10.1.17

El año de Bowie


Fotografía: Felipe Trueba


Cambios
En cierta ocasión, en una conversación sobre iconos de la cultura, alguien dijo que no habría nadie como Bowie. No recuerdo que se esforzara mucho en sostener un argumento. Le daba lo mismo qué pensaran los otros, si lo aprobaban o decían otro que rivalizara con su adorado elegido o ninguno. Era la época en que Nile Rodgers le produjo Let's dance, aquel llenapistas, refinado y comercial, que hizo que mucha gente ajena al rock o al glam-rock le descubriera y buscara discos antiguos. Si ahora retomáramos de nuevo la charla volvería a reivindicar a Bowie y esgrimiría las mismas escasas justificaciones que entonces. Cuanto más se obstina uno en ofrecer un argumento, más salen otros en contra. Sucede con Bowie (o con quien desee el lector que lo supla) como con la fe. No precisa una explicación. Es más: cuando la tiene, si alguien se ocupa de aplicar una, más pierde. De un modo absolutamente hosco, exento de los protocolos al uso, se podría decir que no hubo nadie como Bowie y no añadir una sola palabra más. De hecho fue único a la manera en que lo fueron Leonard Cohen o Prince o George Michael (en otro rango), por citar genios finados en el recién enterrrado 2016, pero escuchando hoy Blackstar nuevamente pensé en la extraordinaria habilidad de Bowie en ser otros, en no ser casi nunca Bowie. Se puede ser cualquiera no siendo deliberadamente nadie. Es todo un poco borgeano, pero se ajusta bien a la idea de defender algo sin ofrecer nada que lo confirme o sostenga. Fue El Camaleón. Mutaba. A cada disco ofrecía una opción novedosa. No sólo hizo que su aspecto fuese siempre cambiante, sino que su osadía produjo propuestas musicales que casi nunca eran predecibles. Podía haberlas mediocres (Tin Machine o el infame Never let me down) o gloriosas (desde The man who sold the world hasta Heroes) pero planeaba la impresión de que se reinventaba a cada instante, sin que nada a lo que accedía le pareciese correcto o legítimo para quedarse ahí más tiempo del estrictamente necesario. Como suele pasar, uno muere cuando más ganas tiene de no hacerlo. A Bowie le pilló en plena ascenso en la consideración mediática. Gente joven que le descubrió a partir de Heathen o The next door. Acercarse al jazz o al drum ´n bass le granjeó la adhesión o la repulsa de legiones de seguidores, que iban en muchas ocasiones por detrás del genio en su mutabilidad escénica o creativa. El riesgo le hizo no desatender cualquier sonido que se le acercara: no tuvo reparos en pedir ayuda a Carlos Alomar, Iggy Pop, Trent Reznor, Nile Rodgers, Robert Fripp o Brian Eno. Ninguno negó la solicitud de Bowie, ninguno pensó que estaba salvando su carrera: todos conocían su inclinación a esa periferia en la que no hay palo musical irrelevante y en el que cualquier colaboración es sentida más como un honor que como un ayuda.

Blackstar
Las escuchas de Blackstar dan para que nos parezca corto. Hay mucho material poco explotado: se queda en una tentativa, en una especie de obra maestra, a la que no llega porque el que escucha anhela una rotundidad. Temas largos (Blackstar o Lazarus, excepcionales) que piden un desarrollo mayor incluso. No es un disco fúnebre, aunque la muerte lo impregne todo y se tenga esa sensación de que todo es una rendición, un manifiesto testamentario para que los íntimos y los accidentales supieran que se puede ser creativo cuando sabemos que no podremos serlo nunca más. Rabia, angustia, poca o ninguna contención. Tampoco hay concesiones a lo fácil: daba igual que no fuese entendido o que no cobrara el vigor comercial que otros discos pretendieron, conseguido o no. Rock tocado por músicos de jazz: ésa era la deconstrucción, el volcado de una manera arriesgada de entender la música. Todas esas pinceladas un poco paranoicas (sonidos fragmentados, quebradizos, ambientes que enclaustran y apuntes de inspiración exótica) explican la necesidad de Bowie de ir más lejos, la de no afincarse en lo conocido, en lo rentable. Lo terrible de que este año haya sido el de Bowie, justo cuando se fue, en el momento en que menos apostó por alcanzar ventas millonarias y el beneplácito de la crítica, es que sea en realidad una despedida. Toda la grandeza de Blackstar procede de su contundencia. La consideración más inmediata es la de que uno está enfrentado, cuando lo escucha, a una especie de declaración de últimas voluntades. No es que se deje llevar por los pasajes (algunas monumentalmente tristes) o por la certeza (lamentable ella) de que el genio murió pocos después poner a andar el disco. Un réquiem en toda regla. Gozoso, pletórico, sublime a ratos, Blackstar es un cierre lógico.

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