11.1.22

11/365 Chet Baker

 




Hasta que no cumplió veinte años Chesney Baker jamás había oído jazz o, al menos, nunca en directo. El deslumbramiento le hizo abandonar su pereza natural, la que probablemente nunca dejaría; entonces empezó a frecuentar a los músicos que habían alumbrado ese prodigio en su persona. De talentoso oído, a juicio de sus profesores del instituto, se inclinó por la trompeta. Antes de ser Chet Baker, estuvo en la milicia, de la que huyó alegando problemas psiquiátricos. Antes de ser Chet Baker, vio a Charlie Parker, ya próximo a morir, y concertó una cita para que el genio del saxo le apadrinara. Parker era el héroe de las jam sessions a las que acudía con el candor de la inocencia y la audacia de quien sabía tener algo bueno dentro. Me pregunto si alguien registró ese encuentro. Lo que sabemos es que Parker lo contrató para una gira por la Costa Oeste que llegó incluso hasta Canadá. Sabemos también gracias a los biógrafos de The Bird que el jazzman consolidado quedó prendado por la versatilidad y sensibilidad del jazzman novato. El aspecto de galán de Hollywood no matrimoniaba con la ausencia de glamour de muchos de los artistas más respetados de la escena del jazz. No podemos poner en una balanza a Oscar Peterson, a Thelonius Monk o a Art Blakey con la prestancia de Chet. Él era el niño bonito, el de los dientes perfectos. Luego se los partieron, pero esa historia vendrá al final. 


Gerry Mulligan se lo arrebató a Charlie Parker para su banda. Chet tiene ya 23 años y Gerry es la puerta al jazz remunerado, a las salas abarrotadas y a las sesiones discográficas. No en vano el saxofonista blanco había tocado con Miles Davis y con Gil Evans. Ahí fue cuando Chet guardó en la memoria su amor por el swing, el género que le había abierto las puertas de ese nuevo mundo musical, para ingresar en el jazz sofisticado y revolucionario del también joven Davis. A finales de 1.953 Gerry Mulligan es arrestado por tenencia de drogas. Chet no tardó en fijar el modelo Mulligan en su ideario de jazzman atormentado, lírico, entregado a las bondades de la vida del artista. Con el tiempo, Baker dejó atrás al maestro, al menos en el campo de las dependencias tóxicas. Downbeat, la revista cabecera en la crítica del jazz en la decada de los cincuenta, le proclamó mejor trompetista. A partir de este encumbramiento, Chet se hace el drogadicto absoluto que fue hasta su muerte. La lenidad de la justicia europea en asunto de drogas, comparada a la de los Estados Unidos, y el atractivo de tocar en el viejo continente lleva al músico a recorrer durante unos años un puñado de países. Que se sepa, España no era foco de ningún corriente jazzística entonces. Distinto caso es Francia, primero, e Italia o Alemania, después. De regreso a América, Chet perdió los dientes. La historia oficial (la que yo he leído en más ocasiones) es la que pone frente a su boca a unos traficantes que querían cobrar por el material entregado. Otra coloca al marido despechado. Ambas son posibles. Incluso coincidentes. Chet tuvo que recomenzar: tenía que adquirir una técnica nueva para soplar en la trompeta. Nunca tocó igual, pero la voz seguía sonando extraordinariamente romántica. Nadie jamás ha cantado como Chet Baker. Ha habido quien ha cantado mejor. Podría escribir aquí decenas de voces del jazz que dejan a Chet en un decente segundo plano, pero su sonoridad era reconocible, personalísima.


Quien ha oído una vez a Chet Baker cantar The thrill is gone o la soberbia My funny Valentine ya no lo olvida nunca. La canta acariciando la melodía, rehusándola a veces, como si la amara y, al tiempo, la detestara, no tuviera nada que ver con ella. La voz se queda registrada en el cerebro y el rescate sentimental la devuelve íntegra, como si tuviéramos el disco en la bandeja del reproductor o (ay) un viaje en el tiempo nos hubiese transportado a algún concierto en vivo. Muy limitada en recursos, su voz era de una textura bellísima, casi un lamento, más cercano a ciertas divas del jazz más lánguido (y no es un menosprecio) que al rudo vibrato de Johnny Hartman o el juguetón scat de Dizzy Gillespie, por citar a colegas de la época. Su promiscuidad tóxica le hizo fatigar submundos que en ningún momento rozaron su línea melódica, su infatigable amor por el jazz y al dinero que pagaba la droga que le hacía seguir tocando más jazz. Al contrario que muchos artistas que se convierten en drogadictos y vuelcan su tormento a sus creaciones, Chet Baker mantuvo hasta su muerte una coherente línea de trabajo y nunca abandonó sus standards, su inclinación por los tonos dulces del jazz incluso cuando arremetía sofisticadas y elaboradas improvisaciones más experimentales.


El arranque de los sesenta lo encuentra en un presidio en Italia. Las idas y venidas a Europa, donde grabó muchísimos discos con un repertorio sorprendente de jóvenes músicos daneses, suecos, italianos o polacos, entretienen su declive, que parece definitivo en 1.970. Durante cuatro años, Chet no existe. Lo imaginamos de hotel en hotel, viviendo en pisos de amigos, de prestado, durmiendo más que otra cosa, bebiendo y chutándose cuando la ocasión y el dinero se lo permitían. El músico ha desaparecido. En 1.974 regresa con su viejo amigo Gerry Mulligan, ya mayor, con esas barbas blancas y esa pose hierática, y Stan Getz en el Carnegie Hall. En 1.988 se cayó en extrañas circunstancias de la ventana de su habitación de hotel, en Amsterdam.


La primera vez que yo vi a Chet Baker fue en una portada de un disco cuyo título no recuerdo. Estaba distraídamente apoyado sobre un piano. Parecía un gentleman, un personaje buscado para adornar una portada, nunca el artista, jamás el genio detrás de la boquilla de la trompeta. La primera que lo oí fue en unas sesiones estupendas que el entrañable Cifu programaba en su Radio Nacional de España. Yo cogía cintas de cassette (recuerdo: TDK, Basf, Scotch) y me afanaba por registrar en tan frágil soporte (el mejor entonces, el más romántico aun hoy) las canciones seleccionadas. Cuando pude, compré los primeros discos. Otro recuerdo que tutelo con mimo fue un concierto que la segunda cadena de TVE  dio en una tórrida noche de verano. Era en color y el trompetista tenía calado un sombrero tejano. Su rostro describía los estragos de su crápula existencia. Me impactó aquel rostro deformado, visiblemente roto por el dolor y por la experiencia. Esta noche (otra vez, no es la primera de esta forma) estoy escuchando una de esas cintas magnetofónicas. Suena ahora la inmortal Milestones, melodía (por cierto) que abría y cerraba la radio del jazz del amigo Cifu. Qué tiempos.


Nadie canta como Chet cantaba. Ni siquiera gente que canta muy bien a lo Chet canta como Chet. En cierto sentido, ni siquiera Chet Baker mismo era fiable haciendo de sí mismo. Tenía caídas considerables, tenía oscuridades en la voz o dentro de su propia cabeza que malograban el esplendor de un talento único, irrepetible. Es que no hay nadie que cante como este astro inestable al que le pudo más el subidón de las hierbas que toda la música que estaba escondida en el corazón de su trompeta. Más personaje que músico a veces, Chet Baker se impregnó de ese aura de malditismo que persigue con frecuencia a los genios de cualquier disciplina artística y no salió indemne de ese fulgor que se arrogó adrede y con el que fue feliz, a su manera, y con el que hizo felices a los demás. Más tarde saltó (o lo arrojaron, quién sabe) de la tercera plata de un hotel de Amsterdam. Estaba en horas bajas, no tenía el oficio de antaño, ese  magisterio antiguo, trabajaba a destajo para pagarse los vicios y, entre medias, a caballo (nunca mejor dicho eso del caballo) entre una sesión discográfica y otra, tocaba en clubs de mala muerte, sin importarle en demasía si podía o no podía tocar. Siguió en la brecha hasta el final. Amó poco y le amaron mucho. No tenía la concentración para buscar el amor de las letras de sus canciones, las canciones de amor de su repertorio cantado, el sentimental. El bello Chet Baker, el Miles Davis blanco, nunca lo tuvo fácil. Nunca fue un embajador del jazz. Hay discos suyos que no merecen la pena, hubo conciertos en los que no respetó al público y salió herido de muerte o muerto sin ambages. En el escenario, era un déspota con sus músicos. No consentía que se saliesen del guión. Él casi nunca estaba en él. Lo de siempre, lo de las necrológicas: sigue vivo, suena cuando uno lo reclama, vuelve a engolosinarnos cada vez que hace que su trompeta hable o su voz, la más dulce que ha tenido el jazz, nos haga salir de este mundo y visitar otros. Él lo hacía a capricho. Se iba cuando lo deseaba, volvía después, más humano, más débil, enfermo. 

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.