Consumimos imágenes, no creencias: es así este siglo y también (fundacionalmente) el anterior. Es de Baudrillard la cita. Roland Barthes, en La cámara lúcida, distinguía dos formas de ver una fotografía y, por extensión, cualquier imagen insertada en la realidad. A una la llamó studium, que venía a ser la aproximación canónica, en la que la imagen se decodifica conforme a unos parámetros consensuados, sin que una agudeza selectiva raspe la superficie de la imagen e indague en ella hasta dar con algo que la haga sorprendente, esto es, llena de asombro. A ese indagación, que no tiene por qué ser trabajosa ni revestir instrucción alguna para acometerla, la llamó punctum. Al contemplar una fotografía, uno puede prendarse de algo que pase desapercibido a otro espectador. Habría tantos punctums como observadores. Lo curioso es que de esa punzada no se tiene una percepción buscada, sino que surge azarosamente. Es ella la que espera a que se la descubra y, una vez conocida, abre un campo enorme de influencia. Fascina que sea algo sea irrelevante para unos y, sin embargo, trascendente para otros. Opera al modo en que lo hace el amor o la fe. No hay amor que se pueda trabajarse o inducirse, ni fe a la que se acceda por laborioso afán. Nadie se enamora ni cree adrede, por voluntad, motivado por una necesidad. De ahí que la fotografía sea un arte mayúsculo: es capaz de extraer emociones de una intimidad absoluta, sabe conmover con la elocuencia y la conmoción de lo grande y de lo pequeño. Mirar es un acto racional e irracional a partes iguales. Unas veces vemos la realidad con ojos cartesianos; otras, por más que lo refrenemos, con ojos delincuentes, obscenos. Michael Powell filma con obscenidad a la obscenidad misma. No porque las imágenes que nos muestra sean de una depravación insoportable (la película no muestra material que ofenda el buen gusto) sino porque hablan de la naturaleza pecaminosa de la mirada, que desea mirar y no contenerse. El inconsciente pulsa al deseo, lo conmina a que se exceda o a que salga de cualquier zona de bienestar en la que se encuentre y merodee (primero) realidades incómodas (la de una mujer que sabe que está a punto de morir) y (más tarde) enloquezca de placer cuando ha tomado posesión de ella. El ejercicio cinematográfico de Powell (repudiado en su día, entendido después) es un espejo en el que cualquier espectador puede encontrarse a sí mismo. Vemos al trastornado Mark, fotógrafo y cineasta amateur, empecinado en filmar a las mujeres a las que mata (o tal vez sea más apropiadamente al revés) y nos vemos a nosotros mismos, sin pudor, sin que una brizna de apuro nos azore, siguiendo la coreografía de la muerte, su liturgia privada. Seguimos con la mirada la mirada del mal y no la apartamos. El cine, la grabación de imágenes en movimiento, es el advenimiento de la realidad que la misma realidad no nos permite observar. También la literatura contiene esa dualidad: la de hacernos depositarios de las vidas ajenas. El que ve una película o el que lee un libro es un voyeur privilegiado. Nos inmiscuimos en la ficción como si no lo fuese. Tal vez la realidad contenga briznas de ficción de la que no somos capaces de percatarnos. Viendo anoche El fotógrafo del pánico, comprendí que son el cine y la literatura los que nos permiten mirar con apartada lujuria, como si no estuviéramos. El punctum de Barthes lastima o acaricia a quien da con él. Hay más veces en que no se produce ese hallazgo. No hay un deslumbramiento. El pobre Mark, enfermo, atormentado por un padre desquiciado, suele pasar, descubre que se excita al ver en una pantalla las muertes que su propio desquiciamiento ha producido. Se sienta en una silla humilde en un cuarto oscuro y se extasía en la contemplación del miedo en el rostro de sus víctimas. Una criatura que nos produciría un rechazo visceral si la tuviéramos cerca o supiéramos que fue vecino nuestro o amigo de alguien a quien conocimos, pero que nos fascina si lo vemos en la intimidad de nuestro propio sillón, con la profunda convicción de que no es real, de que asistimos a una representación. El fotógrafo del pánico, aparte de una estupenda película, es un panfleto subversivo, una especie de declaración apasionada de amor al cine. Que el ojo codicie que se le excite es de una obviedad absoluta. Lo que le irrita (no sabremos cómo expresará su disgusto) es que todo sea studium, no delicioso y blasfemo punctum. La parafilia de Mark recurre a la cámara (y al estilete punzante que se esconde bajo la protección de la pata de su trípode) para que se exterioricen sus pulsiones más privadas. Frustrado y reprimido, la llegada del amor hace que nuestro psicópata piense por primera vez en sí mismo como desviado. Protegerá (hasta con su vida) a su amor, no se obcecará en disimular su vicio, ni huirá cuando presienta que ha sido encontrado. Su enfermedad (será otra cosa, pero Mark está enfermo) hará que se prende de la belleza deforme (la de una modelo que posa para las revistas pornográficas a las que surte de fotografías) y no se cohíba a la hora de expresar su entusiasmo al coger su cámara y buscar en ese rostro roto (la belleza será convulsa o no será, dejó escrito Breton) un rastro de dignidad o, tal vez más certeramente, ese punctum ineludible al que el observador se inclina, apartando todo lo demás, invalidando cualquier injerencia de la normalidad. Quién es normal, podríamos concluir.
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