Tengan
ustedes una noche antológica, una noche sublime, una a salvo de la
pesadumbre, una con colmo de júbilo, una festiva hasta el desmayo, una
que no deseen que acabe, pero no caigan en el error de olvidar el mañana
gris, el día con todas sus luces, el año que entra con su vértigo y con
su fiebre. Hoy, no obstante, desfóndense. Sean felices sin otro dios
que les guíe. Miguel Brieva, el autor de la imagen que traigo todos los
años, en esta fecha, a mi blog, se lo dice muy claro. El texto no
cambia. Los últimos años entran a trompicones, amenazando con llevarse
todo por delante. Así que hoy, si pueden, bailen.
31.12.13
30.12.13
El año de Walter White
Los años enseñan cosas que los días jamás sospechan. Se me ocurren algunas sobre las que últimamente divago, en las que entro cuando escribo. Es curioso que uno siempre piense que está escribiendo sobre los mismos asuntos, pero hay veces en que esa evidencia tropieza con un texto imprevisto, alejado de la trama habitual. Nunca he escrito sobre la democracia árabe o sobre el cine de Tarkovski. De las dos mil ciento sesenta entradas que he publicado en este blog (ése es el número según reza mi editor de blogger) no habrá ninguna en la que haya depositado mi opinión sobre la prosa de Camilo José Cela o sobre el sexo en la tercera edad. Por el contrario, he dejado cientos de anotaciones sobre el jazz. Quizá Charlie Parker aparezca en ochenta ocasiones. O Jorge Luis Borges. O H.P. Lovecraft. Tengo un camino del que no suele salirme. Cuando lo hago, ando a ciegas. De esa manera de andar, prefiero la sensación de vida que produce. No la tiene el sendero seguro, el que ya hemos pisado. Digamos que me he prodigado en lo que conozco o a lo que se inclinan mis vicios. En el año que está a punto de vencer, no he modificado la hipotética lista de vicios que me son más afínes. Sigo empeñado en ver a Dios, en cultivar digresiones alrededor de la posibilidad de que exista, aunque no tengo preferencia. Soy un metafísico mediocre, pero adoro la metafísica y me lo paso estupendamente cuando la divinidad me visita y me esfuerzo en registrar ese prodigio. Mi amigo K. sostiene que no dejaré de escribir nunca. Le reprendo por tener la seguridad de algo que ni yo mismo soy capaz de pensar razonablemente. A lo que no voy a encontrarme este año es a elaborar algunas de las listas que tanto me fascinaron antaño. No haré la de los grandes discos ni la de los libros que me sorbieron. No habrá películas formidables. Ha sido un año más pobre que otros en esos vicios. De todo lo que he observado me quedo con Walter White, un cabrón al que no se le profesa afecto alguno, del que no entiendes completamente los porqués de su proceder, pero al que terminas incorporando al pequeño santuario personal, en donde alojas lo que te conmueve, todo lo que te zarandeó poco o mucho. El señor White es el personaje del 2014. Ayer leí que en la prensa que es el Papa Francisco el elegido por los lectores de la prensa. Me parece estupendo. Como me sigue encantando confundir lo real con lo fabulado, me quedo con White. Ha sido su año. Me he walterizado de lo lindo. Ahora que todo ha acabado el mundo está un poco huérfano. Cosas mías.
28.12.13
La caligrafía del mal
(Hussein Malla, AP)
El azar posee su propia caligrafía, su esmero en el volcado de una trama. Esta instantánea, tomada en Beirut después de un atentado a un centro de negocios, crea la ficción de que el mal no existe, de que la guerra es un argumento cinematográfico o un episodio de la Historia. La realidad, en cambio, se encarga de desmantelar toda posibilidad de jugar con las palabras. No hay juego posible después del caos, pero la caligrafía persiste, el lenguaje pugna por imponer sus códigos y llega un momento en que uno libera la imagen de la fatalidad que la forjó y cree que solo es eso, una imagen entre las imágenes, una evidencia entre las evidencias, sin que nada trágico anide debajo. Da igual que sea Beirut o Nairobi, Nueva York o Sarajevo. En la dimensión lúdica de la foto, en su simulacro puro, no hay muertos. La muerte queda para otro ámbito, pero no para éste. La realidad pasó de largo y aquí solo vimos una extensión formidable del arte. La saturación en la que estamos inmersos restrringe el dolor, lo mengua, lo banaliza, lo suspende. La posible empatía ha sido extirpada del lóbulo en donde se encuentre en la insensible cabeza. Lleva razón mi amigo Miguel Cobo, que me mostró la foto ayer: a veces la destrucción nos ofrece mensaje crípticos. Todo está aquí encriptado. La belleza posee su propo nivel de seguridad. Hay que ir abriéndose paso, ganando terreno a la aversión, mitigando el dolor que produce observar el mal, logrando finalmente ese raro estado de equilibrio emocional en el que una fachada de un edificio devastado por las bombas no afecta más que una avenida en hora punta o un campo de trigo a cuyo término se observa una casa antigua. Solo nos incumbe la belleza. Nos afanamos por encontrarla incluso donde no está convocada. La buscamos en los escombros y hay cierta confianza en que la búsqueda no será en balde. Somos criaturas extrañas los seres humanos. De verdad que no entiendo de qué formidable sustancia estamos hechos.
23.12.13
No son días buenos
Quizá lo que hemos perdido sea el sentido de las palabras, el significado que albergan. De hecho no creo que público y digno posean la acepción que razonadamente hemos venido usando en cualquier debate ideológico. Lo mismo es la ideología la que lo está contaminando todo, corrompiendo cierto estado del bienestar, no el que los socialistas vendían como idílico. No se trata de que la derecha incivil, la que privatiza y la que amarra al individuo y lo expone al criterio voraz de los mercados, haya barrido para casa y esté alegremente, refrendada por una mayoría en el arco parlamentario, eliminando todo lo que les molesta, los asuntos que les molestan. Si volviera al poder el PSOE acometería reformas que no contentarían a toda la población. No hay consenso en nada, no creo que pueda haberlo: ni uno mismo está en continuo consenso con su forma de comportarse, pero lo de la escuela es perverso. Otras perversiones podrían añadirse, sin salirnos de la desazón que nos aturde, del sentimiento de desafecto por la política que reina en la opinión pública. Todo este alejamiento entre el gobernante y el gobernado no debe aducirse exclusivamente al lamentable sistema financiero ni al esfuerzo, quién duda que titánico, de pagar las deudas antes de comenzar a ahorrar de nuevo. Lo que no se acepta, a pesar de esos indicios razonablemente legítimos, es que sea la educación o sea la sanidad las que paguen los desperfectos. La dignidad de lo público está seriamente violentada. Lo público está herido de muerte. El moribundo avanza, parece que no pierde del todo el resuello, pero está a poco de de verdad fenezca. No lo habrá matado en exclusiva el gobierno de Rajoy: es la connivencia de la sociedad la que ratifica la paliza que le están dando en algún callejón oscuro de las leyes.
Lo que mi amigo Fernando Oliva, un verdadero hombre renacentista instalado en este cambalache de siglo, ha hecho con su montaje fotográfico es la mejor felicitación navideña posible. No he visto otra que zarandee con más atrevimiento la pasividad con la que afrontamos el cataclismo que se nos cierne. No llegaremos a esto, no vamos a volver al pasado pobre de la España gris de la posguerra, pero sobrevuela la impresión de que no está lejos el día, de seguir así las cosas, en que ese pasado pobre de esa España gris hinque la rodilla en el suelo y vea cómo está el panorama. Siempre gana el dinero: sirve para que quienes lo posean aborten en Londres o estudien en Dusseldörf. Es tan hipócrita el resultado de las reformas que escandaliza que prosperen. Es tan diáfana la sensación de que estas medidas no les incumben a los ricos que los pobres, los de solemnidad y los recién inscritos en el censo, están indignados. Cómo no estarlo. Al paso que vamos sacaremos el cobre de las pizarras digitales para venderlo y poder pagar el recibo de la luz en las escuelas. Será como el famoso tren de los hermanos Marx. O como al ínclito Buster Keaton en El maquinista de la General, desmontando ese mismo tren para que el tren continúe su viaje. Un viaje a ninguna parte probablemente.
No es una Navidad feliz en modo alguno. No creo que haya ninguna que lo sea; fiestas religiosas en su origen pero brutalmente transformadas en una celebración laica o consumista o capitalista, en donde más crudamente se evidencian las diferencias entre las clases sociales. Va uno por la calle sin que nada le espolee a pensar en el espíritu. Es solo la carne, la gloriosa carne la que manda. No eres nadie si no tienes una visa que expoliar, no eres nada si no te dejas engatusar por la voz meliflua de los altavoces de El Corte Inglés, informándote de que si compras dos botellas de Ribera del Duero te regalan una tercera. Es el mercado el que gana. Y quizá está bien que sea así. Yo nunca he conocido otras navidades. No he vivido ninguna revelación religiosa que me haya enternecido por dentro. Sigo siendo una criatura materialista. Una que confía en que la palabra delito sustituya a la palabra pecado de una vez por todas. Una que desconfía de que la fe recompondrá la pérdida de valores que algunos colocan como el verdadero veneno que está haciendo que la sociedad enferma. No dudo que está enferma, pero la salvación está en los pupitres que Fernando Oliva ha registrado en su amarguísima felicitación navideña. Si algo bueno hay en el prometedor futuro depende de esos pupitres. Si el gobierno de turno (no olvidemos que los gobiernos funcionan por turnos, afortunadamente) escatima medios para que resplandezcan, el país se va a la mierda. En Navidad o en pleno verano. Esa es la dirección previsible. Que El Roto termine mi angustia.
16.12.13
Escotes
Se empieza abriendo una zanja donde amontonar muertos y se termina tapando el escote de Sara Montiel. Lo uno conduce a lo otro o quizá sea al revés. Hay un hilo conductor en la perversidad. Consiste en la creencia de que al débil, el que no detenta la investidura soberbia de la autoridad, no le incumbe la formulación de las leyes que lo gobiernan. En muy resumidas cuentas, reduciendo la trama censora a sus más elementales ingredientes, se trata de eso, de que no exista voluntad en el gobernado, de que se le aplique (sin su consentimiento o sin el que deriva de sana mecánica de las urnas) una vara de medir caprichosa, que no obedece al sentir del pueblo ni emana del criterio democrático.
El escote de Sara Montiel es el abismo por el que se despeñó España en la época gris en la que no fuimos nada o lo fuimos de un modo precario, absolutista, cainita, represor, infame, perverso también. No sé si se puede levantar cabeza después de las miserias que padeció el pueblo. Siempre queda una rémora, un reducto fiel al pasado cercenado por la muerte del dictador, por la venida gloriosa de la libertad, con su hermoso carro de oro. No se nos quería libres. Tampoco ahora hay una libertad de la que podamos presumir enteramente. Solo hay que abrir la prensa y asistir al bochornoso espectáculo de la vida mundana, la que abarrota las calles de gente dolida, exprimida hasta el desmayo, convertida en otra cosa, pero no en ciudadanos, no en individuos protegidos por ese soberbio cuadro de derechos y de deberes que es la Constitución, tan zarandeada últimamente, tan cuestionada, tan amiga de algunos, en ciertas circunstancias, y tan hostil a los demás, en otras. Lo de cubrir los pechos de la Montiel rivaliza con otras barbaridades desgajadas de la cabeza del catón, un señor elegido entre otros, afín al régimen, concienciado de que la carne ofende. No hemos cambiado mucho. Sigue el espíritu censor. Quizá han cuidado de que no sea tan evidente, pero se advierte a poco que uno observa con atención que no se ha ido del todo. Lo traen emboscado porque ahora hay más que ver y entre tanto asunto no se aprecia cómo nos birlan lo real, de qué taimada manera consiguen que todo parezca espléndido y sean éstos los mejores tiempos. No lo son. De ninguna manera lo son. Ahora no le tapan a ninguna montiel la carne alegre. Dejan que alguna distraiga. El hurto del canalillo, tan sugerente, de tan hondo pálpito, fue una de esas atrocidades de las que no nos hemos repuesto. Porque representa una forma de pensar o porque glosa un modo de evitar que se piense.
El escote de Sara Montiel es el abismo por el que se despeñó España en la época gris en la que no fuimos nada o lo fuimos de un modo precario, absolutista, cainita, represor, infame, perverso también. No sé si se puede levantar cabeza después de las miserias que padeció el pueblo. Siempre queda una rémora, un reducto fiel al pasado cercenado por la muerte del dictador, por la venida gloriosa de la libertad, con su hermoso carro de oro. No se nos quería libres. Tampoco ahora hay una libertad de la que podamos presumir enteramente. Solo hay que abrir la prensa y asistir al bochornoso espectáculo de la vida mundana, la que abarrota las calles de gente dolida, exprimida hasta el desmayo, convertida en otra cosa, pero no en ciudadanos, no en individuos protegidos por ese soberbio cuadro de derechos y de deberes que es la Constitución, tan zarandeada últimamente, tan cuestionada, tan amiga de algunos, en ciertas circunstancias, y tan hostil a los demás, en otras. Lo de cubrir los pechos de la Montiel rivaliza con otras barbaridades desgajadas de la cabeza del catón, un señor elegido entre otros, afín al régimen, concienciado de que la carne ofende. No hemos cambiado mucho. Sigue el espíritu censor. Quizá han cuidado de que no sea tan evidente, pero se advierte a poco que uno observa con atención que no se ha ido del todo. Lo traen emboscado porque ahora hay más que ver y entre tanto asunto no se aprecia cómo nos birlan lo real, de qué taimada manera consiguen que todo parezca espléndido y sean éstos los mejores tiempos. No lo son. De ninguna manera lo son. Ahora no le tapan a ninguna montiel la carne alegre. Dejan que alguna distraiga. El hurto del canalillo, tan sugerente, de tan hondo pálpito, fue una de esas atrocidades de las que no nos hemos repuesto. Porque representa una forma de pensar o porque glosa un modo de evitar que se piense.
13.12.13
Un trozo del mapa
Hay países de los que no sabría decir ni una palabra. Países de los que carezco de toda información salvo tal vez su alojamiento cartográfico o la levísima consideración que proviene de haber escuchado su nombre más o menos veces en los tristes recuentos de catástrofes que en ocasiones ocupan los titulares en los informativos. Uno entiende que no sepa dónde está tal o cual pueblo, pero he disfrutado los atlas y todavía soy capaz de ubicar Soweto (antes de que Nelson Mandela lo engrandeciera para las enciclopedias) o escribir sin error el nombre de todos los países costeros del continente americano. De verdad que no es una información de la que yo presuma ni una a la que le extraiga un uso extenso. Me limito a saber en qué mundo vivo. Amé los atlas como se aman los libros de aventuras. Les concedí la confianza que me permitía fantasear con recorrer todos aquellos lugares asombrosos. Mi dedo reinaba el mundo cada vez que recorría la espina dorsal de los Andes o el curso formidable del Nilo. En mi afán por fundar imperios en mi imaginación inventaba mapas. Era una actividad prodigiosa. Todavía no he encontrado ninguna en la que depositar esa voluntad de conquista. No solo creaba islas imaginarias sino que les daba nombre y hasta colocaba ciudades allá donde se me ocurría. Elevaba cadenas montañas a capricho y montaba ríos desde sus cúspides para dejarlos después morir en el anchuroso mar. Creo que el primer escritor que hubo en mí procede de esta cartografía azarosa. De ahí el respeto a cada país, por pequeño que sea, por irrelevante que parezca la fonética de su nombre. De seguro que allí habrá ríos que crucen una hoz entre agrestes ondulaciones de la tierra o acantilados cortados con esmero, como si los dioses primigenios (los que Lovecraft ideó para entender el pasado remotísimo) se hubiesen ocupado a tiempo completo en la creación de un mundo abrupto y violento, escenario fabuloso en donde hipotéticos dragones dirimían combates a los que mi imaginación se aferraba fieramente, liberándome de la realidad, conduciendo (a la manera que lo hace la mejor ficción) a lugares más hermosos que ninguno que yo hubiera visto. En realidad, en ese edad y en esta otra de ahora, no he visto demasiado. He visto pequeños países y los he visto de un tamaño inabarcable, pero todos han sido convertidos en líneas alojadas en un mapa.
De Cataluña conservo también un recuerdo cartográfico. Que esa impresión mía haya sido violentada no es relevante. Se tiene una idea hostil de lo catalán porque lo hostil es el primer paso (orquestado desde la política) para plantear un desafecto entre las partes. Del desafecto a la independencia hay un trecho más argumentable, del que se puede extraer un ideario de más fuste noticiable. El catalán de a pie (conozco algunos, tengo como muy querido amigo a uno) no cree que estas distracciones le beneficien. Le concede al hecho trascendental de la independencia una importancia secundaria o no le concede trascendencia alguna. De los otros, de los conjurados, de todos los que batallan por escapar de la madre patria (ay) y campar por el mundo con su lengua, sus espías y su torres de hombres, sé poco. No he tenido oportunidad de que alguien verdaderamente obstinado en esta empresa me la explique de un modo razonable. Las patrias es que no son razonables. Ni la catalana ni la española. Son razonables los mapas. Incluso lo son más los que carecen de fronteras y solo apreciamos la parte orográfica o quizá también la que pone en un color más oscuro las poblaciones. He sido invitado ya varias veces a visitar Barcelona y todavía no he accedido. No por algún desafecto de ésos que los que antes me refería. Será que está lejos de mi casa o será que hay sitios a los que deseo ir antes. Mi amigo B. dice que debe ir antes de que cierren la frontera. Es un chiste malo, pero ocurrente, muy al hilo de estos tiempos.
No es ocupación de este blog el análisis político. No tengo capacidad para entrar en honduras. Me limito a asistir como espectador. Uno interesado, por supuesto. A lo que no estoy dispuesto a renunciar es a sentir que, en el fondo, toda esta metralla informativa censura o relega a un término secundario otras informaciones que igual debieran darse con más énfasis o en más abundancia. No es momento de irse. Igual no hay ninguno que sea en verdad el propicio. La Historia está llena de momentos imprudentes que luego no han sido tales. A mí no me gustan los días de exaltación nacional. Prefiero la exaltación paisajística o la topológica o incluso la mera exaltación metafórica. Estos son días de exaltación de las pasiones nacionalistas. De un lado o de otro, de aquí o de un poco más allá. Ninguna de esas convicciones me conmueven. Las observo desapasionadamente. Me producen incluso un cierto reparo moral. Tanta gente pasando penurias y tanta otra, en posesión de los instrumentos que palian esas penurias, tan fieramente empeñada en ignorarlas, tan hocicados (es el hocico el que mueve las pasiones a veces) en otras de menor alcance. Algunos no se enteran de que las banderas las hacen todas en Hong Kong, como esgrimía, con su habitual marca abrupta y certera, El Roto, hace tiempo, en su rincón de prensa. Se vive mejor en la creencia de que la patria de uno es el corazón de la que a la que ama. Luego están los idiomas, están las banderas o está la ganancia o la pérdida de un territorio allá lejos, a donde uno no va nunca o en donde no se considera ni siquiera un vecino sensible, uno de verdad preocupado por las menudencias de lo doméstico. Los políticos no se arriman a estas consideraciones banales. Van a lo grande, buscan lo que impacta: quieren ser los que consiguieron esto o lo otro, los que forjaron un destino en lo universal, una línea en un texto, un trozo más grande del mapa.
No es ocupación de este blog el análisis político. No tengo capacidad para entrar en honduras. Me limito a asistir como espectador. Uno interesado, por supuesto. A lo que no estoy dispuesto a renunciar es a sentir que, en el fondo, toda esta metralla informativa censura o relega a un término secundario otras informaciones que igual debieran darse con más énfasis o en más abundancia. No es momento de irse. Igual no hay ninguno que sea en verdad el propicio. La Historia está llena de momentos imprudentes que luego no han sido tales. A mí no me gustan los días de exaltación nacional. Prefiero la exaltación paisajística o la topológica o incluso la mera exaltación metafórica. Estos son días de exaltación de las pasiones nacionalistas. De un lado o de otro, de aquí o de un poco más allá. Ninguna de esas convicciones me conmueven. Las observo desapasionadamente. Me producen incluso un cierto reparo moral. Tanta gente pasando penurias y tanta otra, en posesión de los instrumentos que palian esas penurias, tan fieramente empeñada en ignorarlas, tan hocicados (es el hocico el que mueve las pasiones a veces) en otras de menor alcance. Algunos no se enteran de que las banderas las hacen todas en Hong Kong, como esgrimía, con su habitual marca abrupta y certera, El Roto, hace tiempo, en su rincón de prensa. Se vive mejor en la creencia de que la patria de uno es el corazón de la que a la que ama. Luego están los idiomas, están las banderas o está la ganancia o la pérdida de un territorio allá lejos, a donde uno no va nunca o en donde no se considera ni siquiera un vecino sensible, uno de verdad preocupado por las menudencias de lo doméstico. Los políticos no se arriman a estas consideraciones banales. Van a lo grande, buscan lo que impacta: quieren ser los que consiguieron esto o lo otro, los que forjaron un destino en lo universal, una línea en un texto, un trozo más grande del mapa.
11.12.13
9.12.13
Los cuentos del amor sideral
I
Las realidades improbables son las más disfrutables, pero siempre tiene que haber una brizna de verosimilitud. Se trata de que la cosa impostada, la que se impone a lo real, no malogre la posibilidad de que la trama se desbarate al deslizar un elemento fantástico, un recurso narrativo que luego sea incómodo y sobre el que penda toda el equilibrio de la mentira. Porque siempre andamos mintiendo. Incluso cuando decimos la verdad, en el momento en que relatamos prolijamente lo que pasó, sin el concurso de la ficción, estamos incurriendo en una falsedad o estamos manipulando lo que sabemos, tal vez inconscientemente, pero al final lo que cuenta es lo que se lee o lo que se cuenta, de modo que no hay manera de que algo sea escrito o sea contado, siempre está ahí la invención, contaminándolo todo. Por eso las realidades probables, las que podemos reconocer inmediatamente, por familiares, por íntimas incluso, no son las que más convienen. Hace falta mentir.
Las realidades improbables son las más disfrutables, pero siempre tiene que haber una brizna de verosimilitud. Se trata de que la cosa impostada, la que se impone a lo real, no malogre la posibilidad de que la trama se desbarate al deslizar un elemento fantástico, un recurso narrativo que luego sea incómodo y sobre el que penda toda el equilibrio de la mentira. Porque siempre andamos mintiendo. Incluso cuando decimos la verdad, en el momento en que relatamos prolijamente lo que pasó, sin el concurso de la ficción, estamos incurriendo en una falsedad o estamos manipulando lo que sabemos, tal vez inconscientemente, pero al final lo que cuenta es lo que se lee o lo que se cuenta, de modo que no hay manera de que algo sea escrito o sea contado, siempre está ahí la invención, contaminándolo todo. Por eso las realidades probables, las que podemos reconocer inmediatamente, por familiares, por íntimas incluso, no son las que más convienen. Hace falta mentir.
No decir: me llamo Emilio Calvo de Mora Villar, nací en 1966 en
Córdoba, no tengo hermanos, mis padres están bien de salud todavía,
tengo una mujer y dos hijos, trabajo como maestro de inglés, tengo un
blog, bebo cerveza, escucho jazz, veo cine negro, leo poesía, me dejo la
barba antes de navidad y me pelo al cero en verano, no tengo perro, leo
la prensa a diario, adoro las barras de los bares, me pierdo en el
campo, sé apreciar el talento ajeno, procuro afinar el mío, sostengo la
idea de que no hay otra vida después de ésta, cuido a mis amigos y dejo
que me cuiden también, no conduzco, nunca he hecho deporte alegremente,
jamás he montado a caballo, sufro con el mal que devasta al mundo, fumo
medio paquete a la semana, no sé usar un taladro, nunca me ha preocupado
la bolsa, creo en la política a pesar de todo, me gusta escribir en los
bares...
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8.12.13
Apuntes dominicales
No sé cómo puede ser que convivan en un escaparate de una librería las memorias de David Bisbal, que deben ser una cosa meliflua, de interés couché más bien, con la poesía completa de Jaime Gil de Biedma.
Será que quienes conviven son los que están detrás del escaparate, los
que se dejan engatusar por una lectura o por otra, y entonces se cae en
la cuenta de que está bien esa convivencia un poco absurda para uno y
que, sin embargo, no causa malestar alguno en otros. Yo mismo soy un
devorador sincopado de discos de jazz y no he escuchado en mi vida uno
entero de boleros. Bisbal es el bolero irrelevante y Gil de Biedma, en
mi cabeza, es el bebop sacudiendo fieramente mi corazón. Hay cuadros en
los que no encuentro nada que me conforte y otros en los que
gustosamente me colaría por ver qué hay dentro que el mirar no alcance.
Personas que en mí no producen interés y que causan el más alto en
otros. Paisajes que me sacuden y que pasan desapercibidos para quienes
no se prestan a cuidar la mirada que los registra. La alta cultura, que
Gid de Biedma representa sin duda, y una de menor rango, con un fuste
ético o pasional o intelectual menor, pero quisiera yo acudir a quienes
venden ambas (la alta y la baja) y que elijan cuál les reporta un
beneficio mayor. Es posible que sean los bisbales del mundo, con sus
biografías irrelevantes, con sus historias de amores minúsculos, con
toda esa banalidad rentable, los que permiten que no cierren las
librerías con solera y que algunas nuevas se instalen en las calles, tan
necesitadas de ellas, por otra parte. Que los biedmas precisan de esa
cooperación noble, un poco bastarda, para que no se pierda del todo su
mensaje.
***
En estos días, acercándose la Navidad, me siento más ciudadano de Nueva York, pongo por caso, que de mi Córdoba natal. No tiene la culpa Bedford Falls o el inventario ingente de películas que los americanos han ido dejando en las carteleras. No es el espíritu de Santa Claus, tan ajeno a mi cultura; digo que no entiendo bien la razón por la que suceden estas cosas, pero es escuchar a Dean Martin cantando Let it snow, let it snow, let it snow (creo que lo dice unas cuantas veces) y siento un arrebato navideño que rivaliza con los que sienten algunos bien cercanos a mí con villancicos flamencos o con las melodías de antaño, las de la vírgen en el río, los peces y todos los arcangélicos espíritus depositando su letanía de paz para la gente de buen corazón. Pero ah siempre hay alguien que nos gana en estos extremos del gusto personal: ahí tengo a mi buen amigo R.P., que ama la navidad de un modo que no he visto a nadie, en cualquiera de sus vertientes, incluyendo la de las canciones de los renos con la nariz gorda y el barbudo barrigón comprobando los regalos una y otra vez.
***
Distraigo la tarde del domingo poniendo y quitando unos cables en el equipo de música. Sé que lo mimo más que casi a ningún objeto de mi casa. Contribuye a mi felicidad de un modo absoluto, sin recortar un ápice su generosa entrega de agudos y de graves, sin que yo aprecie un punch menor en su restitución formidable. Lo compré hace veinte años (casi veinte años) y todavía me emociona. Es curioso que piense que es mi equipo (compuesto de varias marcas: Marantz, Bowers & Wilkins, Sony) el que me conmueve y no los discos de Joe Pass, de The Beatles o de Joan Manuel Serrat. Le da a uno a la electrónica una muy alta consideración en esa lista no excesivamente larga de cosas que lo elevan de la realidad y lo conducen a otro lugar. Allí están Bach y Charlie Parker y Bing Crosby. Ahora mismo estoy escuchando White Christmas. De verdad que es una tarde de domingo espléndida. Hasta el árbol de Navidad (nada de portal este año) está ahí, en el recibidor, luciendo, enhiesto, reventón de campanitas, espumillones y bolas de colores.
***
En estos días, acercándose la Navidad, me siento más ciudadano de Nueva York, pongo por caso, que de mi Córdoba natal. No tiene la culpa Bedford Falls o el inventario ingente de películas que los americanos han ido dejando en las carteleras. No es el espíritu de Santa Claus, tan ajeno a mi cultura; digo que no entiendo bien la razón por la que suceden estas cosas, pero es escuchar a Dean Martin cantando Let it snow, let it snow, let it snow (creo que lo dice unas cuantas veces) y siento un arrebato navideño que rivaliza con los que sienten algunos bien cercanos a mí con villancicos flamencos o con las melodías de antaño, las de la vírgen en el río, los peces y todos los arcangélicos espíritus depositando su letanía de paz para la gente de buen corazón. Pero ah siempre hay alguien que nos gana en estos extremos del gusto personal: ahí tengo a mi buen amigo R.P., que ama la navidad de un modo que no he visto a nadie, en cualquiera de sus vertientes, incluyendo la de las canciones de los renos con la nariz gorda y el barbudo barrigón comprobando los regalos una y otra vez.
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Distraigo la tarde del domingo poniendo y quitando unos cables en el equipo de música. Sé que lo mimo más que casi a ningún objeto de mi casa. Contribuye a mi felicidad de un modo absoluto, sin recortar un ápice su generosa entrega de agudos y de graves, sin que yo aprecie un punch menor en su restitución formidable. Lo compré hace veinte años (casi veinte años) y todavía me emociona. Es curioso que piense que es mi equipo (compuesto de varias marcas: Marantz, Bowers & Wilkins, Sony) el que me conmueve y no los discos de Joe Pass, de The Beatles o de Joan Manuel Serrat. Le da a uno a la electrónica una muy alta consideración en esa lista no excesivamente larga de cosas que lo elevan de la realidad y lo conducen a otro lugar. Allí están Bach y Charlie Parker y Bing Crosby. Ahora mismo estoy escuchando White Christmas. De verdad que es una tarde de domingo espléndida. Hasta el árbol de Navidad (nada de portal este año) está ahí, en el recibidor, luciendo, enhiesto, reventón de campanitas, espumillones y bolas de colores.
4.12.13
Hopper
Uno quisiera estar solo en ocasiones, solo como están los personajes de los cuadros de Hopper, solo, sin el afecto poético de que existen los otros y que de alguna forma nos confortarán cuando los veamos y pedirán que contemos con ellos para lo que se nos ocurra, pero no podemos evitar dejarnos embaucar por la tristeza, permitir que nos conduzca y entenebrezca un poco, a sabiendas incluso del mal que su mala administración puede ocasionarnos. Se tiene de lo triste esa percepción decadente. Hay tristezas en las que se confía ciegamente. Cree uno que habrá un rédito artístico. Como si esa hondura del ánimo de verdad abriera el numen o lo reformara o simplemente extrajera de su oficio las maneras más nobles, las de más fuste, todas las que sabemos que andan ahí, a escondidas, tutelando la belleza. No sé qué podríamos sentir si fuésemos un personaje de un cuadro de Hopper. A lo sumo la pérdida, la sensación absoluta de abandono, la creencia de que el mundo está ahí afuera, girando, obstinado, terco, y de que nosotros, los que miramos una taza de café en un bar muy cutre de una estación de tren o los que miran por una ventana.Está en Hopper un estado de ánimo que ya hemos tenido. De Louis Armstrong se decía que era capaz de pulsar cualquiera de esos estados con su trompeta. A Hopper le pasa lo mismo con un lienzo. La conmoción de la soledad o del silencio se distrae con el atrezzo en sus cuadros. Siempre hay una voluntad lírica, y también narrativa, de que el escenario al cual se vincula la idea misma de la pintura desprenda la misma vida que los personajes que la pueblan. Es el vacío el gran tema y de él salen todos los demás. Uno está a veces vacío como lo están los personajes de los cuadros de Hopper, solo, no sabiendo con certeza qué paso dar después, cómo contar a los demás o a uno mismo la dureza del trayecto, toda esa orfandad con la se encara la consecución limpia de la trama.
28.11.13
Cine, poesía, jazz, ópera, dios
De entre todas las cosas que ignoro las que más me duelen son las que hacen felices a los demás. No sé qué daría por adquirir la sensibilidad que me facultase para amar la ópera al modo en que amo el jazz o la poesía o el cine negro. No todo el jazz, ni toda la poesía ni, por supuesto, todo el cine negro. Imagino que la ópera tendrá su grande o pequeño inventario de mediocridades, pero el asombro que depara un solo registro maestro compensa las flaquezas de los otros, toda la morralla que enturbia cualquier noble género. Me duele no amar la ópera, pero no creo que sea un dolor que trascienda, uno de esos que te marcan y te afean la vida. A veces le da a uno por echar mano de todas estos vicios ajenos por ver si alguno puede acuñarse como propio, pero es un volunto que dura poco. Conocí a alguien que se imponía a diario la tarea de escuchar jazz. Quería, muy en el fondo de su alma, empatizar con quienes, yendo a su casa, le decíamos que estábamos ya un poco saturados de Juan Luis Guerra o de Eurythmics, a los que tenía sincero afecto. Probó entonces a ponerse al día con Louis Armstrong o con Ella Fitzgerald. Era un jazz novicio y tarareable, del que se pega a la oreja y te procura un placer sencillo. Abdicó cuando la densidad sonora fue en aumento. Le abrumó el punch de Coleman Hawkins, le sacó de sus casillas algún disco que yo le grabé de John Coltrane. En esto de andar a la búsqueda de placeres o de querencias nuevas hay que dejarse llevar siempre por el corazón. No vale otra cosa, no existe un aprendizaje desde el que se pueda provocar la adhesión más vigorosa, no cabe desear amar algo. El amor no se adquiere de esa manera. Tampoco la fe. El amor y la fe entran sin que exista el concurso de la voluntad. Yo, tan enamoradizo antaño, no quise o no supe dejarme engolosinar por las carantoñas de la fe. No vi nada que me conmoviese lo más mínimo en las enseñanzas del catecismo y no me siento especialmente inclinado a fingir esos asuntos del alma. Admiro, sin embargo, la reciedumbre con la que los fieles departen los suyos con sus dioses, la firmeza sobre la que construyen un modelo de vida. En el mío, al que tanto me debo y que con tanto mimo trato, hay firmeza en otras disciplinas. La ejerzo, todo lo mejor que puedo, con los que amo y conmigo mismo, en ocasiones. De esa amistad sobrevenida entre mis pasiones y yo vive también lo que escribo.
22.11.13
Los enamoramientos: la trama infinita
No sé qué Javier Marías me gusta más: si el discursivo o el narrativo, si el que reflexiona sobre los asuntos del alma y agota los caminos en los que inagotablemente se bifurcan o el que se inclina por conducir el relato hacia su desenlace, sin curiosear en los meandros de la historia o sin ocuparse de consideraciones morales que, en algunos momentos, quizá induzcan a un desvío de la trama. De esos desvíos, en Los enamoramientos, hay los suficientes como para alojar a la novela en un género híbrido, del que Marías es un maestro absoluto, y que consiste en la sublimación de una especie de combo literario en el que ambas circunstancias se abrazan saludablemente, creando la ilusión de que no estamos leyendo una novela sino escuchando los pensamientos de quien la protagoniza. Y son pensamientos masticados, que avanzan con el rigor de quien no tiene prisa alguna en manifestarlos o de quien no contempla la posibilidad de que el relato de esos pensamientos finaliza y entonces no sepa qué hacer. A Javier Marías se le sospecha esa voluntad panteísta, de no abandonar a sus criaturas, de ofrecerles un territorio inagotable en el que puedan convivir y en el que fluya la literatura.
Los enamoramientos es pura literatura, pura diversión, aunque a veces es todo eso pero en un grado superlativo y quizá inconveniente. Amo yo esas inconveniencias, ese apabullante sentido de la construcción gramatical, toda esa riqueza de lo discernible, de lo que circula en un sentido, pero bien podría (a capricho de las musas estilísticas) avanzar por otro, sin perder el norte, logrando que al final todo se explicite maravillosamednte. Marías obra el milagro de la palabra como casi ningún otro escritor reciente que yo conozca. No conozco de hecho otro que escriba al modo en que él lo hace. Puede ser que nadie escriba como algún otro, escribiendo en la creencia de que lo escrito va a ser comparado, entrar en la buena o mala fortuna de que hablemos sobre lo leído o que nos atrevamos (tal es el caso ahora) a escribirlo, a que perdure una nota, registrada a la consideración ajena. Supongo que estos son los asuntos que fascinan al propio autor. Lo que le conmueve y hace que escriba será esa rotundidad resultante del propio acto de la escritura: la certeza de que al escribir estamos creando un mundo que discurre al tiempo que éste o que existe paralelamente a éste en el que muy rutinariamente vivimos. Y Los enamoramientos, en su discurrir moroso, ofrece con mucha delicadeza no solo una idea del amor, de la pasión amorosa, sino también de la muerte, por supuesto, y de cómo ese eros y ese thanatos se anudan y conforman los días, que son siempre una experiencia única. Hay incluso personajes que piensan así en la obra (Díaz-Varela) y obran como si todo fuese anecdótico y cualquier cosa que hagamos (las buenas y las malas) no difirieran en demasía porque, al correr del tiempo, todas van a incorporarse al torrente narrativo de la memoria, la de uno y la ajena, y va a entenderse y hasta aceptarse. Todas las páginas de la novela son una extensión fiable de este pensamiento discutible, del que Marías extrae también todas las ramificaciones teoricas, todas las posibilidades morales.
Todas las enumeraciones, densas y profundas, que Marías ofrece no dejan de insistir en algunas ideas muy sencillas, de fácil acometida, pero que se enredan (maravillosamente) y hasta en algún momento de la trama logran el aturdimiento, una especie de k.o. por abundancia gramatical, por pegada estilística. Una de ellas es la investigación sentimental que se hace sobre la muerte que construye toda la novela. Otra es la verosimilitud de que no es definitivamente una novela sino una confesión o un monólogo enorme que recibimos de modo primoroso, íntegro, como si lográramos (he ahí el placer de la literatura) adentrarnos en la cabeza del autor y ver junto a él el paisaje que nos describe, las emociones que despliega y (finalmente) el desenlace inevitable. En eso, en ir a tientas, en apariencia a tientas, como si no supiera nada, como si fuese fantasmal y especular la escritura, Marías es un maestro. Consigue que avancemos con cierta intriga narrativa, que no es abrumadora al modo en que las novelas de género avanzan, pero sí firme, sólida como pocas, elaborada con un dominio asombroso de los diálogos, de la incorporación de muy pocos personajes (María Dolz, Luisa Desvern, el propio y finado Miguel y el arribista Díaz-Valera, aparte del excéntrico y fabuloso Francisco Rico, tomado del auténtico Rico, como si fuese Borges el que hubiese colado lo real en lo figurado). La verdad a la que jamás damos caza es la que mueve a todos ellos, la que los enreda y desenreda. La muerte, que es la materia de fondo, tampoco está fácilmente al alcance: no es la muerte cartesiana, la de las novelas de Patricia Highsmith, con la que en ciertas partes he visto yo afinidad electiva, digamos, de modelos y de comportamientos, sino una muerte disgresiva, que está en la oscuridad y no puede salir de ella, que razona todo y a todo lo envuelve en su envoltorio riguroso, pero ah qué plenitud tiene ese envoltorio, qué de giros tiene la forma en que Marías nos la vende. Y luego está Balzac y está Shakespeare y hasta Dumas: todos encabalgando una trama por debajo de la trama, subtramas (insisto) que valen tanto o más que la evidente, la que sirve para resumirlo todo mucho y decir de qué trata esta novela.
Todas las enumeraciones, densas y profundas, que Marías ofrece no dejan de insistir en algunas ideas muy sencillas, de fácil acometida, pero que se enredan (maravillosamente) y hasta en algún momento de la trama logran el aturdimiento, una especie de k.o. por abundancia gramatical, por pegada estilística. Una de ellas es la investigación sentimental que se hace sobre la muerte que construye toda la novela. Otra es la verosimilitud de que no es definitivamente una novela sino una confesión o un monólogo enorme que recibimos de modo primoroso, íntegro, como si lográramos (he ahí el placer de la literatura) adentrarnos en la cabeza del autor y ver junto a él el paisaje que nos describe, las emociones que despliega y (finalmente) el desenlace inevitable. En eso, en ir a tientas, en apariencia a tientas, como si no supiera nada, como si fuese fantasmal y especular la escritura, Marías es un maestro. Consigue que avancemos con cierta intriga narrativa, que no es abrumadora al modo en que las novelas de género avanzan, pero sí firme, sólida como pocas, elaborada con un dominio asombroso de los diálogos, de la incorporación de muy pocos personajes (María Dolz, Luisa Desvern, el propio y finado Miguel y el arribista Díaz-Valera, aparte del excéntrico y fabuloso Francisco Rico, tomado del auténtico Rico, como si fuese Borges el que hubiese colado lo real en lo figurado). La verdad a la que jamás damos caza es la que mueve a todos ellos, la que los enreda y desenreda. La muerte, que es la materia de fondo, tampoco está fácilmente al alcance: no es la muerte cartesiana, la de las novelas de Patricia Highsmith, con la que en ciertas partes he visto yo afinidad electiva, digamos, de modelos y de comportamientos, sino una muerte disgresiva, que está en la oscuridad y no puede salir de ella, que razona todo y a todo lo envuelve en su envoltorio riguroso, pero ah qué plenitud tiene ese envoltorio, qué de giros tiene la forma en que Marías nos la vende. Y luego está Balzac y está Shakespeare y hasta Dumas: todos encabalgando una trama por debajo de la trama, subtramas (insisto) que valen tanto o más que la evidente, la que sirve para resumirlo todo mucho y decir de qué trata esta novela.
8.11.13
Dios oh Dios
Carezco de la disposición moral que convierte a otros en personas declaradamente laicos o de creencias firmes, bien visibles, de asiento diario. Mi única firmeza es la incertidumbre. Es más: cada día la disfruto más enteramente. Me considero un privilegiado al no tener las certezas que quizá otros poseen. En la duda, en la mayoría de las dudas, no en todas, se vive mejor. No es que me tiente de pronto inclinarme en un altar y rezar todo lo que no he rezado nunca. Tampoco he visto ninguna luz que me invite a pensar en la divinidad, en los estamentos de su palaciega iglesia o en la bendición de que cuando muera estaré sentado a la derecha de un Padre con quien, de momento, no tengo intimidad alguna, del que descreo a veces y con quien, en otras, entablo un diálogo, un diálogo vacío o a medio llenar, pero no necesito un volcado completo, no preciso de esa sensación de plenitud intelectual o estética o moral. Digamos que me apaño en esta especie de mediocridad útil, que no dará para mucho, que no producirá un ciudadano especialmente relevante, pero con el que de seguro me llevaré bien y con quien, al irnos los dos a la cama, entablaré un diálogo fluido, uno en donde la conciencia no sea fracturada o dolida o reducida a una mercancía al modo en que uno observa que la tienen algunos otros. Siempre está la otredad, la visión periférica, la conclusión de que en el fondo estamos solos y miramos a lo que nos rodea como si fuese el hábitat hostil o fuese la mismísima selva. Piensa uno en Dios y se le viene encima una maraña infame de prejuicios. Deja uno de pensar en Dios y se le seca la voz y hay como una orfandad en el afecto, en el trato sencillo de las emociones, en esa idea pequeña (anque grata) de que no estamos solos por completo. Está uno al tanto de estos dulces vaivenes del espíritu. Consiente incluso que lo zarandeen. Da por buena esa acometida pacífica de la duda. Prefiere que exista, que ande por ahí abajo, ocupando su sitio. Pero por otro lado, observando esto y aquello con detalle, no me siento cómodo con los festejos que se organizan para adorar a Dios, con los templos que se levantan en su nombre, con los protocolos de adulamiento que se le ofrecen, con la coronación continua sobre la que descansa su reino en este mundo, con la artimaña de una vida después de ésta, con la intimidante idea de que soy vigilado y de que mis actos están siendo evaluados y de que seré salvado a razón de mi expediente cristiano y yo, tan descreído las más de las veces, de tan escaso o nulo afecto por las instituciones eclesiásticas, voy comprendiendo así, al correr fantasmal de los años, que se vive mejor en la disidencia, en la creencia (no firme de un modo absoluto) de que las únicas metáforas que de verdad deseo para mi deleite y salvación son las que me proporciona la literatura y no las que se airean en los púlpitos y que luego, viendo la realidad, uno ve huecas, vaciadas de significado, creadas para otros motivos que tal vez yo no alcance a entender. Me dejo buenamente llevar como puedo. Pierdo y gano incesantemente. Me consuela escribir, contarme las cosas para que, al registrarlas, se me aclaren o definitivamente adquieran su condición mistérica. De lo que no conozco, de esas cosas de las que poseo un sentido muy primario o muy frágil, admiro la maravillsa cantidad de ocio que me proporciona. Uno lee para que ese suministro no decaiga. Lee, muy reducidamente escrito, para emular a Dios y contemplar desde la altura más idónea la trama misma, sus adentros, el espacio que existe entre la nada y el gozo más puro. Está bien ser Dios. Uno lo es a diario. Al final siempre termino así, un poco desviado del propósito que anima cada escrito, un poco irreverente y un poco más feliz por hacer también, al escribir, de Dios de mis propios vicios. Soy un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios afincado en su soledad, como el Dios al que se le reza y del que se espera tanto. No seré un buen cristiano nunca. Tampoco lo deseo. No sé si soy un laico aceptable. No lo pretendo. Ahí ando, en ese limbo de imprecisiones metafísicas, en la cruda bondad de no tener ninguna constancia de que una opción u otra me va a hacer más feliz. Se trata de eso, al cabo, de arañar felicidad, de buscarla en todos sitios, de no tener otra motivación.
3.11.13
Leer es viajar, viajar es leer
Leí una vez que el turismo es una suspensión del tiempo, una especie de sustracción racional de la modélica mecánica de las horas. Al turista, concebido como un objeto, le incumbe la realidad, pero no la realidad minuciosa, la sobredotada de significado, sino su reverso infame, la reducción cartesiana de su oferta. Uno es un turista o es un viajero o es un lector turista o es un lector viajero. Porque hay lectores casuales, que acceden al libro de un modo irrelevante. Lo que verdaderamente anhela es que se le entretenga. Sobre el entretenimiento, alrededor de esa convención del ocio, forja su estilo lector. Lo que no le asombra, no lo acepta o tal vez solo lo acepta livianamente, sin entrar en demasía en su discurso. Al turista le interesa la ciudad ejemplar, no ambiciona la pesquisa, la indagación pura. Le basta captar la mercancía, apreciar la calidad del envoltorio. Uno visita París o Lisboa en un tour organizado o lee el libro que Antena 3 bombardea (uno de Planeta, qué pensaban) en la coda mercantil de sus informativos. Hasta el tiempo se adelgaza en cuanto uno distingue entre el viaje personal o el turismo standard, entre la lectura íntima o la acometida de forma ligera, sin que existe un verdadero acopio de contenidos remarcables.
Hay una lógica de la mediocridad, una utilidad quizá de más arraigo social que la meramente cultural o estilística. Si yo leo a Dan Brown o visito el París o la Lisboa postal no leo literatura ni estoy viajando: solo estoy creando la ilusión de que leo o de que viajo. Es el mercado al que le interesa esa voluntad de acceso a la cultura. Interesa más que uno coma hamburguesas en la judería de Córdoba (de hecho hay un nefasto Burguer King a la vera de la Mezquita-Catedral) o que lea a Julia Navarro (que tiene stands en las pescaderías de El Corte Inglés, junto a los bogavantes y los rapes) que viaje por el Alentejo o lea a Fernando Pessoa, cuyos libros nunca estarán en esos escaparates tan portentosos. No hay ninguna evidencia comercial de que Pessoa enriquezca la caja mensual de las grandes librerías. Es más práctico que el ránking de libros más vendidos está liderado por Ken Follett o por Stephen King. No tengo nada contra los best sellers. No creo que indiquen un tipo de lector elevado, pero ofrecen un marcador fiable: el de un lector, al menos. Tiene que habe promiscuidad lectora, cierta intención libidinosa (Cincuenta Sombras de su Meretriz Madre). De ahí, de ese recuento de monedas, proviene que autores menores (de una relevancia mediática menor) puedan sacar libros y haya lectores que lo celebren.
Los lectores y los viajeros ideales son gourmets. Leer y viajar son actividades íntimamente conectadas: ambas apelan a un paraíso oculto, que las palabras o los kilómetros desvelan. Las dos inculcan un modelo creativo, uno lo suficientemente festivo como para que el lector accidental o el viajero casual cuestionen los libros que leen y las ciudades que visitan y ambicionen un riesgo: el no de estar a la altura, de que no sea suficiente pasear los Campos Elíseos o Central Park y convenga perderse en la ciudad interior, en los barrios sin la distinción prevista, donde no llegan los tour operadores, en libros que no se venden mucho o que incluso se venden poquísimo. Huír del cliché, hacer que malogre su propósito el tópico, y uno no tenga necesariamente que subir a la Giralda y baste pasear al azar, sin propósito, las calles de Triana, las que no se ajustan a la postal, si es que queda alguna, claro. De lo que se trata al cabo es de dejarse conducir por la mano invisible de ese azar maravilloso. En la escuela tal vez deberíamos promover que estas maneras de abordar la realidad (en un libro o en un viaje) obedezcan a un interés estrictamente emocional. Que no busquemos enseñar los contenidos de siempre, o no eso tan solo, sino también festejar los sentimientos que esos contenidos producen. Abusamos, en la escuela, de un precepto: el que todo posea un rendimiento práctico, instantáneo casi, de que se enseñen cosas que luego pueden usarse, de que el alumno suprima su voluntad (nunca aprenden lo que ellos quieren) y se abrace a la ajena, a la que dictan los programas que los maestros cumplimos con fervor y con entrega. De ahí que el turista visite París con ciertas convicciones muy firmes: la de no salirse de la cola, la de no perder las indicaciones de su guía, la de pagar todas las excursiones. Es una consecuencia de la escuela: de la idea (perversa en el fondo) de que lo importante es el cuadro-resumen, el texto en amarillo, el destacado, el que debes aprender y manuscribir después, en el examen, con una caligrafía legible.
Hay en todo esto una perversión dulce. El clasicismo burgués del XIX banalizó el turismo, lo atrapó, le despojó de todo su romanticismo (del gran Romanticismo como modelo idílico del viajero sin prejuicios) y lo hizo converger con sus maquinaciones monetarias. El legado es la seducción un poco vulgar, que no pretende agotar el modelo, sino que se conforma con airearlo un poco, con dar a entender que no hace falta entrar en todas las salas del Museo del Prado, sino en una o en dos, las que se publicitan en los carteles, de las que uno pueda después decir esto o aquello, atinado o no, pero que informa de la visita. Es mejor un simulacro de altura que una experiencia real mediocre. Y el mercado sigue apropiándose de la cultura. Y la adelgaza para que quepa en sus escaparates. Estamos avisados, pero desoímos la llamada. Seguimos visitando París o Lisboa con el ardor twittero de volcar luego las fotos en nuestro muro. Seguimos leyendo con las miras puestas en contarlo después. Como el chiste aquel en el que un español, a punto de ser ajusticiado, no pedía el último deseo de rigor. Y para qué lo quiero si no se lo voy a poder contar después a nadie.
2.11.13
Lo hacemos por su bien
Desoyen nuestro gritos, pero miran nuestros correos. Lo dejó escrito El Roto. Lo malo de que nos espíen es la sensación de fragilidad que produce. No es el voyeurismo de quien en alguna ocasión ha mirado a la vecina en el patio, mientras tendía la ropa o el deseo furtivo de saber (sin que haya nada sano en ello) más allá de lo que se nos cuenta. Esas escaramuzas de la líbido o del lado cotilla del cerebro no tienen la gravedad del espionaje severo del que ahora estamos teniendo noticia. Les importa una mierda si llego a fin de mes o si beso a mis hijos cuando los acuesto, si rezo antes de dormir o escucho las malas tertulias deportivas. Valgo por lo que puedo llegar a hacer más que por lo que hago. De mí habrán creado un perfil en el que tendrán anotado asuntos que ni yo mismo conozco. No sé qué utilidad tendrá que adore el bebop o que vuelva a Lovecraft de vez en cuando, como quien peregrina al sótano mismo de todos los miedos. Ellos son los que dan miedo. Piensa uno: qué se creen, qué autoridad poseen para observar cómo me desvisto cada noche, cómo respiro cuando duermo, cómo le hablo a mi mujer cuando tomamos café en la cocina, antes de ir al trabajo. La agresión la justifican a su modo.
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1.11.13
Un relato colectivo de Barra Libre
Historia de quien llaman El Furtivo
Episodio 1
(Ramón Besonías)
«En la noche del 23 de febrero del año del Señor de 1531 muere en isla Gorgona, sin voluntad de recibir santo sacramento, aquel a quien todos conocen como El Furtivo, de nombre Luis de Zúñiga, en el pasado soldado de fortuna y hasta ahora pagano sin oficio conocido. Izado a seis manos llegó a mi casa, con un virote bien entrado en el costado, herido de muerte. Nada puede hacerse por él. Apenas tres horas después deja este mundo, sin conocérsele hijos ni esposa, tampoco hacienda alguna, tan solo los ropajes que viste y una vieja espada ropera. Enterrado en fosa común a las afueras del camposanto, nadie acudió a rogar por su alma.»
Jamás habríamos oído hablar de Luis de Zúñiga -no confundir con Luis de Requeséns, amigo íntimo de Felipe II, pacificador de Los Países Bajos- de no ser por la casual aparición de este documento en el que el médico Don Álvaro D’Croz certifica su muerte. El obituario fue encontrado dos siglos después en un almacén de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, cuando un joven aprendiz oreaba viejos muebles. La casualidad quiso que éste y otros documentos quedaran en segura custodia hasta que Leandro Ruiz Guillén, erudito historiador de la época, los catalogara debidamente, entrando a formar parte del Archivo Histórico Provincial de Sevilla a comienzos del siglo XX. Es allí donde María del Carmen López Ortega recupera dicho certificado de defunción, incorporándolo a su estudio sobre Francisco de Jerez y que años más tarde daría soporte histórico a su serie de novelas dedicadas a la leal amistad entre el conquistador sevillano y Luis de Zúñiga.
López Ortega apenas habría prestado atención a la figura de Luis de Zúñiga de no ser por la aparición de tres cartas firmadas por Francisco de Jerez en las que instaba a sus antiguos compañeros de armas en Cajamarca a hacer llegar a Luis de Zúñiga con la mayor premura noticias sobre su salud y hacienda. El valeroso militar se refería a él en las misivas como «aquel a quien debo algo más que la vida». López Ortega, intrigada por esta deuda de sangre, buscó sin éxito huellas empíricas de la existencia de este personaje, con tan buena estrella que unos meses más tarde encontró olvidado por insignificante aquel breve obituario. Por mucho que siguió rebuscando entre archivos, no encontró ningún otro documento que certificara la vida y obras de tan enigmático personaje. Fue así que tuvo que resignarse a fundamentar su primera novela en tan exiguas pruebas (tres cartas, no muy generosas en detalles, y un certificado médico), reconstruyendo el resto con el arbitrio de su imaginación.
Así, Luis de Zúñiga pasó a convertirse en aquel hijo de un herrero de Olite, que huyendo de una vida sin más emociones que trabajar y rendir cuentas al Altísimo, llegó al sitio de Sanlúcar, fértil población de los Medina Sidonia, y sin saber en virtud de qué ingenio logró partir en 1514 hacia las lejanas tierras de Panamá a bordo de la famosa armada de Pedrarias Dávila, futuro gobernador de Nicaragua. Pese a no haber cruzado conversación alguna durante el largo y atribulado trayecto a Las Indias, querría la graciosa fortuna que Luis y Francisco compartieran igual destino, pero no en Panamá, sino tres años más tarde bajo el mando de Núñez de Balboa, rumbo a Acla con tan solo unos cientos de hombres a su mando. Dos de ellos serían Francisco de Jerez y Luis de Zúñiga. Quiso no tanto el destino y sí la ambición de Pedrarias y Pizarro que Balboa no llegara a alcanzar las tierras del sur y sus soñadas riquezas, siendo a su vuelta apresado y ejecutado con premura, quedando Luis y Francisco sin señor ni bolsa, obligados por necesidad a ponerse a las órdenes del conquistador extremeño, rumbo a El Birú en el año de gracia de 1524.
Dichas circunstancias son relatadas con todo tipo de detalles por López Ortega en su primera novela, Birú, prestando especial atención a las tribulaciones del viaje y las razones que años después llevarían a nuestros protagonistas a abandonar la expedición y hacer fortuna por cuenta propia en tierras extrañas, amenazados no solo por los indios, también por la grave acusación de traición a la Corona que pesaba sobre sus cabezas. Separan 18 meses la primera novela de López Ortega de la segunda, Rada de Tumaco, una incursión en las aventuras de Francisco de Jerez y Luis de Zúñiga por tierras colombianas. Nos confiesa la propia escritora su grata sorpresa cuando unas semanas después de salir a la luz Birú, recibe una llamada telefónica desde el mismísimo municipio de Rada de Tumaco de alguien que dice llamarse Pedro de Zúñiga Bolaños, descendiente directo del protagonista de sus ficciones. La sospecha deja paso al interés cuando el supuesto pariente de Luis de Zúñiga acompaña su relato de suculentos datos biográficos que justifican su credibilidad.
Episodio 2
(Emilio Calvo de Mora)
Documento 1 / Juan Almagro Villar, catedrático de Literaturas Hispánicas Medievales, historiador especializado en la etapa colonial y novelista de éxito, apremiado por María del Carmen López Ortega, con la que comparte editor y gustos afines ha dejado aquí una versión personal, que no omite nada de lo consignado por el propio Luis de Zúñiga, solventando las inconveniencias del español al uso entonces. Esta reconstrucción del texto es la primera en la que se ofrece un dato fiable sobre su posible descendencia.
Tiene a veces el azar la consideración de procurarnos asombro allá donde, a la luz severa de la razón, únicamente podemos esperar la contemplación de los vastos dominios del tedio. Tengo yo la costumbre de apreciar en lo que valen estas manifestaciones extraordinarias de la presencia de la divinidad. Porque no hay otro modo de entender que yo esté aquí, a salvo del rigor de las selvas, libre de caer en manos de indígenas belicosos, repasando la vida que he tenido y pensando en cómo conducir la que me resta hasta que el buen Dios me reciba en su posada y me libere de todas las pesadumbres que todavía me torturan. Como sé que tal cosa no va a suceder, habiendo ya más de lo que merezco, consigno aquí el desatino de mis viajes, la locura infinita de mis pasiones. Tengo sueños que me violentan la paz de mi espíritu y me hacen recordar la travesía que hice, el periplo infame de mis días en estas tierras nuevas, conquistadas a fuego, saqueadas a sangre. Ya no tomo indias. Hace tiempo que dejé de sentir la hombría de mi condición. Me espanta recordar las mozas que ultrajé. Mi pensar generoso me extravía de dolores (…). Guardo un astrolabio entre mis posesiones más amadas. Ninguna otra me conforta más. Ninguna, en valor, lo iguala. En ocasiones, cuando me puede la nostalgia, abro el cofre en donde escondo algunas de las cosas que mi vida de aventuras me ha entregado. De ellas, sobre las que los avaros dejarían hocicar sus ojos, me quedo con el astrolabio. Me lo dio Núñez de Balboa cuando dejamos atrás la algarabía de la selva, el espanto de las fieras que la pueblan, y avizoramos el mar anchuroso y febril, el mar del sur, el infinto manto de agua que no daba descanso a la golosa vista. Aprendí de él que no eran tesoros lo que andábamos allí buscando. Otros se afanaban por amasarlos, pero el afán que guiaba nuestra causa era de otra trascendencia. No teníamos el ansia evangélica y tampoco, a lo que ahora razono, nos animaba la ganancia de territorios. Era el mar, el mar azul y limpio, el mar sin provincias ni batallas, ofrecido como un regalo. Como si el mismo Dios lo hubiese creado y lo hubiese tenido a escondidas, en espera de que los elegidos lo rescataran del silencio y lo enseñaran al mundo para que lo adorase. Todavía hoy lo contemplo embebecido, enternecido, como el padre que tutela el juego de sus hijos y llora hacia sus adentros cuando brincan y ríen, como el hijo que agradece los dones del padre.
Dejo aquí la noticia de mi rendición. Consta en estos papeles de viejo la evidencia de haber vivido y de haber amado. Quiso la providencia que acabara en estos parajes del norte, donde me confundí con los indígenas e hice por ellos cuanto pude. Quizá por borrar los desmanes que causé o quizá porque el hombre, al cabo de sus andanzas, cuando ya flaquea el vigor de antaño, desea tomar casa, hacer balance, cerrar los ojos de noche sin que peligre el sueño y merecer, más tarde que pronto, la muerte inevitable, la que le conducirá a rendir las cuentas a su Señor. Este vástago blasfemo, que ha pecado sin pudor ni templanza, vive sus últimos días en la isla Gorgona, que lo es por las serpientes que la pueblan en número apreciable. No imploro el perdón de los míos, a los que traicioné. Tampoco el de los nativos, que masacré. El de Dios no lo merezco, aunque me enseñaron en mi tierra extremeña que el cielo existe y que no hay alma, por mezquina que sea, que no puede entrar en él y disfrutar de la Derecha del Padre por toda la Eternidad. El monje que cristianiza este lugar perdido no me asistirá cuando la luz me abandone. A mi señor le ajusticiaron antes de que le alcanzase toda la (¿gloria?) que anhelaba. Mi buen amigo Francisco de Jerez, al que no veo nada más que en sueños, me contó que Dios escribe en su Libro todas las cosas que haces, las buenas y las malas, y que ni siquiera Él sabe después cómo borrar las que no interesan. Que es mentira eso que cuentan de que los pecados se expían. Yo estoy en ese libro. Mi nombre, Luis de Zúñiga, hijo de herrero, embarcado en busca de fama y de riquezas, desahuciado de todo honor y condenado al infierno en la tierra, está en letras de sangre en ese volumen celestial. Por eso hoy, cerrando diciembre, escribo. Lo que mi espíritu anhela es que alguien, si el bendito azar consiente que desprenda de su velo de tinieblas estas palabras, cuente mi historia, la refiere a quien desee escucharla y mi nombre, Luis de Zúñiga, natural de Olite, soldado de España, no muera jamás en el polvo de la memoria de los hombres. Queda al arbitrio de quien aspire a entender más de lo que yo alcanzo la dudosa fortuna de explicar a los hijos que tuve, allá en donde estén, cómo acabé aquí, desposeído de voluntad, afligido y solo, a la espera de que la fiebre no tenga piedad y malogre esta encomienda de hechos, transcritos con todo el esmero que me dieron los libros que leí y las cosas que observé, volcada en estas hojas que dejaré sin custodia…
Episodio 3
(Alberto Granados)
Día de año nuevo, de hacerse promesas, de hallar en mi corazón pensamientos nobles y propósitos de honrar a Nuestro Señor y a nuestro Rey, que lo representa en la Tierra, pero solo soy capaz de hallar angustia y desazón, como si Fortuna me hubiera virado el rumbo y mirara hacia otro lado, siempre en el punto opuesto a aquel donde su mirada pudiera encontrarme… Ya lo decía el capellán de la nave que me trajo a estas tierras: que inútil es buscar a la Fortuna si tan aviesa dama no desea que la encuentres. Y tal paresce que es la verdad, si miramos lo azaroso de su encuentro desde que nascemos de madre.
Anoche mismo escribí un memorial en el que daba cuenta de mis angustias, de lo que mi vida ha sido y de los equívocos derroteros que ha seguido… Tal vez, al sentir junto a mí la certeza de la muerte, me dejé arrastrar por esa visión de mi vida, que también ha dispuesto de momentos asaz gratos por la gracia de Dios. Pero acostéme oyendo los cánticos de los indios y toda la noche ha sido un hervor de sucesos extraños y a fe que sin explicación. He viajado mucho como para pensar que sea cosa del Maligno, pero no encuentro explicación al contenido de mi pesadilla, quizá inspirada por las artes de mil súcubos.
En ella, alguien comunicaba lo que escribí anoche a otras personas cuyos rostros no conseguí ver, pero que vestían de una manera extraña. Todas ellas miraban un vidrio en que aparecían las ideas que surcaban sus mentes, como si eso fuera posible… En mi visión comprendí que eran criaturas de otro tiempo y en un momento de mi sueño vi que los cristales que miraban tenían una extraña fecha en una esquina: día de veintidós de octubre del año del Señor de dos mil y trece. Aún ahora recuerdo con total claridad los nombres que aparecían en mi pesadilla: Carmen López Ortega, Juan Almagro Villar, Mariela Rapetti, mujer ésta de las tierras nuevas, Ramón Besonías, Emilio de Mora, Miguel Cobo y un tal Alberto Granados, nombres que no sé cómo han llegado a mi mente, ni si son de naturaleza humana o pueden ser criaturas demoníacas… Item más, un nombre que no consigo recordar se coló en mi sueño y aparescía constantemente… No soy capaz de decir si se trata de árbol, persona, pez, animal de monte o simple invención de algún demonio que desea cebarse en mi perdición…
Todos ellos se pasaban ideas sobre mí, las comentaban jocosamente, como si las miserias que he pasado sólo sirvieran para provocar en ellos la risa, que en ello creí ver que era cosa maléfica, pues qué cristiano osaría ser tan poco misericordioso con mis infortunios y malos pasos.
Mi angustia crecía al ver en mi sueños que alguien de ese futuro había escrito dos novelas sobre mi señor, don Francisco y sobre mí. Lo más sorprendente, un profesor ponía mi memorial de anoche en un extraño idioma vagamente parecido al nuestro, lo que me preocupó, pues mi escrito contiene alguna idea que no quiero que nadie de este tiempo conozca: es tan fácil que algún dominico encuentre ideas heréticas en cualquier cosa… Las noticias que vienen de España son para poner cuidado en lo que se escribe y guardarlo celosamente, por eso no consigo saber cómo los de mi sueño se pasaban mi historia y hasta la volvían a escribir como si yo no fuera yo y no tuviera mi propio acontecer, más malo que bueno, por la voluntad de Dios y por mis errores…
El mal sueño, la agonía de esta noche me hace presagiar que el año que hoy comienza no lo termine, que la muerte o alguna otra desventura se va a cebar en mí. Pienso en esa palabra que anoche apareció tantas veces y que no recuerdo. Tal vez signifique algo o me ayude a encontrar la clave de este misterio, como esas piedras a las que se atribuyen cualidades benéficas…. Pero no la encuentro en mi mente… Tal vez… mortiza… corteza… mortaja, no, pero era algo así… ¡Cortázar! Esa era, sea lo que sea lo que quiera decir, que no la he oído jamás. Cortázar, tal vez sea la clave para esta presencia mía en un mundo para el que faltan más de quinientos años. Cortázar… ¿qué querrá decir?
Episodio 4
(Mariela Rapetti, “Malena”)
Las ideas y fechas se confunden en mi cabeza. Creo que la muerte me encontrará esta vez, o al menos eso espero. He intentado en vano escapar de mi sino manteniendo una conducta irreprochable, arrepintiéndome día y noche de los pecados cometidos y alejándome de mi gente aunque me tildaran de traidor.
Mi desgracia comienza una tarde de primavera de 1529, durante el viaje que nos llevaría a Birú. Es inútil recordar los pormenores del recorrido hasta ese momento. Baste con saber que vimos a nuestro alrededor maravillas jamás imaginadas, sangre y brutalidad. Las personas que habitaban esos parajes no se parecían a nadie que antes hubiéramos conocido. Bellos de una extraña manera, ignorantes de todo, como bestias sin domesticar. No me aventuro a decir que Dios estaba de nuestra parte, pero sí que sus dioses los habían abandonado. Llegábamos y tomábamos lo que queríamos. Algunas veces eran ellos los que lo ofrecían, con un extraño sentido de hospitalidad y otras lo tomábamos a la fuerza.
Así fue con ella, a la fuerza. Aún puedo recordar sus ojos de gata, su rostro moreno. A diferencia de las anteriores, no profería gritos ni intentaba hundir sus uñas en mi piel. Me clavó, sin embargo, su mirada llena de odio y murmuró en su lengua las palabras que no temí entonces y hoy no quiero recordar; las únicas palabras que pronunció hasta el momento de mi partida. Me amancebé con ella durante un tiempo. La tuve siempre que quise. Su mirada de rechazo me enardecía y esa fingida sumisión con la que callaba alteraba mi paciencia, pero no había golpe o humillación que la hiciera hablar. Cuando decidimos seguir viaje, la dejé sin miramientos, aún cuando me dijo nuevamente aquellas palabras. Alguien las tradujo para mí: maldigo tu nombre y a cualquiera que ose pronunciarlo; te maldigo al olvido, que ni la muerte te recuerde.
Desde ese momento me referí a ella como a la Maga y ya nadie me llamó por mi nombre; me convertí en el Furtivo. Conté mi historia por siglos, tratando de hacerle trampas al destino que ella me selló. Me ocupé de inventarme muertes e historias, de hacerlas lo suficientemente atractivas para ser recordado aún por méritos que no me eran propios. Hablé con un tal Cortázar una tarde, pero la historia tomó en su pluma un giro inesperado, donde ella resultó favorecida. Hoy escucho que otros me nombran y espero que el perdón haya llegado por fin.
O que la maldición pase a ellos, quién sabe.
Gracias a Alberto, por editarlo. Ha sido más fácil.
24.10.13
El manantial cegado
Casi nada que pueda recordar ahora de la primera vez que leí Rayuela. Tengo ocupada mi memoria con la idea de una Rayuela leída por un lector más adulto, confiado en cientos de lecturas previas. Hay libros que no deberían leerse hasta que has leído otros cuantos de un rango o de una hondura narrativa inferior. Pienso en la inocente lectura, despistada, poco atenta a toda las tramas que atesora, que hice del Moby Dick de Melville o de la Lolita de Nabokov, por citar dos de mis libros favoritos. Sé que no me van a abandonar nunca. De Rayuela no guardo esa impresión. Ha perdido con los años el apresto rompedor con la que la leí hace mucho, en 1990 o en 1991, no recuerdo bien. En realidad, salvo algunos cuentos (El perseguidor es mi favorito, con esa sombra fantasmal de lo que hubiese sido Charlie Parker) es Cortázar el que me atrae menos. Luego está Vargas Llosa, del que ya no leo absolutamente nada. Me dejó de interesar hace tiempo, aunque leo los sueltos de prensa que deja cuando abre o cierra ese o aquel seminario sobre literatura, política o carreras de podencos. De algunos autores, conforme uno está ya muy avisado de ellos, se queda uno con su producción breve. De ahí que gane adeptos el ensayo embutido en crónicas periodísticas o en artículos de opinión. Anoche, al bajar Rayuela de su balda, pensé en las horas compartidas con libros que quizá no vuelva a leer nunca. Como amigos que acaban yéndose y de los que guardas inmejorables recuerdos. Es cierto que se van; incluso es cierto que no deseas retomar la amistad en modo alguno, pero no debemos malograr la felicidad que nos depararon. Esas cosas son las que hacen que vivir sea un oficio maravilloso, ese caer en la cuenta de que la memoria nos abastece de placer en cuanto acudimos a ella. Rayuela, cumpliendo estos días cincuenta años de vida libresca, me incomoda más que otra cosa. No porque no desee drásticamente volver a leerla, que nunca se sabe, sino por la pereza que me supone siquiera el intento. Hay mucha desidia en esa voluntad disuasoria, en ese abandono lúdico. Algo parecido a lo que me pasa con el cine de Bergman o con algunos discos de King Crimson. Me dieron mucho, me concedieron alegrías enormes, pero los rehúyo. Creo que Bergman me aburriría muchísimo. Quizá yo sea otro y no aquél que andaba, entusiasmado y lírico, al cine-fórum de turno, extasiado con la posibilidad de estar dos horas en ese mundo fúnebre a veces, gris casi siempre, que registraba en sus películas. No creo que sea grave. Ni siquiera creo que haya tenido que consignarlo aquí.
22.10.13
Tea Party
Laurie Lipton
Tengo fe en eso de que la bondad acabará triunfando algún día. Digo la bondad absoluta, una especie de estado idílico de las cosas en el que no sea posible ninguna adversidad, en donde ningún placer acarree una fractura más tarde, sobre la que podamos abandonarnos sin que nada externo malogre ese confort moral o estético o espiritual. Esa fe mía no la ablanda la realidad. Está sustentada firmemente en mis creencias más nobles. Supongo que las tengo, aunque hay ocasiones en que flaquean, mostrando lo que no me gusta, la parte débil, el lado oscuro, la zona siniestra. Ojalá no sea yo un caso extraordinario y existan otros que tengan fe en la bondad, en su triunfo, pero de poco valdrá si no la vocean con más ahínco que yo, si no la airean más públicamente. Hacen falta gestos inútiles para que el mundo prospere. De ahi que podamos confiar en la poesía para que todo no se vaya a la mierda demasiado pronto. Así que hay que reformar el deseo que abre el post: tengo fe en eso de que la poesía acabará triunfando algún día. Digo la poesía absoluta, una especie de estado idílico de las palabras en el que no sea posible ninguna adversidad. A poco que lo pienso, en cuanto caigo en la cuenta de que no todo está perdido, me entra una alegría sencilla, como de juego recién comenzado cuando los juegos son lo único verdaderamente importante en la vida. En el momento en que dejamos de jugar es cuando asoma la muerte. Pensamos en el final del juego, en la conclusión del placer que proporciona.
En el dibujo de Laurie Lipton hay una evidencia incontestable de que es la muerte la que sirve el té. Lo sirve con protocolo victoriano, invitando a pensar en si estamos muertos realmente y el latido del corazón y los bostezos se obstinan en contradecir lo que sospechamos: que no hay vida dentro o la hay a pedazos, sin definirse del todo, sin tomar partido. Todas estas señoras tan perdidas no difieren, miradas en detalle, con otras a las que las costuras y la tez les confieren una cierta pulsión de vida. Hoy me pregunto si no habrá triunfado la muerte mientras todo aparenta vida. Si la hay cuando la justicia abre las puertas a quien estaba encerrado por haber matado a los tuyos. Si la hay cuando los pobres marean el fondo de los contenedores en la esperanza de que algo todavía esté a salvo del hedor de lo muerto. Si los padres matan a sus hijos. Si los enfermos mueren en las listas de espera. Si los gobiernos han abandonado toda la fe en la bondad del pueblo y lo machacan como si fuese el enemigo. Si ya no jugamos nunca. Ya saben. El Tea Party. La muerte, una de todas las muertes posibles, sirviendo el té.
posdata: gracias, María Fernanda, por regalarme el título.
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