En los cuentos de Kafka huele a naftalina. Una ebriedad rancia afluye. Es la resaca la que escribe, no él mismo. La vida, incluso la mala vida, invita a que se la registre. La felicidad no tiene escribas. El júbilo se recama de grises. La luz se deja convidar por la sombra. Las palabras, las más festivas con más declarado entusiasmo, permiten que se les rezague una sílaba o que un matiz en la restitución de su fonética haga preludiar la descomposición del significado. A Kafka, cuando se encaminaba a la oficina de seguros en Praga, se le iban envalentonando las palabras. Unas consentían una inminencia de gracia; otras, las menos, un festín de lujuria, pero las que metía en los bolsillos y masticaba en la memoria eran las grises, eran las turbias, eran las pobres de espíritu. Kafka era un pobre hombre. Cuando se le lee con el ánimo en alza, acude un frío del que no se zafa uno hasta que otro frío mayor lo reemplaza. Lo bueno de leer a Kafka es que el frío que nos transmite curte el nuestro, lo pone frente a sí mismo, hace que dialogue con él, lo sublima y endiosa.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Historietas de Sócrates y Mochuelo / 19
Es de Borges la historia de un hombre que se arroga el recado de poblar su cabeza con imágenes de castillos, de ríos, de árboles, de tronos...
-
A elegir, si hubiera que tomar uno, mi color sería el rojo, no habría manera de explicar por qué se descartó el azul o el negro o el r...
-
Con suerte habré muerto cuando el formato digital reemplace al tradicional de forma absoluta. Si en otros asuntos la tecnología abre caminos...
-
Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...
No hay comentarios:
Publicar un comentario