28.2.22

Canto de amor


Hay un momento en que el amor inicia un desatino del que no cabe precaverse: te conduce de su mano, la sujeta con resuelta firmeza, te crees izado, en dulce volanda hacia un cielo en el que las nubes fingen ser manos y cubren con caricias la orfandad de tu cuerpo.  


Así el amor, herramienta del bien, infatigable ángel de la belleza.


Amor con el que abrir lo solo y lo cerrado: pedestal de luz, instrumento sin considerada cautela ni gastado vicio.


Amor incesante y puro para descerrajar el cofre de los días y beber sin pudor su pureza, su recitado lento de cadencia honda. 


Hay un momento en que el amor cobra su arancel y se retira sin alarde. Está la mano sola y el cielo es de un gris que restaña en la carne como una brújula de hierro. Los cuerpos cansados. El tiempo, cansado.


Así el amor declina cualquier posibilidad de consuelo: deshace el idilio de la carne con la carne y el dolor ocupa la invisible extensión del alma.


Así el amor, herramienta del cansancio y de la costumbre, infatigable pájaro en firme mudanza.


Hay un momento en que el amor regresa y cubre los huecos que dejó al irse: trabajo ciego el suyo, memoria evanescente, cuerpo otra vez puro, de barro enamorado. 


El alma custodia también su cóncavo barro antiguo. El de las palabras con su misterio dentro. El de la luz con su clamor de vida.

59/365 Billy Wilder

 



A José Antonio Zamora, hermano norteño. 


Una de las cosas que más admiro de los buenos directores es que consigan algo que, en principio, parece poco asequible: el que creamos lo que nos cuentan como si fuese algo propio, privado y nuestro. Que la historia que nos cuentan desplace la realidad que la circunda, la propia, la conocida.  Da igual que sea de encargo o la hayan creado ellos mismos, importa escasamente que la película sea de ciencia-ficción o de romanos. Hay películas que están hechas para nosotros, sabemos que son propiedad nuestra y van a acompañarnos siempre.


El arte de Billy Wilder produce eso precisamente: nos susurra una historia, nos la confía en la creencia de que puede gustarnos más o menos, pero vamos a entenderla, se va a producir ese raro prodigio que, en ocasiones, produce el cine y que consiste en que hacernos amar la vida. Durante la suya, Wilder escribió, dirigió y produjo películas, pero sobre todo fue un contador de historias. Antes de ser Billy Wilder, antes (mucho antes) de que Fernando Trueba dijese que Wilder era Dios en la ceremonia de entrega del Oscar de mejor película extranjera a Belle Epoque, Wilder quiso ser Douglas Fairbanks, el hombre que quiso comprar Austria entera, con sus valses en el pack, su héroe absoluto hasta que descubrió el periodismo y dejó su Viena natal (este verano estuve en la puerta de una de las casas en las que vivió) y se hizo periodista en Berlín.


Él prefería la palabra reportero a la de periodista. Decía que eran una mezcla de detectives y de poetas. Que los buenos reporteros mejoraban las historias. También fue negro, escribió para otros, no se veía su nombre en los créditos. Tú escribe y mantén la boca cerrada, le decían, pero Billy quería ver su nombre en la pantalla. Se hizo director porque sus guiones casi nunca se respetaban. Quizá provenga de ahí su respeto al espectador. No le escamoteaba nada, no dejaba nunca de pensar que el público es inteligente y no hay que jugar con él, ni rebajar una brizna la exigencia que convierte el producto mediocre o hasta el abiertamente malo con la obra digna y, en casos, la brillante, la obra maestra. Él tuvo muchas.


Antes de que llegaran, mucho antes de que Trueba dijese que él era Dios, Wilder compartió una habitación con Peter Lorre. Hubo noches en que sólo comían una magra lata de sopa. Lo contó muchas veces, en muchas entrevistas. Con Charles Brackett, el mejor guionista de entonces, discutió en cierta ocasión cómo burlar a la censura. No iban a escribir una escena en la que alguien llamase hijo de perra o cabrón a otro. "Si tuvieras madre, ladraría". Tuvieron que afinarse mucho para burlarla. Entre los dos escribieron Ninotchka. Luego cada uno fue por un lado y ninguno quiso saber nada del otro.


Wilder admiraba a Lubitsch. No había mejor director que Lubitsch. Ninguno que con más fineza mostrase cosas que no se habían visto en la pantalla de un modo más eficiente que si hubieran aparecido. No veías a un hombre en la cama con una mujer, no era algo posible en el cine de aquella época. Sin embargo, Lubitsch dejaba una horquilla en la almohada de la cama del galán o mostraba a los dos amantes, a la mañana siguiente, en el desayuno del hotel desayunando juntos. Ah cómo sorben el café, cómo devoran las tostadas (escribe el propio Wilder). El toque Lubitsch fue el patrón sobre el que el joven Wilder construyó el toque Wilder. Lo podemos ver en muchas películas. En todas (decía) intentó pensar cómo las hubiese rodado Lubitsch.


Tenía claro que los personajes, los suyos eran carne propia, debían hablar como si estuviesen al lado nuestra y no fuese cine, sino la rutina de la vida lo que acontece alrededor de esos personajes. Nadie habla como en las películas, se quejaba con frecuencia. Por eso era tan puntilloso con las historias. Porque eran lo único verdaderamente importante, que fuesen buenas y no dependiesen de otra cosa que de las palabras. Temía más al folio en blanco que al set de rodaje.


Se adora a los directores, pero se debería adorar a los guionistas. Es imposible hacer una buena película con un mal guión, solía repetir; es imposible que un director mediocre destroce completamente uno bueno, escribo de memoria, pero esas fueron más o menos sus palabras. Wilder no permitía que un actor tuviese ideas propias y cambiase una línea del texto. Su actor favorito, Jack Lemmon, podía hacer los gestos que quisiera, andar como le vinese en gana o carraspear o darle más o menos velocidad al recitado del texto en la escena, pero no debía birlarle una palabra. Eran personajes cómicos o serios, tocados por la fiebre de la tragedia o del humor, pero lúcidos, capaces de elegir, dotados de un sentido de la moralidad.


Se trataba (imagino) de no hacer nada de lo que pudiera avergonzarse en el futuro o que pudiera desentonar. En todas sus películas los actores (con las actrices, no se me pongan tan correctos) se constata esa dialéctica entre el autor y sus criaturas, que parecen contravenir la ruta del guion y escorarse aquí o allá, como si deseasen salir del destino que está más o menos marcado y por donde discurren sus vidas y contra el que batallan. En El crepúsculo de los dioses Joe Gillis o C.C. Baxter en El apartamento o Harry Hinkle en En bandeja de plata. Oscilan todos entre el bien y el mal, entre la obediencia y la disensión, un poco como cualquiera, fuera de la pantalla, en el ir y en el correr de los días, que se ocupan con películas de Billy Wilder para entenderlos mejor o para entretener el camino. Las mías son Perdición, El crepúsculo de los dioses, Días sin huella, La vida privada de Sherlock Holmes, El apartamento, Irma la Dulce, Con faldas y a lo loco, Uno, dos tres, La tentación vive arriba, Testigo de cargo, En bandeja de plata. Creo que únicamente Alfred Hitchcock, Fritz Lang, John Ford, Howard Hawks o John Huston pueden exhibir una nómina que rivalice con ésta. Se admiten discrepancias, pero a Dios lo entiende cada uno a su antojadizo capricho.

27.2.22

El tiempo ganado


Diane Arbus, Los campeones junior de baile de salón, New York, 1963

Para Francisco Machuca, que hoy me ha mandado una carta  

Hay una edad en que no se piensa en edad alguna, no se tiene conciencia de que el tiempo acabará cobrando un peaje. Se vive con la secreta ilusión de que todo serán caminos allanados de tragedia y que, más que felicidad, lo que se arrimará a nuestra existencia será la alegría, ese clamor de alas en el estómago, esa lujuria de amor al amor mismo, que es como una declaración de fe en la vida. 

58/365 Paul y Jeanne



Hay que llenar los pisos vacíos, le dice el que regresa a la que está llegando. Un piso vacío es un poema al que todavía no le han puesto ningún adjetivo. Luego los pisos se van ocupando con butacas y mesas, pero la verdadera medida de lo que de hogar hay en ellos procede de lo que pensamos cuando deseamos llenarlos. El hombre ha querido retirarse, pero no tiene el valor de matarse. Ha estado en muchos sitios y no piensa que haya ninguno al que le apetezca ir. El piso es un refugio en el que dejarse consumir, pero ella se ha cruzado. Desea que no le nombre, le pide que no desee saber nada de lo que hizo antes de conocerla. Reina la voluntad de no tener una historia. Como si fuesen personajes de una novela que uno lee y disfruta, pero que acaba olvidando, sin saber cómo se llamaba el protagonista, si tenía una madre a la que echaba de menos o una mujer a la que amó y que acabó detestando. El amor está en el aire y no nos han enseñado a respirarlo. No sabemos cómo apresarlo, con qué empeño aspirarlo y mantenerlo adentro. Se acaba escapando, terminamos por dejarlo ir y abrimos la boca para que entre otra bocanada y los pulmones reciban, en trance, el aire nuevo. Por eso el hombre la mira sin que le afecte, entra en su cuerpo sin que un clamor de alada armonía lo arrope y calme, la enjabona y la seca sin que piense en que pueda hacerlo mañana y el otro, hasta que el hábito de verse se arruine o el tiempo los fulmine. En el piso que han fundado no existe el tiempo. Está la mantequilla, el suelo duro y las ganas de encontrar alguna respuesta a todas las grandes preguntas que se han ido los dos formulando. Ella tiene el pubis hirsuto, las tetas novicias y rotundas y la cara bonita. Él es un viudo nihilista, él es un perdedor al que no le falta nunca una buena historia que contar. Historias de otros. Episodios ajenos. Se van queriendo a su manera, pero eso no lo apreciamos, podemos pensar que es una obra de teatro lo que representan. El escenario. Los distintos decorados. Las palabras yendo y viniendo. El sexo hueco y sublime, triste y metafísico. El sexo es amargo. Sabe a amargo. No es verdad todo lo que dicen sobre cómo sabe. Da igual que hayas probado cien y todos tengan un sabor distinguible. El sexo es de un amargor enorme. Las palabras también huelen a sexo. Paul le cuenta a Jeanne una novela aplazada, una trama muy dispersa, una triste y sublime también. Una historia con Dios y otra sin Dios. Paul le grita, la insulta. No suena a insulto. No se le ve blasfemo. Es un salmo obsceno. Hay rezos en los que te crispa que no se te escuche. No sé muy bien todo esto. Tengo que pulir la mística. Creo que no me acuerdo de la última vez que recé, dice Paul. De todas maneras, quizá rece a diario y no tenga conciencia de que lo haga. Días de palabras elevadas a Dios. Puto Dios, le grita bajo un puente. Paul es un feligrés desencantado, un amargado que tiene miedo a serlo de verdad a tiempo completo, sin pequeños armisticios. Jeanne no sabe lo que es y anda buscando a quien la guíe. Paul es bueno en eso, en hacer que el mundo deje de tener sentido completamente. Porque nadie le ha contado a Jeanne ninguna historia que le explique el mundo y él la ha instruido en confundirla. La muerte no está a la vista. Está el dolor, está el vacío, está la pérdida, pero la muerte no es una consideración remarcable. Siéndolo todo, es nada, es un susurro, es una clausura limpia.  Es de la pureza de lo que hablan. Son puros. No sabemos cómo, pero desprenden pureza. Jeanne tiene la vida por delante. Paul no cuenta. Nunca lo hizo.

26.2.22

57/365 Robert Johnson

 


Al diablo no se le tutea, no se le ofrece asiento en la casa, ni siquiera entra en lo prudente que intimemos con él, nombrándolo, dejándonos acariciar cuando nos pone la mano encima, abriendo mucho los ojos si se goza lo visto. Debemos desoír todo lo que nos susurra, no convienen esos regalos, al final cobran su peaje. Si existe el bien, el mal ronda cerca. Si hay Dios, no podemos dudar de que el Diablo rivalice con él, lo desautorice, gane adeptos a su causa y los agasaje como sabe. Robert Johnson fue uno de esos adeptos, un feligrés de la causa diabólica, es fama eso,  un muerto de hambre que en cierta ocasión (son leyendas, qué haríamos sin las leyendas) se apostó en un cruce de caminos de Clarksdale, en Mississippi, y pidió al Diablo que le hiciera el mejor guitarrista de blues del mundo. Te doy mi alma, alguna tendré. No hay constancia de esa petición, cómo pudiera haberla, no se levantó un acta, ni se registraron documentos gráficos. Todo es un rumor parecido a otros de los que tampoco tenemos pruebas y que, sin embargo, creemos sin más. Es la fe la que interviene, ese don maravilloso que nos atraviesa y permite ver donde otros no lo hacen y sentir donde otros no sienten. Una especie de milagro inverso. Después del canje, una vez que el buen Diablo le concedió el deseo de ser el mejor, Robert Johnson compuso y tocó 29 piezas fundamentales del género. Necesitó 2 sesiones en el hotel Gunter de San Antonio y en una habitación con una grabadora de un edificio de oficinas en Dallas entre mayo del 1936 y junio de 1937. Algunas canciones fueron grabadas varias veces por lo que contamos con 42 grabaciones conocidas. 


Sabemos poco del genio. Después de tocar en vivo, nervioso y como en trance, Robert Johnson se marchaba a toda prisa del escenario. Como una cenicienta temerosa. Quienes no están dispuestos a avivar leyendas, cuentan que lo hacía para acrecentar el misterio. No había nada más. Johnson tocaba en los precarios estudios de entonces de una manera muy peculiar. Cogía su Gibson de segunda mano y se ponía cara a la pared, sentado en una silla. No quería, al parecer, que le viesen tocar sin que tuviese público de por medio. Satanás le poseía, concluían quienes alimentaron la literatura del mito. Roto por la muerte de su hija y de su esposa, Robert Johnson se refugió en el blues. No estaba especialmente dotado para la guitarra, pero de pronto deslumbró a todos con una técnica asombrosa. Sus letras tenían (además) algo parecido a la poesía. La ganó por el mecenazgo de su segunda esposa, de recursos financieros más notables, que lo apartó del trabajo y de la tristeza y lo trató de centrarlo, haciendo de él un hombre nuevo, menos promiscuo y menos bebedor, básicamente. Casi lo consiguió. El 16 de agosto de 1.938 (probablemente, no hay tampoco certeza en esto) el diablo cobró su deuda. Robert Johnson tenía 27 años y tan sólo hacía dos que había grabado las piezas de su escasa discografía. El dueño de un club de mala muerte en el que solía tocar le envenenó afrentado por la infidelidad de su muy joven esposa con el músico negro. En el certificado de su defunción no se registra si fue un marido particularmente celoso, un whisky en pésimas condiciones o su mujer quien le aseguró seis palmos de tierra. Podemos añadir la sífilis, de la cual hay constancia documental de que la tuvo. El diablo se llama a veces estricnina. Sin él no habría rock. Así de sencillo. Eran tiempos duros y gente como Johnson inventaron el blues. Sí, ese género en el que alguien plañe a su manera y parece que ves las lágrimas caer y mojar el suelo de barro. Robert Johnson es el primero de todos los que vinieron después y escribieron las grandes páginas.

25.2.22

17 aforismos


Con qué artero oficio la fatalidad escribe su epitafio en la sangre.

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La fe es la imaginación de la ciencia. 

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En el vuelo el pájaro se desdice. Así tantea la tierra, así se precave de acrobacias temerarias. Tal que el hombre, que es un pájaro inverso. 

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La vida es no contar con entenderla. 

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Nada es más hermoso que el anhelo de la belleza.

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La bondad es la sintaxis del alma pura.

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Quien acude cuando se le llama a veces se aleja nada más llegar. 

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Los sueños son la vida que viven los demás. La nuestra protagoniza los suyos. 

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Se ama de verdad cuando no se tiene ninguna esperanza de que amar perdure.

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Cuanto más me conozco, más me desdigo. En un extremo, el silencio es la expresión más exacta de lo mío. Uno construye así lo que no es y tutela lo ya sido. 

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Dice mi ausencia de mí lo que los demás ni imaginan. 

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Qué dulce el veneno de la ignorancia, cómo nos acaricia, con qué secreto pudor nos agasaja y conduce. 

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Viajar es desentenderse de uno mismo.

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No hay mapa que observe la elocuencia de la luz o brújula que dispense de la alegría de perdernos.

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Lo evidente es a veces lo más oscuro. Lo entenebrecido se entiende sin esfuerzo. La prolijidad de lo real. 

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Dijo no haber leído jamás un poema, pero un enjambre de metáforas le ocupó la boca y las palabras le urgieron a registrar el milagro.

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Lo insólito hecho cosa cotidiana. Lo rutinario vestido con lo extraordinario.

56/365 G.K. Chesterton

 




Aristóteles, en su poética, dejó escrito que el principio de la Filosofía es la admiración. No es cosa de contradecir o enmendar la exposición del griego, pero yo añadiría que esa admiración es la que debe estar presente en nuestra existencia, en el decurso de una vida, en el trasiego de las horas, en fin, no hay que extenderse más. Se admira uno de la eclosión de la luz y de la limpia clausura de la sombra, del azul ocupando la bóveda del cielo o de la providencia de las palabras, que nos facultan para vislumbrar lo oscuro y nos hacen pacientes y minuciosos escudriñadores de la realidad. De toda la literatura posible, la de nuestra lengua y la vertida en otra,  a veces pienso que la inglesa es, en peso y en trascendencia, una debilidad mía que se acrecienta con el tiempo y me predispone a mirar todo lo británico con ojos bondadosos, con esa admiración de la que hablaba Aristóteles en su poética, con gratitud también. Porque hay que ser agradecidos a los que escribieron para que uno, las más de las veces de noche, cuando todo se apacienta y no hay ruidos ni distracciones, abra un libro y viaje en el tiempo y en la geografía y de pronto esté con el Padre Brown en una calle de Bradford, Yorkshire, que es donde G.K. Chesterton quiso hacer que anduviera, igual que Cervantes puso a su Alonso Quijano en la Mancha o García Márquez eligió Macondo (Cien años de soledad, La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, que recuerde ahora)  y allí hizo de demiurgo de sus criaturas y las dejó campar a sus anchas. Se me ocurre esto porque a mi buen Chesterton le debo una porción de toda posible felicidad que la mecánica de las palabras, al crear literatura, me arrima. Soy de Chesterton con absoluta conciencia de lo que significa declararse voraz lector suyo. No habría llegado a su obra de no haber intermediado mi buen Borges, que es, en materia de libros, un padre. 


Con Chesterton tiene uno lo que en clases de Filosofía (volvemos a ella, nunca acaba de irse, ni falta que hace) llamaban la duda apofántica, ese discurso del que no se extrae si es válido o no, si exhibe una verdad cartesiana o, caso contrario, puede refutarse sin discusión, acudiendo a la lógica más pedestre. Algunas líneas suyas valen por libros enteros de otros. Esa declaración puede aplicarse a Montaigne o a Canetti, apofánticos también, capaces de extenderse en un asunto baladí hasta alcanzar que exprese una idea trascendente, una aventura del pensamiento noble y perdurable, de la que cada uno adquiere a su antojo y alcance la suya, aunque no coincidan y hasta diverjan y logren un encontrado y festivo lugar de lícita liza. Porque Chesterton no sólo fue el literato que pergeñó historias de ficción (la ficción es una necesidad; la literatura, un lujo, eso dijo) sino que escribió incansablemente ensayos que no han dejado de tener actualidad, aunque fuesen escritos hace poco menos de un siglo. Amaba a Grecia, por lo que su discurrir tenía una honda preocupación didáctica, de filosofía llana con la que llenarlo todo. Más periodista que novelista, fue coherente hasta en los signos de puntuación, si se me permite: su prosa es de una claridad que anonada. Incluso se entrevé esa claridad cuando se entusiasma y cae en el defecto de alargarse en demasía y ofrecer, entre los pétalos de la flor más delicada, hierba impura, pequeños y casi siempre perdonables tropiezos con el mismo lenguaje, del que no era un estilista: su empresa era contar, daba más privilegios a la idea que al modo en que debía ofrecerse, con el peligro que tiene descuidar una cosa por aupar la otra, pero Chesterton salía airoso, encontraba ese punto de clarividencia tan asombrosa que, releídos párrafos suyos, no cree uno que eso pudiera haber sido rendido de ninguna otra manera. Es una literatura de la verdad, de consagrar todo el bagaje de experiencias al orgullo de la verdad. El hombre que retrata Chesterton es un héroe de la proclamación pública de esa verdad incuestionable. La literatura inglesa es una especie de deliberada construcción del alma humana de la que Gilbert Keith bebió en sus lecturas de Shakespeare o de Dickens, de Donne o de Stevenson. El campo de trabajo en el que actuaba era la completa geografía de ese alma ancestral, no la restrictiva y moralista de su tiempo, victoriano, provinciano, encorsetado, libre. Mi instinto, escribió, es el de la justicia, el de la libertad, el de la igualdad y mi empresa es defender esos altos edificios de lo humano con un empeño fiero, que no decaiga ni se ciegue por las veleidosas convenciones de la moda, que es un invento para que todo cambie, sin que cambie mucho nada. De ahí que inventara al Padre Brown: un poco por separarse del entronizado Sherlock Holmes y otro poco, no menos importante, por encarnar un arquetipo católico, exento de las trabas de los vicios que conocemos del inquilino de la calle Baker. Brown, ese cura metido en detective, hecho a separar la maravilla del raciocinio del esplendor de los milagros. 


A mí me encanta eso que dice Felipe Benítez Reyes: "A Chesterton habría que leerlo siempre con un lápiz en la mano para subrayar fulguraciones y deslumbramientos". Gilbert Keith Chesterton es, ante todo, un caudal de palabras, un escritor torrencial, una fuerza de la naturaleza (corporal y espiritualmente) de la que caben esperar tormentas y arcoíris. La razón es artículo de fe, sentención. Pues G.K.C. (abreviaré ahora) era un creyente abrumadoramente consciente de su ambas. Razón y fe le asistieron de un modo tan inquebrantable que toda su obra es una emanación de esas dos palabras: se confabulan para que ninguna triunfe del todo, las dos avanzan a tientas, un poco a ciegas a veces, hasta que se instaura el imperio de la sabiduría o el de la verdad. Lo del lápiz en la mano es recomendable siempre. Hay que estropear los libros, no dejar que parezcan desasidos de afecto, como si nadie hubiera reparado en ellos y siguieran con su cuerpo perfecto de cosa no tocada. Chesterton es de esos autores que invitan a releer, a llevar en el bolsillo del abrigo uno de sus libros y abrirlos casi por cualquier hoja y tener la seguridad de que podremos avanzar en la lectura. Como si supiéramos qué pasó antes y no hubiese costado apenas trabajo hilar la trama de ese ensayo. Lo que hace G.K.C. es susurrarnos una manera de ver el mundo. Parece que lo hace a gritos, pero es un susurro, una invitación a pensar, otra a creer. 

24.2.22

55/365 Charles Bukowski

 


Muy breve bio


Heredó cuartuchos baratos, cucarachas tristes. Siempre le dolieron los años, las horas, los minutos. Hay gente que nace para ser feliz y no admite una pequeña brizna de fatalidad. Cuando les ocupa la desgracia, no le plantan cara, no la miran de frente, sino que hacen amistad con ella y se la llevan de parranda. Luego están los libros. Fueron ellos los que no le hicieron más desgraciado. Leerlos. Escribirlos. Creo que no hay más en este punto. 


Poética


Dios se paseaba por el cuerpo de Charles Bukowski y le tatuaba frases hermosas con forma de corazón. Dios y Charles compartían cosas verdaderamente hermosas. A Dios el mundo le salió mal y a Charles (Hank en adelante) le parecía formidable esa imperfección. Esperó la muerte como todo el mundo, y tal vez la mereció antes. Sus poemas no eran exquisitos ni engolosinaban a las críticos trajeados de los suplementos culturales de los domingos. La verdad absoluta no existe. Ni la poesía absoluta. Están la cerveza, el bourbon y el sexo. El vino peleón cuenta. Como en un blues de John Lee Hooker. 


Cine negro


Noches infestadas de ratas: el infierno junto a una máquina de escribir. El whisky en la guantera del Buick. Hipódromos reventados de sonrisas de tahúr. Putas con pezones como dedales. Mujeres de edad contando el dinero en la trasera de una timba. A la resaca no le salen bien las conjugaciones y la prosa desbarra. Alguien se descerraja un tiro en la boca delante de la madre de Hank. Ha pedido que retiren al muerto. Ha escrito un poema. 


El realismo sucio


¿Cómo va a ser la realidad salvo sucia? En el fondo, no inventó nada Hank. Nadie que acuñara esa expresión reveló nada que no se tuviese ya sabido. La vida es sucia. La interviene en ocasiones un abrazo de luz, un desquicio de colores, una epifanía absoluta de los sentidos cuando el pecho se agita ahí adentro y comprendemos durante un instante que todo ha cobrado un súbito sentido. En ese milagro está la belleza. Por eso el realismo sucio no requiere el concurso de lo hermoso. Caso de que no lo acoja, perderá su apresto más inmediato: el de de la derrota, el de la cosa canalla que prospera como veneno en la sangre. Rudo, incómodo, grosero, Hank descubrió que las palabras podían hacer que zumbara su mente. Incluso eran ésas, las narrativamente más ásperas, las que producían un zumbido más intenso. He aquí al hombre comprometido con el fango, con el hambre. 


Bukowski habla con Shostakovich


Salvo el vals número dos, el que extrajo Kubrick del olvido y lo colocó en el centro del cosmos en Wide shut eyes, Shostakovich hace una música muy triste, muy hermosa, muy de celebrar el arrimo de la luz también, Hank se acerca a Shostakovich con respeto, pero termina tuteándolo. Todos tenemos una canción en el corazón, pero la tuya es muy larga, le suelta. Mis novelas son erecciones imposibles, no creas. En algunas hay valses, valses largos en los que alguien, en el giro de los cuerpos, da un traspiés porque ha bebido más de la cuenta. Hank amaba la música casi por encima de todas las cosas, salvo tal vez un plató de televisión en el que hablar de sí mismo y cobrar por ello. 


Poemas como churros



Nombra a todos sus poetas favoritos y no hay ninguno que no sufriera. Ni un solo se salva de la quema. Uno se cortó las venas (Séneca), a otro lo fusilaron (Lorca). A Céline lo acusaron de nazi. Pound fue considerado un nazi. Uno muy querido, Hemingway, se pegó un tiro. En la lista abundan los locos, los borrachos, los tristes, toda esa gente que ha encontrado en el tabaco y en el alcohol un modo de evadirse. Dios no le prestó mucha ayuda, cuenta en un poema. Creó las montañas y el mar y el fuego y cometió algunos errores: estaba colocado. Los muertos no necesitan pastillas, los pìrados no necesitan una biblia. El mundo es de los soñadores y de los grandes parias de las avenidas que cruzan las ciudades. 


El amor es un perro del infierno


En Titane, la película que vi anoche, hay un mensaje descorazonador. La protagonista es una loca de atar que lleva tatuado en el pecho Love is a dog from hell (El amor es un perro del infierno). Hay títulos de libros de Bukowski que evitan que los abras: ya sabes qué hay adentro. Una antología que anda por alguna balda ahí atrás se llama "Arder en el agua, ahogarse en el fuego". Hank tiene a veces ocurrencias de una lírica que anonada. Las lees y sientes que es posible que no salgas ileso. Hay una sensación muy primaria de desconcierto. Como un miedo. Los días son caballos salvajes por las montañas. Un diario es un cuaderno manchado de vino. Es la emoción de un mundo que no nos pertenece la que aflora con inusitada fluidez. 


"Mi ambición está limitada por mi pereza"


Lo primero que leí de Bukowski fue una entrevista en la que venía a decir que los poemas debían salir como el vómito tras una borrachera. De eso sabía más que muchos de los escritores de su época, de los de muchas épocas, tal vez todas las épocas. La lírica es la extensión tangible de una resaca. Por lo demás, Hank era un tío sensible, a pesar de esa apariencia hosca y esa lengua blasfema. Cuando una de sus mujeres le pidió el divorcio, le dijo que antes de tomar ninguna decisión pensara en su corazón. A los jóvenes a los que el amor atraviesa con sus insensata flecha, les conminaba a que viajaran al Tibet, que montaran en camello, que tiñeran de azul sus zapatos, que diesen la vuelta al mundo en una canoa de papel, que se dejaran crecer la barba, que se casaran con una mujer con una sola pierna, que se postularan para alcalde, que mataran a su perro, que plantaran tulipanes bajo la lluvia (me encanta esa imagen), pero no se les ocurriera, bajo ninguna circunstancia, por más que las ganas les pudiesen, escribir poesía. 


Viva Chinaski


Hay poemas de Hank que son telegramas. Son lapidarios. Casi aforismos. Burdos esos aforismos, salvajes algunos. "No era mi día. Ni mi semana. Ni mi mes. Ni mi año. Ni mi vida. Maldita sea." No creo que le preocupara más de la cuenta saber si sus escritos eran de un género o de otro. Las etiquetas no tienen nada que ver con el tumulto de la escritura, con la necesidad de contar. "Cuando ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, también bebes para que pase algo". Las botellas son los verbos cuando se conjugan. El humo del tabaco son los adjetivos. No hay ni un solo verbo que te emocione, ningún adjetivo escogido con el escrutinio del principio fundamental de la belleza o del conocimiento. Ni hermoso ni útil. Era un tipo viejo (siempre fue un anciano) en una habitación barata de un barrio tumultuoso con muchos bares muy cerca. Un solitario con una fotografía de Marilyn Monroe en la pared de la cocina. Un perro viejo era Hank. Un provocador. ¿Quién, si no, titula un libro suyo "La maquina de follar"? No es fácil ser irreverente. Hay que apuntalar el texto con vida: no se puede improvisar esa locura, no se puede contar de oídas, no es posible que no surja de la mancha que la vida deja cuando se la estruja y sale de ella la tosca materia de la que íntimamente está hecha. Impuro y feliz, imagino, procuró que su literatura no cayese en la ortodoxia: se recriminaría algún escrito blanco y presentable. Es el aura lo que le agita la voz con la que se manifiesta. Dijo haberse caído, como Obélix, en la olla: se empapó de alguna emanación diabólica que recorrió su sangre entera y lo perdió por completo. Antes de que se fuese definitivamente, Hank confesó que parte de esa vida suya tan desastrada, hecha crónica, no era del todo cierta. Bebió y fornicó como un loco, presumía, pero podría haber exagerado a título narrativo. Lo que no fue impostado, poco o casi nada lo fue, fue que su padre le zurrara con un cinturón tres veces a la semana, de los seis a los once años. Lo contaba en sus incontables comparecencias públicas. Hacía literatura de su dolor. Contaba las cosas como si le hubiesen ocurrido a otro. Y probablemente fue así. No porque no fuese él quien recibiera la tunda de palos o se emborrachara hasta caerse al suelo o follara como un conejo, sino porque el personaje cruzó la barrera orgánica de la persona y acabó fagocitándolo. 


Un melancólico, un tierno, un fracasado


Queda la vulgaridad, tal vez ella lo acabe definiendo con mayor eficacia que cualquier otra consideración estilística. Un poeta burdo y vulgar, un novelista zafio y pedestre. Sí, eso es cierto, pero en esa rendición del instinto hay más vida que en muchos poetas y novelistas cultos y presentables, de los que concitan el aplauso unánime, de los que venden muchos libros y reciben premios. Lo que hace Hank es, más que gustar, agredir. No es una agresión que se tome de primera mano, sin avisar antes, sin pedir permiso. Es uno el que se invita a su fiesta privada, quien se declara la misma chusma advenediza que él, aunque sea el rato sucinto de la lectura. Es  un hocicar en el agua que nos refleja y comprobar que está destilada. Más que la escoria de la literatura, Bukowski es su reverso agotado, el producto de una sociedad dura, la lágrima que se ha resuelto insolente y va camino arriba, de vuelta al ojo, para no evidenciar su tristeza inconsolable. Una lágrima llora, pues sí. 

23.2.22

54/365 Tintín

 


!Defiéndenos, Tintín, que nos atacan!

(Luis Alberto de Cuenca)

Lo que fascina de Tintín es que está a salvo de la realidad, no le incumbe, no tiene nada que cuestionarse cuando ella vira al absurdo (suele pasar, está pasando) o cuando esa realidad se pone levantisca o abiertamente caótica (es el caso casi siempre). Tintín sigue a lo suyo, sin flaquear, entregado a su causa quijotesca, la de ejercer de caballero andante, si se mira bien, con su Milú a modo de Rocinante y su Haddock ejerciendo de Sancho Panza. Téngase en cuenta que el capitán era alcohólico contumaz y fumador empedernido, lo cual hace que su figura no sea precisamente ejemplar. Por apetencia moral, me apetece elegir al buen capitán, quizá por eso, por su inclinación indisimulada a ciertos apetitos que en estos tiempos están en franca reprobación, como si uno no pudiera ingerir todo lo que le viniese en gana, siempre que tenga sus tasas fiscales, claro.

Acudí tarde a la tintinofilia. Me echó un poco atrás el tipo de dibujo, esa abundancia de trazos limpios, de viñetas pequeñas y compactadas que se suceden sin que exista una distracción distinta a la de continuar avanzando, intrépidamente tal vez, como el propio Tintín, sin desfallecer hasta el logro de la meta. Tardé poco en hacerme a esas hechuras estilísticas, que ahora adoro. La tardanza no hizo mella en el entusiasmo: Tintín es algo familiar, a lo que se acude de vez en cuando (hubo una época en que revisé todos los cómics, uno tras otro, vorazmente, sin descanso)  y se rememora, de lo que uno sabe suyo, en propiedad permanente. Uno se apropia del espíritu aventurero de Tintín. En esa propiedad viajo a la luna, recorro las selvas más recónditas de América del Sur o me adentro en los pasadizos de las pirámides en Egipto. Luego están los quisquillosos, los que le buscan tres pies al gato, sin ver si el gato es hermoso o si se deja tocar y hasta se aquerencia su presencia, pidiendo que tarde en dejarnos; todos esos que sólo ven su poco afecto al comunismo o sus pequeñas referencias antisemitas. Me da igual que Hergé, el belga más famoso que conozco, se inclinara a dibujar a su personaje con esos ribetes conflictivos. Qué más da. Cuando lo leí por primera vez, en ese instante epifánico, no sentí nada más que gratitud y deslumbramiento. Quizá haya que pensar menos cuando el placer entra de un modo tan sincero, frase por la que probablemente reciba la desaprobación de los militantes de lo pulcro, gente que censura que en las películas alguien beba sin consideración, gente que quema ejemplares de Tintín o de Astérix en enormes pilas funerarias en la tosca creencia de que contienen estereotipos negativos de algunas etnias o porque la mujer no tiene el mismo peso en los diálogos que el hombre (de hecho sólo aparece como personaje fijo la cantante Bianca Castafiore, muy cómica ella) o porque la inclusividad no está garantizada en ninguna de ellas, argumentos peregrinos y desajustados a la creación pura y que, a la larga, harán más mal que bien y lograrán que nos enfrentemos de nuevo (ya lo estaremos haciendo) por motivos en apariencia ya ampliamente superados. Como si estuviese prohibido inventar un personaje misógino. Tintín en su Syldavia mítica vive tiempos difíciles. Las amables hazañas de este crío intrépido que Georges Remi (Hergé) creó son patrimonio de la humanidad. Bueno, tal vez no de toda ella, no podemos democratizar el talento y pensar que cualquiera con una sensibilidad mínima podrá disfrutar de un cómic en el que un muchacho serio, demasiado formal para su edad, un poco asexuado y resuelto en meter el dedo en el ojo de quien se le cruce en su camino gana a medida que pasa el tiempo. Los que hemos buscado el tesoro de Rackham el Rojo o hemos estado en la luna sabemos qué gozo tan intenso es viajar con un libro en las manos. Los de Tintín nos defienden de la mediocridad de la realidad, que se obstina en ponernos calles y horarios, escaparates y despertadores, cuando lo que de verdad queremos es recorrer el mundo, hacer como el buen Alonso Quijano y deshacer entuertos por el a veces inconfesable placer de proceder con rectitud. Tintín defiende al débil, qué otra cosa hace un héroe. Él es débil en ocasiones, todos los héroes lo son. Lo salva Milú, su inseparable fox terrier blanco. En el improbable caso de que el azar (no será otra cosa) me regale un perro, lo llamaré Milú. Nunca sería un reportero adolescente, si ese osado azar me pusiera en bandeja las aventuras y los conflictos. Rehusaría, haría que otro lo hiciese, pero qué gusto perderse en las páginas de un tomo de Tintín, qué sencilla manera de seguir siendo un niño. 



22.2.22

53/365 Fernando Fernán-Gómez

 



Dijo retirarse del teatro porque le molestaban los espectadores. En realidad yo creo que actuaba para si mismo, se daba esa satisfacción a la que, por gajes del oficio, acarreaba la presencia del público. Era sincero y era también adusto. Tenía la virtud de no tener doblez, cosa que en su trabajo suele darse con abundancia. No era simpática, no quiso salir. Se puede tener esa voluntad, la de no despertar simpatías. Lo difícil es no despertarlas. Fernando Fernán-Gómez fue un señor peculiar al que le debemos admiración, da lo mismo que en privado, cuando firmaba libros en las ferias (también escribía y muy bien, por cierto) o era saludado con afecto por quienes apreciaban sus interpretaciones, fuese un rancio, un malhumorado, un huraño, un arisco, todas esas cosas y, probablemente, todas juntas sin que ninguna moleste a otra. Tuvo que ser un donjuán de corte intelectual, de los que se ganan el favor de la féminas por la locuacidad y el atrevimiento lingüístico. Era fama verlo con mujeres de buen ver (es expresión suya) en fiestas y similares, todas alrededor suya, como si fuese el mismísimo George Clooney vendiendo café. No pudiendo ser Clark, se dejó llevar por las caricias del teatro y acabó metido en faena. De ellas alguna vez refirió que las preferías atractivas, no excesivamente cultas. Una demasiado culta le podría venir para que le diese clases de Filosofía Medieval, no mucho más, añadió. Llegó a decir que no deseó ser actor por un afán puro y noble, al modo en que otros anhelan dedicarse a ese oficio tan duro y tan hermoso. Era un hombre ensimismado de sí mismo, tierno en lo que uno va conociendo, en lo leído, capaz de no hablar por no molestar y, a la reversa, capaz de encarnizar el verbo y ponerlo al servicio de la razón, cuando no de la ironía y de la chanza, todo servido con una capacidad para el contar asombrosa, que no le faltaba tampoco en la vida diaria, en el ir y en el venir por los platós televisivos o en las entrevistas, no pocas, a las que se prestó. Fue cabal en lo suyo, estricto. Habiendo pasado tanta calamidad, él las contaba con una mezcla de estremecimiento y de jocosidad, no podía ir a medias por las cosas, debía entregarse enteramente, dejar huella, como quien dice. Lo hizo sobradamente. Cómico a ratos, trágico los demás, hizo cientos de películas o de obras de teatro, escribió con ardor la parte que los demás no le escribían nunca. Ya se sabe, hay algunos que escriben que lo hacen para compensar las tramas que no encuentran en los libros de los otros escritores. Recuerdo ahora El viaje a ninguna parte, El mundo sigue, La extraña pareja, El abuelo, Belle Epoque, Esa pareja feliz, El mundo por delante. Uno recuerda la voz de todos los personajes a los que di vida. La oye de vez en cuando. Sin que se la invite. Hacen pensar en que llevaba razón Fernando cuando comprendió (ay) que el cine había derrotado al teatro o que los jóvenes y su liberal ansia de cosa nueva y rápida (parece que le estoy escuchando) han derrotado a los viejos y su gris querencia de cosa antigua. 


Hijo de cómica, Fernando Fernán-Gómez tenía cara de cómico y gesto de gárgola, lo cual es una manera de decir que era un actor para casi cada ocasión, pudiendo ser amable con colmo o desabrido y áspero con mayor audacia, si cabe. Eran conocidas sus impetuosas formas cuando algo que le sucediera no cuadrara con su consideración, la que él había hecho y de la que se había ilusionado. Como defecto, decía, era también irónico, tendencia que se daba en él de antiguo, dado a proyectarse en los amigos y tenerlos en casa para que beban o charlen y no se quieran ir a la suya. Recuerdo un programa de televisión, como de entrevistas o algo así, en la que se me hace la idea de que el actor hacía precisamente eso: traer a un improvisado salón familiar del plató a gente del mundillo y departía con whiskies y humo (es posible que invente lo del humo) los asuntos del vivir. Se le debe respeto a este hombre de voz y sabidurías profundas. Hizo por nosotros lo que no se le exigía: acompañarnos tanto tiempo, poner diálogos e imágenes a un tiempo (amarillo, como el suyo, como el de Miguel Hernández, comido por los años como una fotografía) que anduvimos juntos, aunque él no tuviera noticia de que venía con nosotros. Este hijo de cómica, su madre lo parió en Perú y registró en Buenos Aires, con ocasión de una obra que andaba representando, tuvo lo que muchos: una abuela tierna de la que ha dejado registro de variadas formas, todas amorosas. Fue la que le informó a las claras de quién era: hijo natural, o sea, de madre soltera. De chico quiso ser un señorito rico, pero luego ganó (cuenta él) la idea de que en la guerra gana la injusticia y entonces se apaña uno con ser pobre. Nunca buscó enriquecerse, pero cómo hacer ascos al bienestar. A lo que no puso trabas fue a trabajar. Más de doscientas películas, quién sabrá cuántas obras de teatro. El trabajo es un castigo que Dios impuso, lo dicen la Biblia y Fernando Fernán-Gómez: "los cristianos sabemos que lo impuso Dios y que no lo ha levantado". Toda la altura dramática de esa certeza quedaba en juego más tarde. El actor, el autor, el creador Fernando Fernán-Gómez fabulaba con la posibilidad de que la vida le colmase de inquietudes, que no cesasen nunca y lo tuviera en el escenario hasta que el cuerpo dijera basta. También con la de saber lidiar las penurias. Se obcecaba en dar de sí siempre el máximo, daba igual quién le arrimara el sueldo o qué público se sentase a aplaudirle o a pitarle. Cosas de los del teatro. Recibió en vida todos los grandes honores del oficio: premios nacionales de cinematografía o de teatro, Oso de Honor en el Festival Internacional de Cine de Berlín a toda su carrera o Medalla de Oro de la Academia de aquí, la suya, pero me da que lo que de verdad ansiaba era borrarlo todo y comenzar de nuevo, no por algún tipo de extraño desvarío o porque deseara alargar todavía más su vivida existencia, sino por pura nostalgia, por esa melancolía de quien ha dado la piel en algo y tiene piel aún por dar. Por volver a hacer esas películas tan malas que a veces hizo o por escribir esos libros magníficos que salían entre rodaje y rodaje o entre bolo y bolo por esos teatros de España. Lo de que le molestaban los espectadores era otra de esas salidas de tono suyas. Por incordiar, por hacerse notar, pero falsas en su totalidad. 

21.2.22

Un niño


 
 Dicen de mí que era obediente y disciplinado, salvo que se me metiera entre ceja y ceja alguna travesura, cosa que no despertaba el entusiasmo ajeno y socavaba mi  resuelta imagen de cándida bondad y agrado. Entonces adquiría el arrojo que otros difícilmente me atribuían, vista mi templanza y apreciada mesura, y acometía con heroicidad el desempeño de esa empresa. Cada tropelía que se me ocurría rivalizaba con la anterior en atrevimiento, a decir de mi abuela, que casi siempre las consentía, incluso jaleaba, entre divertida y escandalizada, envalentonado yo y preocupada ella. La adversidad era terreno favorable, aunque saliese de él magullado y, después en casa, duramente reprendido. No tener hermanos hizo que esmerara las distracciones y me inclinara a ocupar el tiempo con pequeñas incursiones en el maravilloso reino de la imaginación. que es un terreno más favorable aún que la adversidad y no daba tantos quebraderos de cabeza más tarde. Es ella el tesoro del pobre, el don del solitario. La imaginación era un privilegio doméstico, de poco ruido, que servía para casi todo. He ahí al niño con miedo a verse en el espejo y descubrir que no tiene a nadie más con quien emprender las aventuras  previsibles, las de la mente ociosa que desea, más que ninguna otra cosa, jugar. Eso refieren los que todavía pueden contar algo de aquel tiempo del que yo no tengo propiedad alguna, por lo que confío sin chistar en el relato de esa vida mía tenida ahora en penumbra, sin asiento fiable ni recuerdo que prospere y no se pervierta ni difumine. Traen, si les pregunto o incluso sin entrar yo en que se explayen, episodios de esa época borrosa, si no invisible, en la que ansiaba, más que nada, tener con quien hablar, también quien me hablara. No sabe uno si al cabo de los años prosigue ese anhelo todavía: el de escuchar y de que se nos escuche y, arrimada a esa idea, cunde la de escribir y la de leer, que es una forma privada de hablar y de escuchar, de contar y de saber, que es el fin que lo cruza todo. 

Fueron los años de salir los sábados a jugar a la Plaza Zaragoza y contar con hermosa avaricia las canicas o las estampas en el bolsillo o darle patadas locamente a un balón hasta hacer perder la tersura de las zapatillas de deporte. Contrariaba que lloviese, pero nos afincábamos en un portal y contábamos los planes para el sábado siguiente. Importaba jugar más que el juego elegido, que solía ser casi siempre reemplazado a última hora por alguno recién aprendido o improvisado para la ocasión. De ese tiempo tengo un borroso recuerdo, pero hay escenas que no han sido escamoteadas y perduran con una nitidez a la que no alcanzan acontecimientos que irrumpen después, quién sabe si con más entera efervescencia. Tiene uno de esos años la impresión de que no le pertenecen del todo: se difuminan, adquieren ese afantasmado carácter de cosa vivida y arrebatada, de cuerpo tocado y súbitamente suprimido de la realidad. Yo era John Wayne en 1970, sin saber quién era John Wayne. Era Peter Parker, era con todo seguridad alguien con la suficiente inocencia como para no pensar en otra cosa que no fuese salir los sábados a la Plaza Zaragoza y fundar el universo con un trompo y un par de amigos con los que fatigar las calles en busca de peligros. Del pasado (lo habré dicho alguna vez) tenemos siempre a mano un relato épico, fantástico, adornado de escaramuzas en la oscuridad. Se tiene la impresión de que durará para siempre esa festividad, aunque el ayer leve no cuaja como ansía uno y trae un mañana tangible. Qué habrá de mí ahora del yo de entonces, me pregunto. 

Llega más tarde el tiempo en que no me consuelan las frívolas ocurrencias de antaño (escribí en un poema, que ahora aligero y alargo, según cuente acortar o extenderse) y, abrazada más de la mitad de la vida, pienso en cómo ocupar la que reste. Pensé que en nada fui mejor que en traer dos hijos al mundo. No creyendo en santos, no es eso cosa que me cause inquietud, tampoco tengo el ánimo de creer en pecadores. Trasiego de unos a otros sin mayor esfuerzo, sin quedarme en un lado ni en otro, como un convidado alegre. Hay certezas que me confortan: les doy casa, las abrazo y cuido. Al amor fui de pedirle mucho y no me negó nada, he de decir: tuve a la mujer que quise y ella, habría que preguntarle, me tuvo a mí. Mis padres me criaron como un niño feliz, eso les debo. Me educaron para que apreciara la parte buena de las cosas y conviniera lo innecesario de que observara las malas. Tengo buenos amigos con los que cuento siempre. No son muchos, pero tampoco se precisa que abunden. He distraído el camino con algunos pequeños vicios. Uno de ellos es escribir, no sé ahora si puedo atribuirle un tamaño menor, pero no cuenta eso ahora. Me cuento el mundo con lo que escribo, por ver si cuadro las cuentas y entiendo la trama. No lo he hecho aún, si me permiten la confidencia. No creo haberme aburrido nunca y no me visitó con frecuencia la tristeza. Leo poesía y la escribo a tientas y con más que discutible oficio. Creo, como mi amado Borges, Dios me perdone el atrevimiento, que habré dejado algún verso perdurable. Le cuento a mi mujer que debo descuidarme menos, pero me conoce y hace bien en no creerme. Sabe que hay cosas en las que no soy de fiar. Trasnocho cuando puedo entre novelas de intriga y cine negro de la RKO. Escucho jazz de los cincuenta y blues del delta. No observo dieta, aunque debiera, y, en ocasiones, no caigo en tomarme las pastillas, que el buen doctor me recetó cuando me vio por dentro. Va uno así pisando la dudosa luz del día, como dijo el poeta. Están los días con su fuego a la vista. La noche con su misterio dentro. Declaro mi amor completo por las palabras. Las que decimos, las que no. Por eso escribo cada noche antes de conciliar el bendito sueño. Por dejar registro de algo o para que no me invadan el corazón las algas. Escribo por si esta noche decido no volver a hacerlo nunca. Escribo para que me amen. Al final, todo queda en eso, en ese acto íntimo de amor. A lo que hemos venido a este mundo es a amar y a que nos amen. No hay más que contar. No se me ocurre nada. Ni este selfie contará para que algo se aclare.


52/365 Virginia Woolf

 



Antes de meterse unas cuantas piedras en los bolsillos de su abrigo y tirarse al río y antes de que ella y Leonard, su marido, ensayasen el suicido con gas en el garaje de casa,Virginia Woolf, una dama escocesa de aspecto enclenque, anoréxica una buena parte de su vida y profundamente sensible, se dedicó a escribir. Lo hizo con exquisita prudencia, a pesar de la locura que la poseía. Juntó unas palabras con otras, anticipo de las piedras; dejó que fluyeran en su cabeza, las transcribió con esmero infinito y procuró que toda la extrema sensibilidad de su alma se volcase en la página en blanco y luego trágicamente en el postrero río. Muchas páginas que arrebatar al blanco perfecto, mucho que decir. Quizá esa exigencia, la de la pureza, la de la belleza, la de la sensibilidad, fue la que determinó que una tarde de primavera conviniese que no había nada que la atara a la vida, ni siquiera un matrimonio feliz o una exitosa carrera literaria. 


Su refinamiento vital hizo de ella una mujer triste. La suya fue una tristeza creativa. Ojalá todas lo fuesen. En cierto modo escribió para ser honesta consigo misma. Es probable que todos los escritores deseen sincerarse, manifestar sin ambages ni retórica las pasiones que los ocupan, pero la escritora Woolf llegó esa convicción a la máxima expresión y entregó novelas difíciles (lo son, a mí me lo parecen) en las que expresaba el estrago de la enfermedad: era bipolar, era depresiva, era frágil. Nada hay tosco ni grosero en sus historia: todas avanzan con una limpieza moral impecable, aunque todas (unas con más encono que otras) se enreden en la parte menos amable de la existencia, en el dolor que produce vivir. 


No es fácil empezar a leer a Virginia Woolf y, al tiempo, una vez que se deja uno (leer es un acto de rendición), las historias fluyen como si no hubiese otro modo de contarlas. Lo mejor son sus personajes (la señora Ramsey, la señora Dalloway, trasuntos suyos) y la manera en que todas se conjuran para que exista una sola voz, una manera única de que la trama se extienda y concluya. Fue, además, sin pretenderlo, una precursora. No como Jane Austen, antecesora válida, sino más comercialmente, con mayor ímpetu. De ella, de Austen, Virginia Woolf opinaba que escribía para personas mayores y con voz de mujer o que no tenía sentimientos religiosos o aprecio por la cultura, expresada en libros de los que aprender. Ella, bien al contrario, amaba los libros, todo lo que pudiera informarle de un mundo más allá del suyo, un mundo incluso contrario. Virginia escribía para cualquiera y su espíritu era más hombruno, en el sentido de reclamar una posición viril, enfrentada a la tradición de la mujer, centrada en la casa, ocupada en sus labores domésticos, poco o nada instruida en los asuntos ejercidos por los varones; su literatura no se recluía en la feminidad, sino que partía de ella para contar conflictos universales, con independencia del sexo de quienes los padecían. 


No es sentimental, no es tierna, no se preocupa de que el amor triunfe, le importa escasamente que la desgracia campe a sus anchas y progrese a su antojo. Donde Jane Austen era romántica y poco prolija en la rendición de la belleza de la naturaleza, sin afecto visible por la vida que sucedía extramuros, por decirlo muy brusca y secamente, Virginia Woolf era dura, sensible (ya lo hemos dicho, sensible hasta no poder soportar tanta sensiblidad), emprendedora (montó una editorial con su marido, Leonard Woolf, y publicó a Freud en la encorsetada y severa sociedad británica de principios de siglo) y, sobre todo, consciente del don que poseía, el de la escritura, ese instrumento de indagación en la realidad, capaz de curar o de herir, pero vital, humana y vital.


Cuando veo en mi colegio la cara de Virginia Woolf, tomada como icono de mujer relevante, ejemplar en su trabajo de construcción de un mundo mejor, donde la identidad de lo femenino no precise postularse a diario, ejerciendo activamente su rol combativo, pienso en la cantidad de mujeres que no han logrado hacer ver su condición auténtica (la de la música, la de la literatura o la de cualquier otra disciplina de lo político, de lo social o de lo artístico ) por la falta de oportunidades, por la reclusión en su ámbito privado, por la ausencia a veces completa de justicia aplicada a su causa y al desempeño libre y feliz de su existencia como seres humanos. 


Qué dolor tan enorme habría sido ser Virginia Woolf, a pesar de las piedras en los bolsillos de su abrigo, habiendo sido censurada, confinada, convertida en cualquier otra cosa excepto en la que de verdad quiso ser, Pienso en lo duro que es la adquisición de esa igualdad social, en las trabas antiguas que todavía hay que echar abajo y en las modernas que reemplazan a las otras, en una inercia cruel, escenificada en todas esas mujeres contra las que sus parejas ejercen una violencia visible o tapada, dramática hasta decir basta, incomprensible a poco que se piense. No fue Virginia Woolf una mujer de su tiempo: fue de éste, al menos de los tiempos actuales, en los que empiezan a implementarse mecanismos que regulen la presencia de la mujer en la misma medida que existe sensiblemente la presencia del hombre. Veo a Virginia Woolf junto con otras mujeres de parecida reciedumbre reivindicativa (ahí está la propia Jane Austen, Frida Kahlo, Valentina Tereshkova, la Madre Teresa de Calcuta o Coco Chanel) y pienso en si hará falta llenar los pasillos de las escuelas durante muchos más años con dibujos de sus perfiles o con frases relevantes que dijeron. También en la usurpación que el papel del activismo social hace del oficio que ejercieron y por el que brillaron.


Habrá quien no lea a Virginia Woolf, a Jane Austen o cualquier otra autora sin separar ese matiz feminista, esa resolución que tomaron o que les obligaron a tomar en la que importaba mucho más abrirse camino como mujer (y así abrir camino a otras mujeres) que abrirse camino en el ámbito artístico, las más de las veces fue artístico, al que consagraron su vida. Suele uno informarse de la vida privada de los escritores e incorporarla a lo que le escriben. No es buena costumbre, no hace bien que la realidad emborrone la ficción. Habrá quien sólo lea entre líneas y no hurgue adentro, no sepa que Virginia Woolf fue una novelista fantástica, que escribía desde una voz interior, caótica a veces, una voz que reclamaba un lector cómplice, comprometido, capaz de sacar de Las olas (la primera que leí, la que me sigue gustando más) una historia que apenas se adivina, como si no tuviera entidad, pero que transcurre sin descanso en las seis voces (tres hombres, tres mujeres) que la protagonizan. También fue una mujer enferma, lírica y enferma. Le aquejaron mil dolores pequeños, todos terribles a su manera, a los que concedió la mayor de las atenciones. Convivió con ellos, padeció con ellos, murió (se quiso morir) con ellos. No puede uno evitar pensar el modo extraordinario en el que el padecimiento de un artista lo hace convertirse de manera efectiva y militante en artista. Que muchos de ellos no pueden (no pudieron, no podrán) soportar el peso de esa responsabilidad y el de muchas otras y deciden quitarse de en medio, dejar que la vida vaya por otro lado, no por el suyo. Vivir es una responsabilidad continua, una aventura laboriosa y complicada. Ojalá escribir o leer haga que la entendamos mejor.


La literatura de Virginia Woolf me ha producido siempre una sensación de cosa conocida, de imágenes que he visto y de las que dispongo cuando no tengo a mano el texto. Habla de mí cuando no soy yo del que cuentan algo. Soy yo todas las veces. Es un espejo la novela. Vemos cosas que no deberíamos ver, oímos diálogos que resultan comprometedores. Escribe como una mujer debe escribir, lo cual hace pensar que un hombre no podría ser Virginia Woolf y sentir lo que ella para que su escritura resplandezca, alcance ese grado de intimidad en la que la vida sucede con asombrosa cercanía, pero no hay género cuando se la lee, no existe esa obligación del sexo. Si ella se enfrentó a la rígida moralidad de su época (victoriana y provinciana, de hombres y de pecados) fue para que otras mujeres se abrieran paso. No tendrían una habitación propia para sentirse hospitalarias con ellas mismas o para que la literatura fluyese desconsideradamente, sin la brida de un mundo siempre difícil, más todavía para quien no está (eran otros tiempos) en ninguna previsión de autores, salvo que seas extremadamente buena o tengas un amigo (un esposo, el suyo, en este caso) que posea una editorial y, antes de que lo fuese, Julia Duckworth, su madre, miembro de una prestigiosa familia de editores. Todo fácil para ella, sí, pero tenía que demostrar el talento, debía escribir Las olas o La señora Dalloway o Fin de viaje o Una habitación propia. Así que el señor Woolf y la señora Woolf montan Hogarth Press, donde T. S. Eliot, en 1923, por cierto, publica La tierra baldía, que viene a ser el poema antológico, no hay otro. "Abril es el mes más cruel"...

20.2.22

51/365 Walt Whitman

 




“Soy poeta del Cuerpo y soy poeta del Alma”

W.W.

A ojos de Dios, Bach es su músico y Whitman, su poeta. De Whitman se dice lo que yo no he alcanzado a entender del todo, por más que me haya esforzado o por sentida que haya sido la lectura de su obra: que era la voz de América, el poeta del pueblo, el coleccionista de esplendorosas imágenes. Es cierto que lo leí en época de lecturas primerizas, tal vez mal, sin el bagaje posterior, cuando todo deslumbra mucho o se rechaza mucho, en esa edad (la universitaria, en este caso) en la que hay autores de cabecera (algunos, muy selectos) y no existe nada más. Se prefiere releer un mes entero Hojas de hierba que leer otra cosa. Sé, por esas lecturas, que Walt Whitman era un poeta diferente a cualquier otra que yo hubiese conocido. Aún hoy, todos esos años más tarde, sigo pensando que es único, no hay ninguno que se le parezca, ningún otro escribe con esa convicción, como si todo lo que creó saliese de una parte suya que ni le pertenecía, como si todo hubiese sido dictado (el numen debe ser eso) y él se encomendara el oficio de transcribirlo y no modificar en demasía el mensaje. Como un dios de cana barba luenga y ojos profundos, nada que no hayamos visto en la iconografía disponible. 


Walt Whitman no invita a que se lo relea con frecuencia, habrá quien felizmente discrepe. No lo hacía un amigo, entusiasta, por otra parte. Mi alegría al releerlo, me confió, no invita a que se alargue o a que se la frecuente. Es tan solo ese amigo antiguo al que ves en la calle y saludas con afecto, con breve entusiasmo, con el que has tenido aventuras y has vivido tristezas, pero que no está ya entre los asiduos, sin saber bien qué animó esa amable distancia. No agregó razones mayores; no se las pedí. No llego yo a ese punto de hartazgo suyo: él debe haberlo leído con mayor apasionamiento, habrá llegado más adentro. En lo que yo entiendo, Whitman es un poeta deslumbrante, pero lo es a trozos, no conviene atiborrarse, puede producir hartazgo su ingesta. Cada vez que regreso, en todas esas veces en que cojo alguno de los tomos de su Poesía Completa (edición bilingüe, como debe ser) siento que me habla a mí, me hace escuchar al modo en que uno escucha a quien te concede el depósito de una confesión, aunque todo lo que entrega (esa voluntad panteísta, de gozo con la tierra, de amor casi cósmico) acabe por producirte una sensación muy parecida al cansancio. No es que Whitman canse, adoro a Whitman: lo que hace es llenarte, crea expectativas que se cumplen de inmediato, logra que la naturaleza tenga una voz y tú puedas sentir lo que dice. En ese sentido, el poeta profetiza la eclosión pura de la democracia, que había sido alumbrada por los griegos y que nunca tuvo una más entusiasta bandera. Se me ocurre el Canto General de Pablo Neruda, que deslumbra muchísimo cuando se descubre por primera vez y luego (cosas de Neruda) decae en lecturas posteriores, como si sólo quedara el fogonazo y no la misma esencia del fuego. De Neruda no dijo nadie que escribiera la biografía de todo el mundo: son palabras de Gertrude Stein, que amaba a Walt Whitman. 


Whitman es el poeta del hombre ordinario, el común y el mortal, el que se obstina incesantemente por procurar estar en paz, en la dulce calma del trabajo hecho y del sueño merecido, el que es invitado por la naturaleza (por los ríos, por las montañas, por los árboles, por la lluvia) a vivir en ella y estar en comunión con ella. Es el de Whitman un mundo que vibra, en continuo anhelo de deseo, sin las trabas de lo urbano, limpio del vértigo del capitalismo. Él mismo se cantaba y se celebraba, festejaba su presencia en el mundo, apreciaba como casi ningún otro poeta (tal vez Homero) el fluir épico del tiempo, la sensación de que todo lo que ocurre es un milagro, un continuo y reverberante milagro que transcurre delante nuestro y del que hay que tomar registro. Esa es la función del poeta, la de Whitman: tomar nota, enumerar los prodigios. Lo hace cabalmente, sin receso. Es agotadora a veces ese vicio. Whitman enumera como luego, por ser su traductor, por influencia suya, imagino, hará Borges. Las listas de elementos de Whitman son ricas y explican el mundo sin que falte nada, como un Aleph doméstico y sencillo (ahí volvemos a Borges de nuevo) que sirviera de mirador y al que nos apostáramos para no perder detalle de nada. Aflora entonces la ingenuidad, la cadencia tímida, aunque valiente, en la que lo revelado por la poesía presagia lo revelado por la vida misma, también ingenua, también tímida, y valiente. Una vida que se puede narrar en los campos, en las tabernas, en el optimismo de la voz cuando se sabe escuchada y canta. Porque Whitman es un cantor de la palabra. Puede que hasta se le escuche declamarla, si uno apresta el oído al runrún interno, a ese ritmo privado, que no lo da la novela, a la que él renunció, y sí, con plenitud, el verso, que es un aliento de la inconmensurable inspiración del cosmos, podría haber dicho él, permitidme el atrevimiento. 


Conocí a Whitman por Lorca, a mediados de los ochenta, en la época novicia en asuntos de letras, cuando abres muchos los ojos, cuando llegaron en tromba todos los poetas y todos los novelistas, sin que uno pudiera hacer nada para evitar esa irrupción mágica. La oda que Lorca le compuso, la del Poeta en Nueva York, me hizo buscar con verdadero deseo alguna obra suya. Compré Hojas de hierba en una edición barata, de segunda mano, en una librería de viejo en Córdoba. Recuerdo esa primera lectura con nitidez. La primera fue en el camino de vuelta a casa, leyendo a saltos, versos de aquí y de allá. Me fascinó la posibilidad de poder leer sin que hubiese un relato, sólo por el placer de escuchar la música de las palabras, todas esas imágenes poderosas que Whitman exponía en su poética. Al saber más tarde que Whitman tardó cuarenta años en terminar de corregirlo, en darle una clausura tras decenas de ediciones publicadas a las que él añadía o censuraba algo, sentí que mi dedicación era indigna. Pobre e indigna. Como si alguien construye una catedral y uno la mira al pasar, sin apreciar la hechura de la piedra, la soberbia rotundidad de sus líneas. Ayer noche volví a leer de esa manera, a saltos. Un bocado aquí, otro allá. Poemas enteros y partes de otros, como si me urgiera la prisa, que era lo último que hubiese deseado el tranquilo Whitman. No sé qué sueños produjeron sus notas festivas, sus colores, su adánica manera de asentar un paisaje y dejar que la luz lo ocupe y los pájaros trencen en el aire puro su epifanía de acrobacias. Porque Whitman es un topógrafo absoluto. Nada se escapa a su ojo, todo es incumbencia suya. Todos esos personajes interpuestos en Hojas de hierba cuentan un trozo de la historia: la del hombre cercano al hombre, la del hombre abrazado a Dios. El poeta Whitman, todos los demás poetas, a decir suyo, son así voceros de la divinidad. Y Dios no es barroco, ni se manifiesta con una sintaxis complicada, por lo que el poeta Whitman escribe con deslumbrante sencillez: matrimonia la palabra con la naturaleza, hace que el río fluya con las palabras, intima con el eco de la lluvia el rumor de las palabras. Tendré que volver al poeta de nuevo, sentir el arrimo litúrgico de los versos, pensar que es un regalo lo que se me cuenta, que ese hombre barbudo y un poco mesiánico (daría miedo topárselo en una reunión de escritores laureados) tenía el recado de contar el mundo. Que ninguno otro había recibido ese encargo inagotable. Whitman es el poeta de lo feliz, el que nos cuenta algo que habíamos pasado por alto y que, de pronto, al reconocerlo, al darle sentido, nos conmueve, nos hace sentir hasta mejores, más íntegros, más heroicos. Hay una heroicidad civil en la literatura de Whitman, un deseo por hacer el bien y por esconderse después de hacerlo, por no molestar, por no dejar caer la idea de que se anhela algún tipo de reconocimiento. La fe, la jubilosa fe, no precisa público. Sólo que alguien sienta, padezca, vibre, ocupe en su pecho la entera extensión de la felicidad. Esa es la magia de la poesía. Da igual que uno regrese a ella de tanto en tanto y resuelva aplazarla, dejar que te abrace o te conmocione más adelante. A veces es ése el propósito: mirar en silencio perfecto las estrellas en el aire húmedo de la noche, se le oye recitar. 





19.2.22

50/365 Norma Desmond

 


1. "Sigue siendo maravillosa, ¿ verdad ? !Y sin diálogos! "


La historia de Sunset Boulevard está narrada por un muerto al que vemos nada más hilarse la trama flotando en una piscina historiada de una mansión de Hollywood.  El muerto se llama Joe Gillis (William Holden) y es la voz en off del escritor de segunda fila, comido por las deudas, que se refugia accidentalmente en la mansión de Norma Desmond (Gloria Swanson), una diva del cine mudo, enajenada, alimentada por la nostalgia y psicótica en su decadente soledad. 


Sunset Boulevard, aquí El crepúsculo de los dioses, es un tesoro para el devoto coleccionista de imágenes del Séptimo Arte. A Scarlett O'Hara de Lo que el viento se llevó jurando con una puñado de tierra en la mano alzada, contra el ocre horizonte, jurando que no volverá a pasar hambre o al Rick de Casablanca con el inspector francés consintiendo el principio de una gran amistad mientras un avión parte en la niebla, sumamos a Norma Desmond bajando la escalinata de su imponente casa para ser detenida por la policía entre flashes y focos. Como una diva en un festival de cine. Antes hemos visto un travelling antológico: una caravana de coches de policía que se acerca a la mansión con esa voz en off relatando: "Sí, esto es Sunset Boulevard, Los Ángeles, California. Son alrededor de las cinco de la madrugada. Es la brigada de homicidios, completada con detectives y periodistas. Han informado de un asesinato en una de esas enormes casas de la manzana 10.000. Podrá leerse en las ediciones de la noche, lo dirán por la radio y se verá en la televisión porque una vieja estrella está implicada, una gran estrella... ". La voz se detiene ante su cadáver, en la piscina. Nunca antes el cine se había atrevido a contarnos el final con tanto explícita crudeza: el protagonista es el muerto.



2. "No necesitábamos diálogos. ¡ Teníamos rostros ! "



Wilder tenía, en palabras de William Holden, cuchillas de afeitar en el cerebro. Igual convenían para sacar a flote la película, que nació silenciada y se grabó en secreto. El director engañó a Meyer, el productor todopoderoso del Hollywood de la Metro y del glamour, diciéndole que era otra, y con otro argumento, la que estaba siendo filmada. La razón proviene de la propia naturaleza transgresora del film y de su propósito carnalmente homicida, canibal casi. Narraba el ocaso del cine mudo y se cebaba de forma ácida y sangrienta en los modos de Hollywood, en sus patéticos códigos de vida y en el anquilosamiento de la industria del cine, que prefería no arriesgar por mor de la corrección política y del agrado del nunca demasiado exigente público.


El guión de Wilder y de Charles Brackett pervierte la estructura clásica de la escritura cinematográfica. Quizá por primera vez de un modo tan contundente. No es sólo el hecho de que sea narrada por quien ya sabemos que ha muerto sino también por la voluntad de hablar del cine dentro del cine y de hablar con acritud, ásperamente, sin pelos en la lengua. Esta metalingüística, formidablemente desarrollada después por los hermanos Cohen en Barton Fink, se refuerza con la inclusión acertada de pesos pesados del cine mudo, préstamos generosos, para dar más verismo a lo contado. Está Erich Von Stroheim (mítico director alemán de la cinta Avaricia, 1.927 y Cecil B. de Mille, padre en nómina de ese cine primerizo que salía del laboratorio para inundar pantallas, que aquí hace de sí mismo, cómo no, con su natural y curioso modo de vestir, botas altas y ademanes de cazador en un safari).



Salpimentado de fatalismo, el guión es puro cine negro o cine negro aligerado con un drama griego, aunque Wilder retoca algunos tópicos de uno y de otro y se convence de que quizá un retrato muy impúdico de Hollywood, que él conocía bien por su etapa de guionista, podría no convenir para que el film tuviese el beneplácito de los jefes. Su osadía consiste en abofetear al Hollywood clásico, aristocrático y fetén y no se arredra Wilder en tirar de repertorio también clásico y aristrocrático y así asistimos a una partida de cartas asombrosa con Buster Keaton de jefe de naipes o los ya citados Von Stroheim o De Mille. La sordidez en lo narrado o el continuo recurso del flashback, una novedad en la forma habitual de contar las cosas en el cine de entonces, dan al film un tono artístico: como si Wilder hubiese notado que aquel material, en sus manos, podría revolucionar la Historia del Cine y apartarse del común producto del mainstream de la época.


No hay nada escabroso en la relación sentimental de Norma y Joe: el esplendor de la diva, su creencia en que ese brillo todavía late, y el fracaso del guionista (otro guiño a la mediocridad del guionista mercenario de los peores films de la propia Metro en la época) no adquieren nunca una entidad autónoma, sólida. Norma es una víctima de la tecnología (luego el video mataría a la estrella de la radio o el instagram suplantaría las portadas de las revistas de glamour, pero eso es otra historia) y se recluye en una mansión: se ata a la viejas bobinas con sus películas famosas, se embadurna con todos los aceites del mundo. La cosmética, el maquillaje, nos informa del verdadero trastorno de Norma Desmond: no es el cine, no es el abandono del ruido de los flashes y de las claquetas, es el tiempo, el inaplazable, ése es el que causa el desquicio. Los años han devastado su cordura. Vive con quien fue su primer marido y que ahora es el mayordomo perfecto, cínico y eficiente. La llegada de Joe, que representa el mundo exterior, destapa su ansias dormidas por reverdecer la fama fugada, el ruido de los flashes y de las claquetas, el tiempo recuperado tal vez.



3. "¡ Aún soy grande; es el cine el que se ha hecho pequeño!"



El crepúsculo de los dioses, junto quizá a Ciudadano Kane, es la película que más bibliografía ha suscitado. Wilder quiso a Greta Garbo, pero ya retirada, rehusó el ofrecimiento. Mary Pickford, otra gloria silente, exigió más de la cuenta. Quería un biopic al uso y un film sobre el ocaso de un arquetipo. Mae West, aquella lagartona ávida de machos, alegó que ella era más joven que la Norma Desmond del guión. Gloria Swanson, empujada por George Cukor, fue la elegida. La transición del mudo al sonoro la llevó mal y se retiró a vivir de las suculentas rentas apareciendo en teatro, en radio o en la nueva reina, la televisión. Para Gillis, antes de Holden, desfilaron Montgomery Clift, que adujo que sus fans, legión, no le perdonarían que flirtease en pantalla con un esperpento arrugado. Fred MacMurray, del agrado de Wilder, fue rechazado por Meyer. Gene Kelly no vio una película de estilo reconocible en su vertiginosa carrera. William Holden no era considerado por el director un actor competente. Incluso en una revista le atacó frontalmente diciendo que era un mediocre actor de serie B, pero acabó aceptando y se rindió ante su soberbia interpretación. Pero entre todos, es Gloria Swanson la que da sustento dramático al film: la que lo mantiene intacto, quien ha grabado en nuestra memoria de cine su cara estirada, sus gestos de loca exquisita, el glamour y el patetismo, la locura sublime y también el amor olvidado. Bette Davis hubiese sido una Norma Desmond fantástica, apunto yo. El repertorio de matices gestuales de la Swanson es el inventario habitual de todas aquellas actrices del mudo, que decían con una mueca lo que luego necesitaba dos verbos y nueve adjetivos. Su desfile perfecto de tics ha pasado a la historia del cine.


4. "Fuck you"


Una curiosidad: El crepúsculo de los dioses (O Sunset Bouleard, como se prefiera) tuvo un pase privado previo a su distribución. Es lo natural. Louis B. Mayer, el jefazo de la Metro, se acercó a Wilder y le espetó: " Usted, cabrón bastardo, ha desprestigiado a la industria del cine. La ha arrastrado por el lodo. Ha mordido la mano que le convirtió en alguien y que además le dio de comer. Deberían alquitranarle, emplumarle y arrojarlo del país.". Wilder sólo le respondió: "Que te jodan".

Otra: La idea primera de Wilder era hacer que la película comenzase con el cuerpo de Joe Gillis en el mortuorio, debajo de la sábana,... hablando. Fue convencido por parte de Buckett, su alter-ego en la escritura, que aquello iba a hacer que todo fuese tomado a chacota.

Addenda o posdata o lo que faltaba: sólo por la imponente bajada de Gloria Swanson por la escalinata cuando va a ser detenida vale la pena la película. Esa imagen perdura en la memoria de este escritor apasionado de sus vicios  como el cielo azul o como la luna recortada en los tejados cuando se da en ese esplendor. Sabemos, encima, que ha matado quizá para que por última vez los focos la miren y los flashes de los periodistas parpadeen como balas. Leí que todos los reporteros de esa escena no eran actores, sino reporteros auténticos.


Coda

Y luego está el muerto formidable, el cadáver parlanchín, que da en su parlamento un ácido repunte de sana ironía, de crudeza limpia.

Unas Sonus Faber

  Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...