Hace tiempo que descreo de la novela como benefactora absoluta de mi hambre de ficción. Descreo por haber leído las suficientes y por haber disfrutado enormemente de esas lecturas. En este primer semestre del año he leído tres novelas. Eso da una cada dos meses. No es nada de lo que pueda presumir. He leído vorazmente durante años. Por leer he sacrificado horas de estudio o le he robado horas al sueño, a los amigos o incluso, en ocasiones, al responsable ejercicio de ser un padre full-time o de ser un marido razonablemente comprometido con su pareja. La mía lee más que yo y también se lamenta de no disponer de un horario extra para comerle horas al sueño o al trabajo o a ese tiempo absurdo que se malgasta en los supermercados, en las tareas domésticos o en los medios de transporte que nos comunican con el resto del mundo. Al leer, al entrar en un libro, el resto del mundo estorba. Dicho mucho más crudamente: si el libro es lo bastante bueno, el resto del mundo no existe. Cuando leo a Borges o cuando leo a Conrad o cuando leo a José Ángel Valente (tres a los que releo con convulsiva recurrencia, valgan todas las duplicidades y todas las redudancias) no hay esposa ni hay hijos. Ni siquiera hay aire y hasta el aire estorba. Quisiera uno perderse, morir dentro del libro, disponer de esa asepsia perfecta en la que es posible la perfección lectora.
Vuelvo al principio del post: hace tiempo que no leo a gusto una novela. Sí leo (más que a gusto) cuentos, ensayo, sueltos de prensa, poemas, es decir, toda esa literatura de tamaño breve a la que se entrega un tiempo también breve y que se puede interrumpir sin que exista la obligación del regreso inmediato. Recuerdo leer a Proust y sentirme incómodo en un bar, viendo un partido de fútbol con los amigos: mi cuerpo y mi alma pedían Proust. Sabía, en ese mono libresco, lo equivocado de mi proceder. Sabía que Proust no podía competir con una cerveza con los amigos en la barra de un bar, que eran territorios de placer completamente separados, que en ambos Emilio Calvo de Mora era Emilio Calvo de Mora y ninguno de esos sucedáneos presentables que se sientan en una mesa de trabajo o que van o vienen al trabajo o compran leche en el supermecado de la esquina porque la nevera está pobre y la vida, a mi pesar, exige ciertos peajes. La leche es un peaje de cojones, con perdón. Y la lejía para dejar el suelo como un espejo o la ropa con la que paseamos las calles y que se vuelve vieja o pierde ese apresto con la que fue comprada.
En seis meses he leído tres novelas. La chica Einstein, de Philip Sington. Una investigación filosófica, de Philip Kerr. Ripley en peligro, de Patricia Highsmith. Uno de ellos, además, ya había sido leído. Fuera de la novela, a la que el escaso tiempo del que dispongo no me permite entrar como quisiera, he leído mucho cuento (Monterroso, Borges, Fogwill, Nabokov, Chejov, Cortázar, Lovecraft..) y ensayo (Savater, Eslava Galán, Marina, Canetti...) Y toneladas de poesía. Poesía a diario. Poemas en cualquier momento del día en los que uno pueda acercarse a la estantería y abrir un libro y ahí, de pie, sin el protocolo habitual, sin esa aristocrática manera en la que en ocasiones uno se enfrenta a los libros, entrar en Benedetti, en Góngora, en Valente, en Colinas, en Marzal, en un poeta-amigo que me gusta cada día más, no habiéndome gustado al principio (Lara Cantizani)...
Igual, al runrún de los años, termino siendo un lector de poesía, y dejo todos los demás géneros. En música me estoy afinando y me acerco al aburrido modelo de melómano monótono. Adoro el jazz. De cada diez minutos que le dedico a oír música, ocho están consagrados al jazz. Uno al blues. El otro es todo lo demás, que es precisamente la música con la que crecí, la que me hizo entrar en la responsabilidad de saber elegir qué escuchar y a qué dedicar el tiempo libre. El mío, a mi pesar, por circunstancias estrictamente personales, no es el deseable. No es, al menos, el que he tenido recientemente. Ampuloso, moldeable, libre, dúctil. Esta misma página, a la que he acudido casi a diario durante tres años largos, es ahora un divertimento ocasional. Este mismo texto está siendo escrito a vuelatecla. Se me escapa el tiempo. Me duele el tiempo. Me abrasa el tiempo.
De cómo no veo el cine, de todas esas agresiones que sufro a diario y que me fuerzan a no poder dedicarme como Dios manda (para eso sí que existe) a ver cine, mejor hablo/escribo en otro post. Ya he dicho que tengo que cerrar aquí...
.............(me reclama la realidad)
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