I
Suele argumentarse que los lectores de libros de aventuras o los espectadores de películas de acción son malos lectores o son malos espectadores porque, llevados por el interés de la recompensa inmediata, ignoran el ritmo del argumento, su trabazón interno, se saltan capítulos, líneas, escenas, todo bajo la máxima de una especie de satisfacción express que en nada beneficia al verdadero entendimiento de lo que se lee o lo que se ve. Nada de esto es ajeno al porno, género que suele consentir espectadores que omiten el relleno accidental (digamos) para acceder al acto fundamental (valgan la rima involuntaria y el chiste involuntario) .En realidad, el cineasta del porno trabaja consciente de estos vicios y acepta otra máxima: no debe habe relleno o debe haberlo en cantidades insignificantes: el usuario es el que manda en el montaje, en la escritura de las escenas y, al final, tan sólo podemos observar lo esencial, la quintaesencia del género: la coreografía mecánica de los cuerpos, que cumplen a la perfección los patrones aprendidos. No aburrir, decía Howard Hawks: sobre todo no aburrir.
A
Laura, la obra maestra de
Otto Preminger, no le sobra ni un minuto. Tal vez a
Garganta profunda, la joya del balbuceante porno de los setenta que
Gerard Damiano hizo como sin querer y sentó bases imperecederas en el género, tampoco. Las digresiones morales de
Waldo Lydecker (
Cliffton Webb) parecen no concurrir en la voracidad fálica de
Linda (
Linda Lovelace).
La crítica seria no mete, sin embargo, a las dos películas en la misma estantería. Una es un clásico; la otra, siéndolo, no alcanza su dimensión mitológica. El cine de aventuras se entrega al público infantil o adolescente. El porno a salidetes y pajilleros. El cine clásico (melodrama, negro, comedia, romántico, western, bélico, terror...) se reserva para los altos paladares y es el que mueve más prosa cinéfila y más tertulia de sibaritas. En el fondo, tal vez el espectador sea el mismo y asista a todas esas funciones (aventuras, porno, thriller, musical) con la misma ardorosa entrega y lo que de verdad prefiera sea que el profesional del cine no le cuele excesivos rellenos, lugares en blanco, zonas en las que el interés muere y el sano apetito visual carraspea, se escora al tedio y busca entretenimiento fuera de la ficción de la pantalla.
El video, el DVD o cualquier reproductor moderno de contenidos audiovisuales (discos duros multimedia incluidos) vinieron a paliar la incómoda esclavitud del
tempo pactado. Si
Bergman se enrrolla en exceso y los personajes se convierten en rostros eternos que se comen las aristas de la pantalla, pues a pulsar un botón e ir al punto convenido. En donde
Errol Flynn se molesta en explicar a la dama en apuros las razones del abordaje en alta mar, pues a buscar la escena de espadas en el mástil. O cuando
María Schneider juguetea con
Marlon Brando con inocentes historias de niña pija, pues a buscar la gloriosa escena del cuarto de baño, cuando el galán decadente y suicida, el nihilista con sex-appeal, la enjabona con golosa morosidad de amante distraído.
De pequeño, recuerdo que solía preguntar siempre lo mismo: en qué acaba. Solían responderme con evasivas porque mis mayores cuidaban de que la magia del descubrimiento personal no fuese rota por alguna revelación imprudente. Lo hicieron muy bien, supongo. La experiencia cinematográfica o lectora me enseñó más tarde que el mejor libro o la mejor película es la que está llena de rellenos que no lo parecen, aquélla que bascula entre la escena meritoria y la aparentemente vacía. Por eso odié a Bergman y luego lo amé. Por eso los libros de
Stephen King me fascinaban: mala escritura (o escritura mediocre) y argumentos fantásticos. Por eso amo el jazz casi por encima de todas las cosas: porque todo es útil.
El jazz prescinde de tiempos muertos: todo es relevante. Mientras escribo esto escucho el piano prodigioso de
Oscar Peterson (en directo, en Viena) y pienso que el jazz es como la vida. Creemos que hay trozos secundarios, pero no lo son. Creemos que hay días prescindibles, pero ninguno lo es, todos contribuyen al conjunto, a la sensación de la obra terminada. Quizá nuestra vida sea un gran libro, un tocho enorme, en el mejor de los casos. O una película de metraje escandaloso. De momento no albergamos interés alguno en acceder (rebobinando) hasta que el arrastre de la cinta magnética o del contenido (ahora digital y fantasmagórico) nos provea del alimento que esperamos: a Errol Flynn cortando cabezas de piratas, a Linda Lovelace devorando príapos coléricos, a la muerte conversando con sus súbditos alrededor de una partida de ajedrez. ¿Será eso relleno y yo vivo en mi mundo, engañado, viciado por malos hábitos?
II
Vargas Llosa leyó ayer su discurso de aceptación del Nobel de Literatura. Dijo entre otras cosas que escribir era una vocación y también una disciplina. Creo que en el fondo no habló de ficción y de literatura: de lo que se hablaba allí era de la felicidad absoluta de ser uno dueño de su propio destino. Los jóvenes de hoy lo son a medias: se creen emperadores de un mundo digital al que acceden con pasmosa facilidad y en donde se mueven con asombroso ingenio, pero donde no son dueños casi de nada. Cree tener Vargas Llosa una vida paralela en donde refugiarse cuando la realidad se pone terca y le impide ser él mismo. Yo no sé cuál es el refugio de la gente joven de hoy. Igual poseen varias realidades paralelas y saltan de una a otra de modo que ésta de aquí, la pedestre, la mundana, les viene siempre corta y no les satisface casi nunca. Salió ayer (creo) el ya famoso informe PISA y volvimos a ser los naúfragos de Europa. Hemos mejorado en comprensión lectora, pero flaqueamos en Matemáticas. En lo que seguro que hemos ganado ha sido en competencias digitales. No es un reproche. El mundo de ahí afuera será digital o no será, parafraseando a
Bretón. Pero el tiempo va pasando y ya nadie lee a
Flaubert. O sólo leen algunos y se sienten héroes en un mundo que les pertenece cada vez menos. El mundo de hoy pertenece a los que ignoran la letra menuda y redonda. Sigo en este hilo: el mundo de hoy pertenece a los que conocen la maquinaria de la redes sociales, el ruido del twitter, el guigary del facebook, ese vacío arquetípico sobre el que edifican otros vacíos similares hasta construír un modelo eficaz y hermoso, concebido para que nadie esté solo, pero destinado a que nadie lea a Flaubert ni escuche cualquier disco anterior a 1.990 (
Nirvana y aledaños) o una película en blanco y negro de RKO. Se trata de ignorar el pasado, que es rancio por definición: se trata de mirar hacia adelante siempre. De negar el infinito pasado y las enseñanzas vertidas dentro. De no saber quién es
Ulises ni sentir el peso en el pecho de una sinfónica a tope atacando a
Dvorak en su nuevo mundo. De no conocer a
George Kaplan. De no atinar a contar sílabas en un soneto. De no ubicar Israel en el mapa. De no soñar en alejandrinos ni escribir poemas de amor. De no saber qué es el rhythm and blues ni haber buscado a Dios a posta y con esfuerzo. Igual nosotros, los que sí hicimos esas cosas antaño, no hicimos otras. Igual está bien que las cosas sean como son y que cada uno busque su refugio allá donde considere oportuno. Yo mismo no he leído la obra completa de todos los novelistas clásicos rusos. Sólo algunos. Y en plan tímido. Como temiendo no ser capaz de encontrar el placer que se adivinaba dentro. En realidad todos buscamos el mismo eldorado. La misma esencia de la felicidad. Todos cobijados bajo el mismo cielo. Todos tercamente insistiendo en la misma puerta.
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La conferencia
aquí.