23.1.17

Bibliotecas / 12




Antes está comer, apaciguar el apetito cuando se encabrita y cocea por ahí adentro. Es malo ese caballo interior, no da tregua, no se deja acariciar, exige su tributo. Se le doma con cualquier cosa, ustedes ya saben. Basta que mastique y trague, pero hay días en que uno desea elevar el listón y se le conceden manjares que compensen un poco todas las desatenciones. Lo de comer entre libros pasa a veces en las películas de Woody Allen. Se sientan en una mesa bien ocupada por platos y festejada con velas o historiadas botellas de vino y charlan con un humor imbatible, entre chabacano e intelectual, acerca de hombres o de mujeres o de corrientes pictóricas o de la vigencia de las drogas como estímulo creativo. Los libros, a espaldas de los comensales, aguardan que alguien los coja en los postres, los ojee casi sin aprecio y los vuelva a depositar en el hueco de donde los extrajo. No soy del gusto de tener libros en el lugar en donde se come en casa. Observo un protocolo estricto y me esmero en darles una residencia más apartada, en la que no haya ese tránsito de personas yendo y viniendo. Cada dependencia de la casa precisa un cometido. Hubo un tiempo en que tenía libros en todas partes al no disponer de una sola en la que alojarlos a todos. Pequeños muebles repartidos por habitaciones y por pasillos los contenían honrosamente, pero sin concederles el vínculo primario de hacer de ellos una familia. Que uno se beneficie un arroz con marisco a su vera no es en sí nada que pueda sancionarse: no infringe ninguna ley, no se desatiende alguna norma (tácita incluso) por la que libros y viandas no puedan vivir juntos, en alegre comandita. Las bibliotecas pueden matrimoniarse con cualquier adorno que se les asigne, cualquier mobiliario es válido. Cuenta la presencia rotunda (vehemente, infatigable) de los volúmenes en sus benditas baldas. Se lee en soledad, pero comer es un acto social, una ceremonia más (y no una desdeñable)  de los sentidos.



Fotografía vía José Garrido Navarro

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