16.12.10

España es un país que tiene más pobres que perros

Para Paco Galán, que me lee por la mañana temprano.

Hay noches en las que oigo ladrar a los perros. Entonces pienso en el desamparo y en la soledad, pero razono que son perros. Luego los oigo gemir y entonces me revuelvo en la cama y dejo de pensar en los perros como bestias y se me pone el corazón encogido y no soy capaz de conciliar el sueño. No le tengo un particular afecto a los perros. Incluso me molestan en ocasiones. Los evito, les doy poca conversación y casi nunca se me verá ensayar un gesto amable, una caricia que induzca a pensar que de noche, cuando intento dormirme, me desvelo porque oigo a los perros ladrar en las calles.
Un perro que gime es una cosa que da una pena casi infinita. Ayer vi un perro malherido. Debían haberlo atropellado y se movía a duras penas hacia un rincón en donde dejarse morir. Me alejé de esa escena fortuita de sufrimiento animal con un estremecimiento que me duró hasta que la realidad me devolvió a otro tipo de heridas. Bastó la crudeza de un mendigo. Uno que probablemente no me robaría el sueño de noche, pero al que de pronto, por obra de la maquinaria impredecible de los sentimientos, hice mío por simple comparación al perro malherido. Ni auxilié a uno ni socorrí al otro. No sé cuántos perros hay en España. Sé que hay nueve millones de pobres. No hablo del pobre al que el franquismo sentaba a su mesa: éste es un pobre accidental, un pobre estrictamente monetario, uno que no exhibe trazas de pobre y al que no podríamos a simple vista, por más que lo miráramos con atención o incluso si pudiéramos entablar una breve charla con él, meter en el gremio de los pobres. Un pobre, ya digo, de lo más normal. Nos fijamos más en los perros, en su desaliño animal, en esa especie de ternura que provocan cuando gimen o cuando un coche les ha partido una pierna y buscan un sitio en donde dejarse morir sin alardes.
Un pobre de los de ahora no conmueve como los de antes. Será que estamos insensibles o será que se nos encalleció el ojo y sólo deja circular las imágenes limpias. Las otras, las terribles, las que incomodan, las filtra, nos llegan al cerebro convertidas en fragmentos, en trozos que luego uno tiene que unir en mitad de la noche y sacar la conclusión de que un pobre tira más que un perro. Pero los pobres no nos roban el sueño: quizá porque todos somos pobres en el fondo. De un tipo de pobreza que ahora no sabría definir, pero que está alojada en el alma y no sufre los vaivenes de la bolsa ni se ve dolida por las rebajas del sueldo o por la subida escandalosa de los precios.
España es un país con nueve millones de pobres. Los cadáveres de Dámaso Alonso se han convertido en desahuciados, en marginados, en gente vulgar, de la plebe sencilla, de la que va al bar y se toma un café y lee cómo quedó ayer el fútbol europeo o de ésa que a la que uno jamás colocaría la etiqueta de pobres porque no lo parecen. De verdad que no. Visten como uno, eso contando con que uno no sea pobre también; hacen cola en la panadería a nuestra vera y hasta entramos en la rutina de comentar si ha llovido mucho o si mañana va a volver el sol a calentarnos un poquito. Cosas normales. De las que hablan los pobres y los que abruman por lo mucho que tienen. España, ya digo, es un país con más pobres que perros. Quién sabe. Un país que está más pendiente del tobillo de Cristiano Ronaldo que de las colas en las oficinas del paro. Un país con perros que gimen en mitad de la noche y hacen que el sueño peligre. La Banca, sin embargo, medra: la Banca, en estos tiempos de zozobra, es cuando sienta las bases de su negocio y amplia horizontes. A costa del pobre. Sin un gemido que informe de lo precario de su clientela.
Y paso largas horas preguntándole a Dios por qué se pudre lentamente mi alma, por qué España, según las últimas estadísticas, es un país con nueve millones de pobres. Pero Dios no entra en esto: está a lo suyo, en su lejanía, en esa certidumbre que nunca roza o en esa incertidumbre que pesa. Dios no entiende de pobres: tampoco de perros. Dámaso Alonso, llamándolo en su poema, no pedía que intercediera: no le conminaba a que rebajase la pobreza del mundo. No le pedía cuentas: Dámaso Alonso le preguntaba sobre el destino de todos esos muertos, sobre la finalidad de ese desvarío que es la muerte. Yo, casi a la edad del poeta, me pregunto casi las mismas cosas. Pierdo el sueño de noche, lo encuentro después y me despierto sin turbulencias mentales, consciente de lo privilegiado que soy. Porque los que dormimos y oímos ladrar a los perros y no pensamos en otra cosa somos, en el fondo, gente privilegiada. Hay tantos asuntos con los que malograr el sueño.


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3 comentarios:

BoquerónVitoriano dijo...

Ahora sí, después de leer los titulares de la prensa, de comprobar los números de la primitiva y de leer a mi distante pero tan cercano amigo Emilio, ya me puedo poner a currar con la tranquilidad de haber hecho mi ritual matutino al completo. Empieza un dia como tiene que ser, de momento empieza perfecto, ahora toca rellenarlo de la mejor manera posible que para eso es el único 17/12/2010 que voy a vivir. Si también le añadimos que es viernes, la cosa gana bastante. Gracias Emlio, que tengas tú también un dia magnífico. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Pobre es el que piensa que no lo es.
Feliz Navidad, amigo.
Rafa

Emilio Calvo de Mora dijo...

Los viernes son siempre días estupendos, Paco. Luego siempre hay algo que los estropea, pero bueno. Suele pasar. Llevas razón en eso de que cada segundo es el único. Cada vez que la luna puede ser la última, escribió (en plan trágico, el cabronazo, mi amado Borges). Pues eso. Un abrazo, amiguete.


Pobres hay en cantidad y no sólo en lo monetario. Esos que dicen son los pobres más dignos de lástima.
Feliz Navidad a ti también, Rafa. Ya habrá ocasión de hablar.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.