21.5.11

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 I
Todas las revoluciones tienen un programa político, un slogan y un símbolo que las representa. Las revoluciones azuzan más revoluciones. El perfil del revolucionario casi siempre se aviene al joven desclasado, leído y sensible, amigo de pasquínes y conjurado a derribar las injusticias y sacrificarse sin  vacilación  por el bien mayor por el que lucha.  Lo equivocado de esta revolución del 15-M es que ha sido demasiado rápida. No ha habido un poso de tiempo que la asiente. Lo otro malo es que luego quedará (me temo) en símbolo de montones de cosas que pudieron ser y en símbolo de montones de cosas que lo fueron muy tímidamente, sin el afecto absoluto del pueblo llano, el espectador, el que no se decide a acampar en su barrio y lo observa todo por televisión, convenientemente desaliñado el mensaje, reducido al editorial del medio que la ha programado. Priman sobre los valores los intereses. Gana el beneficio en lugar de la pedagogía. Se instala en la sociedad la necesidad de un progreso económico ciego, pero no se produce un entendimiento de cómo administrar este beneficio. Lo que hacen estos revolucionarios y lo que van a seguir haciendo es hacer ver. Básicamente están enseñando las fracturas. Están diciendo: El sistema falla, hay que reconstruir el sistema. Por eso los partidos políticos se están frotando las manos. Porque, una vez heridos, no les están dando el tiro de gracia. No están siendo brutales en su mensaje. Están diciendo: Hace falta un cambio. Si no cambiamos, nos vamos a morir en un rincón asqueroso. Los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres. En ese plan miserabilista.

II
Es difícil compartimentar la ira. No se puede racionalizar el enfado y darle un texto con el que defenderlo en los foros del mundo. Los indigandos, los revolucionariios, los acampados, Izan al aire banderas bien visibles desde lejos, redactan manifiestos que a veces pasan a la Historia y hasta se agencian (a posta o sin voluntad) mártires que conciten después el espíritu de la rebeldía y representen lo que se hizo y cómo de lejos se llegó. Luego están las revoluciones huecas, las que se reproducen por inercia de otras, las que únicamente obedecen consignas muy modestas y las que jamás involucran del todo a quienes las conducen. En esto de ir en contra de algo lo que se ve primero es el entusiasmo. A partir de ahí, desde ese negociado irrenunciable, usted puede derrocar un gobierno o ni siquiera dejar entrever que desea hacerlo, pero se exige al menos ese punto de júbilo, de ilusión, de que algo grande se está forjando y anda uno debajo, a ras de soflama, en la militancia, en la trinchera.

II
Ahora tenemos trincheras en España. Trincheras semánticas o trincheras fonéticas. Trincheras con libros en la boca. Trincheras que resisten el paso invisible de un mal que sólo se ve desde la trinchera, tal vez, pero que nos están enseñando. Las veíamos afuera y parecían que no nos afectaban. El vecino puede hacer lo que le plazca porque es el otro. Bastante tengo yo con criar a mis hijos, procurarles un futuro digno y no malear mucho el mío propio, parece oírse en la calle. No sé yo bien eso del Estado del Bienestar si no es realmente esto que digo: una felicidad coherente, hueca, satisfecha del logro de unos cuantos derechos y consciente de que, en contrapartida, deben obrarse ciertas obligaciones. Lo que no aparece en ningún prontuario sobre libertad y justicia social, en esos panfletos de democracia moderna que los partidos airean ahora que están de campaña es la necesidad civil de que la población se guarde en la recámara un poco de ira, un poco de fe en la función cívica de la ira y de cómo esa ira, esa rebelión, ese conato de revolución o esa revolución ya sin ambages ni disimulos es capaz de reventar el Estado y reformarlo. Todos aceptamos que hay cosas reformables y que ese Estado, el que ahora se exhibe a pulmón pleno y bien está que al menos uno exista, no es un ente lírico ni completo. Este tipo de vida que llevamos puede ser muchas cosas, pero en modo alguno es un hecho inmutable ni está tutelada por la voluntad de unos pocos reacios a que desaparezca.

III
No creo que los indignados, éstos que se adueñan de las plazas y se mancomunan en pasquínes y en cánticos de salvación, alcancen a entender el precio de esta indigación y supone uno, que no está allí sentado ni ha emitido ningún signo de apoyo a los revolucionarios de forma fehaciente todavía, que volverán después a casa con muchas cosas ganadas. Ganarán pese a que al final terminen perdiendo. Ganan por el hecho de haber fundado un movimiento, uno que explica las cosas sin que en esa explicación medie la injerencia de los partidos políticos o del mercado, perdonen la redundancia. Harán que algunos extraigan consecuencias razonables y reconstruyan en su interior la idea de una democracia que consiente extravíos, desatinos y perversiones que no caben en un modelo civilizado de convivencia. Pero es que no convivimos: estamos en un ecosistema al que le extirparon hace tiempo el corazón y que se ha acostumbrando a funcionar sin que concurse la poesía o el amor al prójimo o la libertad pura y sin retórica. Como siga así voy a parecer un fan de Coelho y no hemos venido aquí a eso.

IV
Estos indignados o acampados o atrincherados,  por el hecho de serlo, de dejar que los medios los nombren así, empiezan perdiendo la batalla en el campo de la semántica. Muchos conflictos se pierden en los titulares de prensa. Viene el mensaje ya viciado por el concurso de las palabras que lo explicitan. Indignados, quizá, pero razonables. Nada de lo que ansían está vacío de sentido. Piden que no existan paraísos fiscales, que se prime el empleo juvenil antes que la vigencia de un mercado laboral ampliado hasta los setenta casi, que se modifique la ley electoral o haya democracia dentro de los partidos políticos, que se grave al que más tiene y no al desposeído, que se arbitren mecanismos éticos para conducir los mercados. Pero antes de todo esto, quizá antes de alzar un documento válido que dé cuentas de lo que realmente reclaman, quizá deberían controlar los movimientos peristálticos de la revuelta. De hecho no pueden impedir que algunos descerebrados campen a sus anchas por la acampada y se hagan el harakiri argumentístico y no sepan qué es la Junta Electoral, a qué bestia mitológica se enfrentan o a qué lugar conduce esta algarada pacífica, cómo no, voluntariosa y germinal como una canción de Dylan en Woodstock. Piden con la boca ancha y piden con el pecho limpioy se les llena la revuelta de espontáneos que no acaban de entender el hilo primero de la trama, el motivo prehistórico, la causa genética. Que es posible, al cabo, que no haya alternativa al capitalismo o que los bancos continúen su idilio con el mercado y sean los que verdaderamente gobiernan el cotarro.Que el jefe es el mercado, sí: un jefe autoritario, uno con una sola idea fija en la mente, vacío de ternura. Un jefe que provoca la crisis, asfixia al asalariado y luego, una vez amainado el temporal, vuelve a sus beneficios y prosigue su idilio salvaje con la pasta.

2 comentarios:

Ramón Besonías dijo...

I
No veo en este movimiento popular tanto un amago de revolucionar nada (salvo que nos tomemos el término literalmente, mover, agitar, hacer cambiar) como una llamada de atención, un aviso a navegantes políticos, y a su vez una demanda, un mensaje, un reclamo libre y sin ira. ¡Quién sabe! Quizá alguien escuche y cambie su parcela para que otros mejoren. No soy escéptico. Veamos, escuchemos la hierba crecer. Paciencia.

II
Hasta hace poco toda indignación no pasaba de ser un eco hueco en barra de bar. Que esas voces de taverna salgan y publiquen su desencanto, sus ilusiones, sus propuestas, es un ejercicio sano que cuando menos alivia y, si me apuras, retuerce el ánimo popular.

No me gusta eso de trincheras. Me suena a no ceder, a encabronarse. Prefiero el foro abierto, la mesa asamblearia de Sol.

III
Emilio Coelho dixit.

IV
Todo lo que es plural, colectivo, debe procesarse en la máquina del consenso, del diálogo. Y eso es difícil. Pero merece. Han empezado bien, demostrando que se puede uno quejar de forma pacífica, dejando hablar a todos sin insultos, manifestando la libre opinión sin injerencias. Es el paraiso fungible de una generacional necesitada de respuestas. No les tapemos la boca. Escuchemos, joder (¡uy!, disculpa la incontinencia, o no).

Venimos quejándonos de que la juventud es apática, y ahora que un grupo airea sus diretes al viento, muchos se rasgan las vestiduras o les agüan la fiesta. Son ganas de [...]

Pedro dijo...

Feliz de ir a votar, amigo Emilio. Es mi manera de estar sentado en Sol ahora mismo, sin estarlo. Salud, compañeros de briega.

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