16.10.21

Dietario 208


No creo haber escrito nada sobre los escrúpulos. No obstante, no han cejado nunca en su afán de pureza o de pulcritud. Acuden con perseverancia, aplican su remilgo antiguo a lo que antojadizamente eligen y desaparecen sin revelar su intimidad afectada.  Considerada (en principio) con molestia su impertinencia, acaba uno apreciando la vocación profiláctica que lo anima: valen para apartar cuento nos repele o disgusta. Las melindres de las que mi abuela hacía platica costumbrista tenían también un poso filosófico. No se puede ser tan escrupuloso, decía. Creo escucharla y hasta fantaseo con palabras que probablemente no pronunció, pero que ahora me parecen suyas de un modo irreemplazable. Constatan la suprema aflicción por sentir el olor del cuerpo cuando afloran sus humanas debilidades o cuando el aire se empuerca y da arcadas el alma. Hay escrúpulos de una reciedumbres casi insoportable: hacen que flaquee el ánimo y se aficione a precaverse con maniática fiereza. Hay una versión moral de los escrúpulos que desatiende lo físico y se concentra en lo moral, que creo más peligrosa. Se tienen en ella escrúpulos a lo distinto o a lo nuevo. Huye el escrupuloso del que no comulga con su doctrinario o del que lo contraría o (más dolorosamente) irrita. Y a veces no sucede solo la huida, ese echarse al lado, no querer ver, ni tomar parte, sino que irrumpe la contienda, la declaración de guerra, el principio por el cual todo lo que no me cuadra está equivocado y se precisa combatirlo y, poco a poco o abruptamente, erradicarlo. Es conocida y lamentable esa versión.

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