"Toma
un contrabajo, Mingus. Eres negro. Por mucho talento que
poseas, nunca harás nada bueno en la música clásica. Si quieres
tocar, tienes que tocar un instrumento negro. Jamás llegarás a
golpear un violonchelo. Aprende pues, a golpear un
contrabajo."
Buddy Collette.
1
Charles Mingus es probablemente el mejor contrabajista que ha parido el jazz con permiso de Ron Carter,
que será un Mingus de más amplio alcance (son otros tiempos) y ocupará
en las enciclopedias del jazz un puesto ilustre a la altura de su
ilustre maestro. Sí, claro, ahora alguien en plan purista, un forofo de
los buenos, dirá qué me impide nombrar a Pettiford, a LaFaro, Hayden o a Chambers.
Y no estoy dispuesto, en esa tesitura semántica, en ese dar nombres a
vuelatecla, dar la impresión de ser dogmático. En lo que no me rebajo es
en la cabecera primordial llamada Mingus.
El contrabajo, en el jazz,
es un instrumento glorioso, pero el oído no lo reconoce con el mismo
vigor sonoro con el que acepta la presencia de los metales o de un
piano, pero cuando lo percibes, cuando entiendes qué te cuenta y con qué
dulzura, lo buscas en cada disco de jazz que pillas, y en el
aprendizaje lento y hermoso de los géneros y de los músicos hasta llegas
a reconocer patrones, ejecutorias, cierto tipo de canon doméstico con
el que te manejas y con el que, sobre todo, disfrutas.
Criado entre predicadores y negros con temperamento racial, Mingus descubre a Duke Ellington en
la radio y aprende violonchelo y trombón. Ejecuta piezas clásicas, pero
el jazz sanea mejor el alma, la desaturde del caos en el que vive la
sociedad norteamericana en los convulsos treinta y los bélicos cuarenta.
Luego viene el contrabajo, el piano, la dirección de sus big bands y el
amor infinito hacia la música. Las refriegas racistas, el carácter
violento que le caracterizó y el cansancio moral de vivir siempre en
continua batalla (contra blancos extremistas, contra negros
condescendientes, contra la dictadura terrible del dinero y contra el
tiempo) le hicieron retirarse cuando estaba en la cúspìde absoluta del
jazz. Lo hizo sin ruido, al modo en que su instrumento suena en el
volcánico ejercicio del bebop o del free jazz o de la tercera vía a la
que siempre se inclinó. Murió en Cuernavaca, en Méjico, en 1.979 y sus
cenizas fueron esparcidas por el Gánges.
2
Recuerdo
un disco (en vinilo, luego convenientemente grabado en una cinta de
cassette TDK, qué tiempos) que me prestó un amigo. Era Mingus Ah Um,
el disco infalible para descubrir el jazz. Treinta años más tarde de
ese descubrimiento, año arriba o abajo, sigo escuchando con absoluta
perplejidad. Me produce más emociones que entonces, me llena
infinitamente más que en aquellos años de aprendiz elemental, precario y
lleno todavía de muchísimos prejuicios. A nadie, salvo a mí, le gustaba
el jazz. Tuve un amigo al que le intenté explicar las razones de mi
idilio y sólo conseguí que ampliara un poco más la lista de extrañezas
que me tenía adjudicadas. Además Ah Um sale el mismo año, en 1.959, que
el fabuloso Kind of blue, el mejor disco de la historia del jazz a juicio de algunos fanáticos que le dedicamos a este género parte del alma. Y también Giant steps, obra inmortal de John Coltrane, o Time out, el mejor disco comercial del jazz firmado por Dave Brubeck, recientemente fallecido,, y su inseparable Paul Desmond.
3
Ojalá hubiese empezado 2013 escuchando a Mingus. Digo la parte de la noche en la que ya acaba la fiesta, se van recogiendo los platos y las botellas y uno enfila el camino a la cama, pensando en la trascendencia o en la intrascendencia de que el calendario ha movido una cifra y sea, al día siguiente, al poner el pie en la primera luz del día, año nuevo. No lo hice así y lamento que buscara el sueño buscando inútilmente una emisora de radio que me confortara o que, en todo caso, no me irritase. Suelo llevar a mano, en viajes, un ipod bien cargado de música. Lo uso en momentos de estricta necesidad como un paliativo de la realidad, una especie de lenitivo del rigor de las horas. Hay algunas que parecen infinitas y otras que, por causa del afecto a las cosas hermosas o por injerencia del azar, pasan más rápido de lo que desearíamos, dejándonos satisfechos e insatisfechos al tiempo, como si la exigencia fuese tan alta que, antes de acometer nada, supiésemos ya que no nos va a llenar enteramente. Hay madrugadas en las que uno pide un poco de Mingus sin éxito. Hoy, al llegar a casa, he buscado de nuevo Mingus Ah Um, el disco infalible para descubrir el jazz, y lo colocado primorosamente en el Marantz, aireándolo con la convicción de estar saldando una cuenta invisible, una deuda contraída conmigo mismo, pagado a destiempo, disfrutada (a trompicones, yendo de un sitio a otro de la casa, deshaciendo maletas, guardando cosas) de una forma inefable. Inefable.