20.3.18

Mahler

Últimamente leo más que escribo y escucho más que hablo, pero por la noche, al clausurar el día, las cosas leídas me piden escribir y las escuchadas hablar. Se escribe para leer lo que los demás no escriben. Se habla para escuchar lo que los demás no hablan. En cierto modo lo de escribir y hablar, furiosa y descosidamente como lo hago yo, resta tiempo para leer y para escuchar lo que escriben o lo que dicen los otros. Quien no lee y quien no escribe haría bien en hablar y en escuchar cuanto pudiera. Incluso al que lo hace no le sobra ese proceder enfático, esa voluntad de lenguaje puro. Las palabras, las leídas, las escritas, las escuchadas o las dichas, son lo único que tenemos. Todo lo demás puede traducirse con ellas, son ellas las que organizan el caos, el de afuera y el de adentro, pero hay un lenguaje que lo explica todo y con el que todo puede ser expresado. Hoy, de vuelta a casa, cobijado bajo el paraguas, escuchando en los cascos una sinfonía de Mahler, pensé en que la música es la raíz de todo. Ella es la que conmueve con más ardor, la que nos levanta si caemos o la que nos concilia con el mundo cuando no lo comprendemos. Con ella en mi cabeza, sintiendo cómo me penetraba, no creí que hiciera falta escribir o leer o hablar o escuchar las palabras de los demás. Que los sonidos cuentan lo que el corazón no alcanza. Mañana no sé a qué echaré mano para sentir nuevamente ese fulgor. Tampoco viene cuando uno lo convoca. Es una especie de enamoramiento. Atrapa, anula, ciega. 

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