16.3.18
Contra las redes sociales
La vida no está en las redes sociales. En todo caso, hay un amago de vida, una especie de limbo en el que existimos fraudulentamente. En ellas abreva el caos, por ellas campa a sus anchas la intolerancia. Cuanto tengan de bueno queda deslegitimado por la parte mala que exhiben. Siempre gana el mal, no tiene nada que hacer el bien para hacerse con la victoria en ese combate ancestral. Lo terrible de las redes sociales es que no nos piden cuentas. Ofrecen un territorio sin leyes, un caos de impunidad, una jungla de fieras hambrientas. En la vida real no bloqueamos a nadie con la facilidad que ofrecen las redes. Esa facilidad para ganar amigos o para defenestrarlos es la que le resta credibilidad o se la retira completamente. El anonimato que las alimenta es en realidad el veneno que las destruye o lo que las desautoriza. Nunca hemos estado más conectados y, a la vez, nunca hemos estado más solos. Se presume de tener una cantidad escandalosa de amigos cuando siempre se nos ha dicho que se deben tener pocos y que han de ser buenos y fieles. Prima la cantidad, la calidad ha dejado de tener el predicamento que siempre tuvo. Tampoco gana la literatura. Las redes vapulean la pulcritud, el esmero narrativo, la ortografía correcta. Las nuevas generaciones están perdidas. Nunca se atreverán a leer una novela de Marcel Proust. Lo que cuente Proust no les atañe. Les satisface (les colma incluso) picotear en cien cosas más que ahondar en una. El mismo cerebro se estará rehaciendo. Ya no memoriza las cosas: esa capacidad la ha asumido el motor de búsqueda. Es nuestro smartphone el que sabe las cosas, no nosotros. Es nuestro facebook el que nos informa sobre lo aceptados que somos en nuestro entorno según la cantidad de likes que tengamos en el texto o en la foto que hayamos volcado en él. El mismo hecho de exhibir nuestras acciones delata cierta necesidad de que se aplaudan o de que se reprueben. Nunca hizo falta contar tanto, nunca dependimos tanto de la opinión ajena. La vibración del móvil es un estímulo externo tan incorporado a nuestra red nerviosa como un picotazo de una abeja o la sensación súbita de frío. Tenemos nuestra vida entera alojada en las tripas de esa máquina. Lo peor es que esa vida nuestra también está ofrecida en las tripas de las máquinas de los demás. No hay casi nada que nos pertenezca que no esté exhibido. Hay cosas que hacemos con la vista puesta en la impresión que causará en los otros. Se tienen certezas basadas en evidencias digitales, no en apreciaciones reales, mensurables. No sé bien (qué voy a saber yo) a qué infierno nos empuja este desatino digital. Tengo algunas certezas. Las mismas que tiene cualquiera que tenga una sensibilidad mínima. No estoy al margen de ese infierno que he nombrado. He estado paseándolo, he conocido al diablo que lo regenta, nos hemos tuteado, he visto de qué pie cojea y él ha visto de cuál cojeo yo. El mal, visto de cerca, es familiar. Todos tenemos pecados que confesar. Nadie está libre de pecado, todos tenemos a mano una piedra que arrojar. De esa aducción, mayor o menor, voluntaria o forzada, se lucran los dueños del negocio. Tienen datos con los que comercian. Todo es una extensión de ese comercio. Nosotros somos el objeto que compran y el que venden. En ninguna de esas transacciones participa nuestra voluntad. Escribo ahora en el móvil en la seguridad de que saben dónde estoy. Sabrán también adonde voy después, cuándo llegaré a casa y si mañana, cómo suelo en sábado, viajaré por ver a la familia. Dispondrán de la confirmación de una rutina o decsu aplazamiento o su anulación. No es un relato transcrito a palabras sino un mapa de datos, pero la trama que aloja es en esencia la misma. Siempre se puede desconectar, dar por terminada la relación, no querer saber de los demás ni permitir que nadie sepa de uno mismo. Todo depende de lo preocupado que se esté o del grado de intimidad entregada. En parte, sucede todo esto por el escaso valor que le asignamos a esa intimidad. Ha perdido su significado, ha sido demolida su ascendencia. Es justamente su reverso el valor en alza. No lo privado, no la preservación de nuestra identidad o de nuestro comportamiento, sino su exhibición. No hay pudor, no hay nada enteramente nuestro, todo tiene una tasa, a todo se le aplica un precio. En el fondo, pensado todo con calma, imponiendo una distancia, es absurdo este estado de las cosas. No tiene sentido. Está todo tan a mano que incluso hemos atrofiado la sensibilidad y no sabemos qué coger. Todo es nuestro, nada es nuestro. Cuanto más vemos, más ciegos estamos. Reina la saturación, impera la ignorancia, gobierna el mercado. Yo soy el saturado, yo soy el ignorante, yo soy el mercado.
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