Creo que se debería hacer un elogio al día, uno al menos. Se puede poner más o menos empeño y que salga un elogio menudito, como de compromiso, o uno resolutivo, saludablemente consistente, del que no quepa duda alguna de la convicción del que lo formula. Un elogio hacia alguien o hacia algo, un elogio que se entienda y al que se le puedan añadir líneas y no restar ninguna, pero no está el elogio de moda. En todo caso está su anverso. Propendemos más a poner el cuchillo en el cuello de la cosas y hacer como que estamos dispuestos a rebanar lo que se plante. Elogiar no es lo frecuente, ni lo recomendable. Parece que al elogiar se desprestigia el que lo hace. Hay una educación alrededor de este asunto: se mama (verbo horroroso, pero no encuentro otro más eficaz) desde las tiernas infancias. Como si fuese un signo de debilidad. No está el aplauso, el sincero, integrado en las formas cívicas, en los protocolos con los que convivimos. Se aplaude al tenor en el escenario de la ópera o al delantero que taladra la red del portero rival, pero se lo piensa uno si toca exhibir nuestro entusiasmo por el éxito del vecino. Se debería hacer un elogio al día, propongo. No elogios abstractos, de poco asiento en el trasegar de las relaciones sociales, sino elogios personales. Saber que hay cosas que se hacen bien y que nos toca vivirlas de cerca y saber quién contribuyó a que se concluyeran airosamente. Disfrutar en la celebración de la festividad ajena, hacer que esa celebración (en parte) tenga algo nuestro. Elogiar por costumbre, elogiar sin otro motivo que acostumbrarnos a ese placer sencillo. Yo ya tengo el mío.
26.7.19
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