso, la loca cubana. Camilo José Cela acabó una noche de cantinas por La Habana en compañía del "negrito gordinflón que tocaba el piano y cantaba canciones sentimentales, como un poeta franciscano pasado por el trópico". Cerraron la farra en El Floridita, el mítico local donde Hemingway bebía sin consuelo un daiquiri tras otro. La inmortal Concha Piquer mandó construir un piano para que actuara en la Gran Vía madrileña. Neruda se esmeraba al alabar su talento en cuanto tenia ocasión. Hoy no es nadie para mucha gente. Martirio y Chano Domínguez le tributaron un emotivo homenaje en un disco inclasificable y amoroso. Porque Bola de Nieve sigue cautivando a quien se deja. Mi primera fascinación Drume negrita, una nana tarareas sin que intermedie decisión alguna y te enternece como no pensaste que podrías. De su catálogo inmenso, este humilde y agradecido escribidor de sus vicios se queda con el repertorio tranquilo, el del piano y el desgarro intimísimo de unas letras sencillas, populares, poesía con el pulso de la tierra y del corazón que la trasiega. 

Bola de Nieve era a veces una parodia de sí mismo. Podía haber sido un crooner al estilo Sinatra, pero él supo deslindar la fama de su verdadera vocación, la de hacer lo que le venía en gana, la de tocar en Corea del Sur o en Praga y no consentir que la industria fonográfica, la de la fama y la de los vítores, le robara su espíritu primario, su irrenunciable embajada de amor y de sufrimiento, de vida vivida, de gozo gozado. Él sabía sus limitaciones, también su desparpajo y su natural acercamiento a las formas populares de la música afrocubana, del jazz, de los boleros o del mambo. Recelaba de las orquestas, tan apabullantes entonces, tan recurridas: su escenario era él mismo y la compañía de un piano, al que hacía hablar como si su voz se desacoplara de su boca y pudiera expresarse en él. Quiso cantar ópera, pero la voz sólo le daba para lo de las ciruelas. Su vocecita, atiplada hasta extremos delicadísimos a veces, torrencial otros, se manejaba con naturalidad, no precisaba alardes, nunca exhibió la floritura ni el virtuosismo. En cambio, poseía registros únicos, emocionaba por su pureza, por su lirismo, por su arrebatadora honestidad. Era hombre de enmascarar la voz, de adaptarla a lo que la canción exigía. Creyéndose un compositor mediocre, tiraba de muestrario ajeno: ahí el gran Lecuona, cuyos boleros eran recreados con diversidad de tonos, con una polifonía dramática que realzaba las piezas, sublimándolas. Las canciones del folclor patrio eran zarandeadas, convertidas, más que en piezas de baile, en himnos de fácil tarareo. Lo imagino en la gran ciudad de Nueva York, cuando se subió al escenario del Carnegie Hall, vestido con su frac, frente a su amigo el piano, decidiendo con qué lamento ablandar al público de la élite que había pagado una buena suma para ver a la figura cubana, al gordo negro que cantaba como casi nadie. Él hacía su función, ponía la mano para las monedas y las gastaba en clubs caros, en todos esos locales donde el jazz le hacía pensar de nuevo en su adorada música. Nadie vio de cerca su sufrir, salvo quien se abría bien de orejas y apreciaba la sutileza de su llanto en todas esas canciones maravillosas con las que se desahogaba, en las que se volcaba, donde vivía. Cuando murió, lo vistieron de gala, lo metieron en un ataúd forrado de seda, lo lloraron sin disimulo. Ahí estaba su amigo Nicolás Guillén y algunos de sus amoríos de cuando joven y todas las grandes estrellas de su oficio. Alguno cantaría, nunca como él, “Ay, amor” o “Tú me has de querer” o mi favorita, “No puedo ser feliz”, una declaración íntima, aireada al mundo  





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