Al principio, cuando se me ocurrió hacerle fotos a los peces o a los conejos mostrados en las bandejas de los mercados, asunto del que no sabría aportar una razón o un propósito, me sobrecogió la dureza irremediable de las piezas muertas. Me conmovía esa quietud triste como de trofeo a la que luego se le pone tasa y se sirve en la mesa. Están los peces y los conejos exhibiendo su dignidad ciega y póstuma. Tienen el cáncer en los ojos, miran con intención de sombra, lo que ven es una perversión de su memoria. No podemos saber nada, es una de esa tramas invisibles que ocupan el aire y lo vician y nos perturban. Morir es un contratiempo, una clausura de la luz, un desquicio del tiempo. No se alcanza a entender los motivos de la muerte, el libro cerrado de las horas, el pulso oxidado de los días. Lo que no hay es pudor. Se muere uno y lo exhiben toscamente.
La muerte es tosca y es impúdica. Quienes la observan tienen un aplazamiento, se les ha concedido una pequeña dilación. La vida es un viaje del que no tenemos propiedad, da lo mismo ser pez o ser conejo que hombre. Es el mismo viaje y finaliza con idéntica brusquedad. No hay cese razonable, ninguno lo es. Uno querría no haber sido informado de la brevedad de la travesía, ir a ciegas, desavisado, no tener la presencia de las muerte de los otros, sea cercana y dolorosa o ajena y aséptica. Lo que tenemos es esa constatación brutal del presente, pero conforta no haber nacido pez o insecto, tener el refugio de la palabra.
Tampoco sabemos si el pez o si el conejo, en su condición de criaturas afásicas, tendrán la fantasía del deseo de haber sido otra cosa o si en su intimidad invisible hay una trascendencia que el hombre cercenó a beneficio propio. No se les tiene a veces el afecto que se le dispensa a nuestros semejantes, no aplicamos piedad cuando acucia el hambre, pero duele verlos en la plancha con hielo de las pescaderías o en la mesa insensible de la carnicería, duele su sencilla fragilidad fúnebre.
Me sucede con frecuencia que adquiero la certeza de algunas cosas cuando han tomado su tiempo. La propiedad de la muerte tiene otro asiento: se constata sin intervención de la inteligencia. Apremia la impresión de que es lo fugaz lo que de verdad trasciende, seas pez o conejo. Tienen los de la fotografía una impudicia disculpable. Los acoge un patetismo útil, si se les mira con la voracidad de quien ya ha conocido su carne.
Por suerte uno no es pez ni conejo. En cierto modo, no habría sido extraño que nos hubiese tocado en suerte nacer lubina, boquerón o foca terrier, es sólo esa fortuna, la de que el azar nos decantara a ser alumbrados bajo la forma humana y no, de verdad que no sería tan difícil, la de reptil o ave o pez. De hecho, ese escrutinio aleatorio podría haberse inclinado a que naciéramos criaturas de menor fuste zoológico; se me ocurre una garrapata o un mosquito. En lo estrictamente humano, las leyes secretas que configuran el mapa genético podrían haber decidido que nuestra madre fuese de alta alcurnia y nuestra vida (al menos en lo material) hubiese estado felizmente resuelta o de baja extracción o muy inferior extracción. Siempre me fascinó que un solo espermatozoide de entre una masiva cantidad de ellos fecundara un óvulo; más aún fascina que nazcamos en un país y no en otro, en una casa y no en otra, pero tampoco el pez sabe que es pez, ni el conejo tiene conciencia de ser conejo: no tienen metafísica, no son capaz de discernir y avanza a ciegas, como hechizado por el caudal del agua o los matorrales en un descampado.
Creo recordar que un amigo, hace más tiempo del que ahora sé reconocer, sostenía que la vida de las moscas era la más infeliz de entre todos los seres vivos que pueblan la Tierra. Sin ánimo de rebatirle, añadía yo que esa lista de criaturas desdichadas es inabarcable: están las ovejas, están los gorriones o están las hormigas. Con ánimo de contrariarme, él me rebatía: no hay vida más triste que la de la mosca, pero no debemos envalentonarnos mucho con ellas. Por cada uno de nosotros hay diecisiete millones de moscas. Además hay más de mil especies diferentes. Tienen la terquedad que a veces se echa en falta en especies de más contrastada inteligencia. Si yo fuese mosca (decía) ya habría aprobado latín. A mi amigo le costó sacar esa lengua muerta, aunque era muy bueno en inglés. De haber sido mosca, proseguía, habría aprobado o perecido en el intento. A B. le duró un par de años el latín y cada vez que pienso en él me viene a la cabeza la reflexión académica de la mosca. Hoy pensé en qué virtud tiene el pez o el conejo o la mosca. Hice la foto ayer, en un supermercado. Me produjo una zozobra increíble ver todos esos cuerpos , expuestos con abigarrada estética, tasados y ofrecidos. No caigo en esos pensamientos retorcidos o excéntricos cuando veo el expositor de una carnicería: no hay animales enteros, salvo un despellejado y patético conejo o un pollo sin desmembrar todavía.
Como mi cabeza va a lo suyo y desbarro con mi particular afán, pensé en si un boquerón aprobaría latín en el instituto. A decir de B., al que no veo, del que no sé nada, una mosca podría sacar limpiamente una carrera universitaria; lo harían en el poco probable caso de que una carrera universitaria durara un mes, que es lo que vive una mosca en su periodo adulto. Por cierto, hay políticos que parecen moscas. Sacan las carreras sin despeinarse. Me sigue preocupando el caso del pez o del conejo. Odio las moscas, cultas o no.