No sé más de animales que lo que sé de las personas. Las segundas se guardan a veces más, delatan maneras que no esperas, te sorprenden con más abierto oficio. Les falta hablar, he escuchado con frecuencia. Los animales domésticos, aunque a veces resulten agradables y se sepa de uno que podrá quererlos, no entraron nunca en casa. Fue más voluntad que falta de oportunidad de traer alguno. Tal vez por no disponer de un espacio adecuado o por sospechar que las obligaciones podrían impedir que se les diesen las atenciones debidas. He visto lealtad en perros hacia sus dueños que me han hecho pensar en la lealtad misma. Tienen los hombres y los animales comportamientos reemplazables, conductas que, al considerarse en abstracto, no se adjudicarían de inmediato al hombre. Hasta donde razono, porque luego entran en liza otros constructos que no son enteramente lógicos, hay animales que ejercen de sí mismos con absoluta dignidad, lo cual no siempre puede ser dicho de algunos (no seamos pesimistas del todo) de sus dueños. Son honrados cuando no se les exige honradez, son nobles cuando no hay nobleza que pueda reclamárseles. Si es al género humano al que hacemos compadecer a estos juicios morales no siempre sale bien parado. Incluso, no me digan que no se les ocurren ejemplos, el dictamen ulterior suele ser lamentable. Por eso, al arrimarse el perro al banco en la bendita sombra en que esperaba que me atendiesen en la farmacia, lo miré con una inesperada cercanía. No debí molestar, igual que tampoco él fue me causó molestia alguna. Se encaramó al banco y se bajó de nuevo. Miraba hacia el establecimiento sin que se advirtiera nerviosismo. La compostura fue recia, altiva por momentos. Yo estoy aquí, es donde debo estar, no conozco la impaciencia, debía pensar. La dueña, una señora mayor, lo dejó amarrado a las traveseras de madera del banco y se fue en la absoluta confianza que no debía apremiarse más de la cuenta o que (imagino) ni hubiese hecho falta atarlo. Estuvimos los minutos suficientes como para nos mirásemos y que yo le dedicase un afecto imprevisto. Es sentarse uno en un banco (llevo dos días en una semana) y empezar a que sucedan cosas. La de ayer (el sol en Córdoba era devastador a esa cruenta hora, nada nuevo) fue de una tranquilidad pasmosa. Podíamos haber estado allí los dos una hora entera. Ambos teníamos ese plácido estado de ánimo, aunque nos disuadiera el calor y en algo mostrásemos nuestra incomodidad. Seguro que él tendría más arrestos. No estaba en el banco cuando salí de la farmacia. Probablemente no volveré a verlo, pero me da que tardará en perdérseme en la cabeza.
18.7.21
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