31.12.09
El último post del año... II
El último post del año...
I
Voy a entrar esta noche en el limbo de los sueños, bien contento de viandas y lamido de licores, escuchando un post de La Rosa de Los Vientos, sin Cebri, qué le vamos a hacer. Acabo de pensarlo y estoy encantado conmigo mismo por el atino nocturno. Buscaré alguna Zona Cero de interés y me perderé en la charla adictiva de mis amigos invisibles. Haré eso y me levantaré mañana ufano y promiscuo de buenos deseos para que el 2.009 entrante me releve de la pesadumbre de ver que el mundo va mal y que uno, en su doméstico empeño, poco o nada puede hacer para que las pandemias aligeren su rigor perverso. En ningún momento he pensado que desaparezcan. Y eso ya es evidencia del pesimismo que irremediablemente nos ocupa el sentido común y hasta nos arrebata el júbilo de ser felices siempre y de compartir la felicidad como uno sepa. No es posible. Así que mañana arrancaremos de nuevo la página. O pasado. Y contaremos lo que importa. Poca cosa. Migajas de lo real. Feliz 2.009, otra vez.
(31-12-2009)
II
Copio, pego. En todo de acuerdo. Todo discurrió según lo previsto. Júbilos y tristezas, entusiasmo y desencanto a partes casi iguales. Y embocamos el 2.010 esta noche. Me pido un podcast de los de siempre. Igual que el año pasado. Contento de viandas y licores, untado de mi yo más mío, ufano de no fatigar las calles en cotillones. La resaca siempre fue muy mala. Pásenlo en grande. Como mejor sepan y les dejen.
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30.12.09
2009 en 8 fotogramas....
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The box:: Nostalgia Sci-fi
La guerra fría creó un género dentro de un género en el cine mainstream: era el terror reformulado a partir de la realidad y no impostado, creado desde el gótico o sobrealimentado de fantasmas, vampiros y otras criaturas de la retorcida nómina de autores clásicos como Poe, Lovecraft o Maupassant. En cuanto la vida doméstica se tiñó de hongos nucleares, la máquina de hacer dinero del Gran Hollywood echó mano de la ciencia-ficción. Nos invadieron del espacio exterior y nos abdujeron: crearon zombis, clones, ejércitos de alienados que fatigaban las calles sin disimulo de su condición o que ocupaban puestos de importancia en la vida social y reclutaban feligreses a la causa cósmica. Un poco de todo esto está en el cuento publicado en Playboy en 1.970 por el maestro Richard Matheson (Botton, botton) y en menor medida, en un limbo pasablemente entretenido, en la película de Richard Kelly. Atrás quedó la estupenda Donnie Darko: sobrevalorada, mitificada, pero todavía fascinante.
The box es una invitación al miedo primario que cruzó sin rival que lo derribara el cine fantástico desde los últimos cincuenta (The man from Planet X, de Ulmer; El enigma de otro mundo, de Nyby y la antológica y fundacional La invasión de los ladrones de cuerpos, de Siegel, nada que ver con la versión de finales de los setenta del aséptico Philip Kaufman) y murió a principios de los ochenta, época de asesinos en serie, de descerebrados a los que la bendita naturaleza sólo les premió con el don natural de la extinción sistemática de sus iguales. The box crea todas esas insalubres atmósferas de terror extraterrestre, de conspiración sideral, y lo hace con un guión dúctil, fácilmente entendible, sin fisuras ni dobles lecturas. Lo que Kelly hace después es matrimoniar malamente las texturas del cine clásico del género y las exigencias del público contemporáneo, joven, con escasa erudición cinéfila, ávidos de emociones fuertes y reacios a dejarse la pasta en experimentos. Kelly, indeciso, planea entre estas dos clientelas y no acaba de contentar del todo a ninguna de las dos.
The box posee, no obstante, imágenes perfectas: zombis pegajosos que no aturden al espectador, pero que están muy estratégicamente colocados en diferentes partes de la trama; sugerentes planos que escamotean o exhiben sin pudor la terrible quemadura en la cara del extraño Sr. Steward, un metódico Frank Langella... Más preocupado de razonar o de interrogarnos sobre la naturaleza sobrenatural de la caja de marras, que sesga la vida de una persona al pulsar el botón rojo que la preside, Kelly desatiende el dilema moral, la historia interna de la pareja que, empujada por la necesidad de una vida mejor, decide entrar en la espiral de caos que representa la arcana caja. Lo que podría haber sido un fantástico thriller queda en un digerible ejercicio de nostalgia sci-fi. El que se pierde en las divagaciones metafísicas de la historia es el espectador, el paciente, el amante de la historias, que aquí flaquean, se esbozan, se estiran y terminan entrando en un peligroso territorio más cercano al ridículo que a la perplejidad.
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Audrey Justine Tautou
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26.12.09
Una Olivetti Lettera 32
“It has never been serviced or cleaned other than blowing out the dust with a service station hose. ... I have typed on this typewriter every book I have written including three not published. Including all drafts and correspondence I would put this at about five million words over a period of 50 years.”
Tengo con Cormac McCarthy una cosa en común: usar esta Olivetti Lettera 32. La forma verbal exacta sería haber usado. La mía, mi espléndida y mítica Lettera, duró los años académicos, los entregados a rellenar formularios, a fusilar textos de la Historia de Roma o de la prosa de Benedetti, a esbozar poéticas que luego quedaron en pequeños arrebatos de lucidez amateur, de metáforas quemadas y de cuentos rutinarios sobre hadas y gente que acaba muriendo en grandes avenidas. Luego llegó el pc, el imperio del microsoft Word, ese amanuense idílico que suma las palabras, las computa, las organiza de forma cabal a beneficio del orden.
McCarthy escribió La carretera, que es su novela más reciente en mi cabeza, en esta Olivetti Lettera 32. La ha usado para mecanografiar más de una decena de novelas. El señor McCarthy, cuenta su esposa, la compró por 11 dólares allá por 1.958. Christie's maneja la cantidad de unos 20.000 dólares cuando la saque a subasta. Los fondos irán a alguna institución noble que le dé también noble fundamento. Hay gente de bolsillo mitómano que vampiriza estos objetos con pedigree: yo los miro embelesado, arrobado, convertido en un voyeur fantasioso que imagina la trama detrás, el escritor formulando su teoría del cosmos. Todos los escritores, a su modo, no hacen otra cosa. El objeto con el que producen esa suerte de prodigio merece atención, un lugar en una vitrina, un espacio en la memoria de quienes, embelesados, arrobados, los leemos.
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24.12.09
22.12.09
Desgracia: Poesía
Coetzee es un señor premio Nobel que tiene una novela llamada Desgracia y Malkovich es un señor gran actor que tiene una contundencia en pantalla a prueba de napalm. He visto muchas películas de Malkovich y he leído un único libro de Coetzee: Desgracia, precisamente. Lo extraño es que haya tardado tanto en sentarme delante de la pantalla y comprobar si Jacobs, un señor al que no conocía en absoluto, ha sabido plasmar en imágenes el universo de esa novela, que es punzante, duro, incómodo, glacial en tramos.
No sé si estos tres señores se han reunido en una habitación de hotel (con o sin sus representantes) y han hablado de cómo explicar los silencios de Lurie, el profesor amante de Lord Byron que discurre por la novela en plan vírico, contaminando, pisando, autosuficiente y pletórico en su vibrante posición de poder. Porque Desgracia (qué título tan espléndido, tan seco y espléndido) es un informe sobre la búsqueda de la identidad, sobre la autoridad que se ejerce contra los débiles (estamos en Sudáfrica, es el apartheid) y sobre la serena contemplación del propio declive. Hay una escena en Desgracia (la película) en donde Lurie pide perdón a los padres de la joven de la que ha abusado y lo hace con la misma convicción y desde la misma posición de poder (en esta ocasión ocupando el escalafón inferior, el servil, el inclinado) que antes había usado para conseguir sus propósitos lúbricos.
Desgracia habla también del deseo: lo cuenta David a su hija en uno de esos planos enormes de campos infinitos en los que los dos planean la vida o la desmontan, que viene a ser lo mismo. Lurie elucubra sobre la posibilidad de que no exista el deseo. Que esa voluntad íntima lo devasta todo, aunque en el ejercicio de la devastación el cuerpo y la mente (el alma, si se prefiere) disfrute y se sienta viva en extremo. Todo lo que en la novela de Coetzee es dureza léxica, intransigencia con los devaneos líricos, se continúa en la pantalla. Desgracia cuenta cosas importantes.
Mi amigo K. sostiene que las cuenta aburridamente: que es mejor involucrarse en el texto y no confiar los significados de las cosas a la menos concentrada exposición audiovisual. No estoy de acuerdo. Jacobs, al que hay que seguir la pista en adelante, recrea con formidable precisión (con devoción casi) el universo del libro. Malkovich está perfecto. No sabemos cómo ser John Malkovich, pero nos conformamos con verlo en pantalla. No hay gesto imperfecto, no hay impostura: vemos a Lurie en la piel de Malkovich, vemos cómo su impiedad se degrada a un estado casi infantil de las cosas, en cómo su inteligencia (ama a Byron, enseña Literatura, viste como un dandy y maneja las relaciones sociales como un carnicero maneja el trato con las bestias) va adaptándose al medio y en esa adaptación sale ganando el ser humano, uno que probablemente andaba agazapado, observando la realidad, recelando de ella, sintiendo que la hostilidad y el abuso son más hermosas que la docilidad y la pureza. Es eso: Lurie gana en pureza. Tal vez Coetzee nos esté contando que la única vía por la que el hombre puede ser amigo del hombre es la sencilla búsqueda de la pureza. No una pureza mística, que implique la separación de aquello que no se adecúa a su textura, a su dogma, sino una pureza natural, sentida, abierta. Pero K. se aburrió y salió del cine irritado, hastiado, convencido de que los libros buenos, los que manejan ideales nobles y se escriben con el corazón y también con la inteligencia, igual no deben traspasarse a la pantalla. No estoy de acuerdo. Viendo Desgracia pensé en la lectura que hice de libro hace no demasiado tiempo: el Lurie al que quieren retirar de la vida universitaria se ve en pantalla, se ve con absoluto desparpajo. Pocos personajes leídos han tenido después una imagen tan absolutamente hipnótica, tan verosímil y cercana al modelo narrado.
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20.12.09
Avatar: ¿... entonces era una historia de amor?
En muy resumidas cuentas, Avatar es una metáfora sobre el poder y sobre cómo el poder, incluso el más devastador, no es capaz de someter al amor. Ya lo dijo Hilario Camacho: el peso del mundo es amor. El de este blockbuster es cabalmente moderno: la teoría de la alianza de las civilizaciones empastada con los poemas de Walt Whitman o, si el lector prefiere, el antiguo conflicto entre el verso y la lanza que movió a Jorge Manrique y construyó nuestros propio sedimento literario. Todo eso puesto en danza con la tecnología fílmica más apabullante. Cameron, todos esos años después, sigue siendo un maestro de la ciencia-ficción. Se le puede negar que no haya aprovechado el talento técnico con un más concentrado esfuerzo narrativo, pero aquí importa el envoltorio más que lo envuelto, se ve más talento y más voluntad de crear arte en la delirante escenografía que en la trama oculta tras el azul que lo envuelve todo. No hizo falta la versión en 3D: renuncie a ella teniéndola en la sala contigua. Preferí la carnalidad del cine sin ese extra al que no dudo que los muy voluntariosos aficionados a las novedades ópticas encontrarán deleitoso y adictivo.
Lo que Cameron hace con su guión (elemental, precario, sencillo como un verso de David Bisbal) es arremeter contra las naciones poderosas y abrir al mundo la verdad de la dignidad de las que no exhiben ni poseen poder alguno. El pobre, el aniquilable, el reducible a polvo con una firma en un tratado o un dedo pulsando un botón, es el invadido. Parece que el director hubiese querido contar las razones de la bestia. Antes siempre estuvo en el lado humano y vimos como los aliens se merendaban a la tropa de la teniente Ripley en varias fogosas y fantásticas entregas. En esta vuelta de tuerca hemos avanzado un peldaño en la narración de la guerra infinita que el hombre libra con sus fantasmas y hemos alcanzado el territorio de lo minúsculo, de los árboles que hablan y de los moradores de un bosque vivo al modo en que vive la idea en la cabeza del hombre o la metáfora en la limpia imaginación de un niño. Pero quien quiera lujo visual, desentiéndase de este embrollo en el que me he metido y déjese sencillamente atravesar por las imágenes. Las hay a espuertas y casi todas fascinan. Es posible que algunas estén huecas. No pienso llevar la contraria a quien considere Avatar como un timo monumental, caro y estupendamente vendido. Se trata de que el cuerpo te pille en un punto o en otro del segmento espiritual. El mío, mi segmento, estaba abierto y casi me enlazo con las criaturas del mismo modo en que ellas, en la película, se vinculan orgánicamente con la naturaleza, con las bestias que la pueblan, con los olores y con el color del viento. En un orden infinitamente menos trágico y más desafectado de violencia, podríamos asegurar que el propio Walt Disney habría comprado este guión sencillo, sí, pero útil para montar la maquinaria audiovisual, el fastuoso engranaje de colores, texturas, capas y paisajes que el ojo ve y cree, pero que la razón (invadida por la fantasía) no comparte. Igual se trata de eso: de querer ver Avatar con un ojo rígido.
La historia de amor del marine paralítico y la alienígena azul vence (al final) a la estrella de cinco puntas nucleares que el Estado (o el Poder o la Razón o el Dinero) usa para conseguir sus fines, a los que Cameron da una importancia menudita, como de mcguffin irrelevante. El más que extenso metraje se consume más rápido de lo que el crítico poco cómplice querría. De todas formas no acabo de entender que se airee la mentira de que aquí empieza una nueva forma de entender el cine. Incluso habiendo pasado un buen rato (sin exagerar, no crean) salí lampando por compensar el abuso new-age, el volcánico chute de efectos especiales, con alguna golosina en DVD escondido en mis estanterías. Renoir, Capra, Ford, Truffaut. Incluso una buene sesión de John Carpenter, al que estoy ahora echando muchísimo de menos. Les juro que por la noche me acomodé en mi sofá favorito y disfruté durante dos horas de El apartamento. Wilder puro. No había un solo efecto especial y la emoción me erizó una vez más la nuca, pero me dormí pensando en Pandora, en que no es mala esta fórmula palomitera de ganar adeptos entre la chiquellería ávida de emociones fuertes. Entran a ver Avatar en 2.009 y dentro de diez años desean ver Blade Runner en bluray. Yo me quedo con C.C. Baxter, pero no puede uno (o sí, no sé) estar toda la vida amando las mismas viejas canciones. ¿Puede, Álex? Es que al rever El apartamento (cuántas veces) me imaginé si a ti te pasaría lo mismo después de ver Avatar. Estoy con que sí.
addenda: no dejé de ver portadas de discos de Yes durante las dos horas largas de película. ¿Alguien las vio también?
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19.12.09
17.12.09
Haidar
Ignoro si una huelga de hambre es un indicio de la grandeza del ser humano. Sé que ese sucidio lento y programado alerta más que casi ninguna otra medida sobre la angustia y la impotencia de quien la ejerce. Sé también, en mis cortas miras en estos asuntos tan graves, de la convocatoria que posee una huelga de hambre: de cómo copa teletipos, aguza el ingenio de los tertulianos de la radio, roba minutos al ligamento de Pepe o a los trofeos del Barcelona y retrasa el bienestar de la sobremesa del público que, arrebujadito en el sillón de orejas, observa las noticias. Las noticias se ven con distancia, no vaya a ser que afecten en exceso. Luego, después de la exposición, regresa uno a su confort burgués o medioburgués o algoburgués. Eso pasa con las guerras, con las pandemias víricas y con las huelgas de hambre, que son instrumento para comprobar si todavía somos capaces de consternarnos o de conmovernos.
Entiendo que la jerifaltía eclesiástica esté abrumada por estos comportamientos paganos. Censuran que el suicida haga de su voluntad un dogma. El de ellos lo escribieron hace mucho tiempo y en estos tiempos no está en disposición de guiar ni de proclamar la bondad que propone. Esta trama sórdida o luminosa, según cuándo, que es la vida tiene un guión demasiado frágil como para entorpecer más todavía su travesía y su gozo. Por eso, más que por nada, descreo de la fe; por eso, pienso ahora, veo más negocio que espíritu y me indigna que se venda la salvación del alma y no se atienda en idéntico medida, con el mismo voluntariado de adeptos, su camino entre los vivos.
No entraré, por falta de tiempo, habrá días, o por agotamiento informativo, en la triste historia de Aminatou Haidar. Razono que ninguna tierra vale más que los pies que la pisan. O valen lo suficiente, qué corto de entendederas ando, como para que legiones de mártiires se pierdan en ella. Todo es fragmentario, provisional. Incluso el suelo, la patria, como se llama ese hosco, primitivo y problemático invento, tal vez no merezcan un precio tan alto. Otros lo pagaron con gusto y no faltará quien se arrime a esa causa en el cercano o lejano futuro. Haidar está en perfecta armonía con su alma. Ése es su derecho, inquebrantable derecho. Aunque termina sacrificándola. Aminatou renuncia a sí misma, a los suyos, en la admirable idea de que su brecha en el muro de la política podrá ser un faro, un símbolo. Una huelga de hambre deja un cadáver, un mártir, un exvoto, un nombre en la Historia, y también una brecha, un punto de acceso para que otros ganen en la batalla que algunos perdieron.
9.12.09
Buscando a Conrad
El orden es una fatiga: lo escribió Espronceda, del que únicamente recuerdo los versos de los cañones a toda vela por el pupitre de mis once años. Santiago Auserón, menor en la nómina de autores de la literatura española pero más afín a mis vicios, dijo (en una memorable canción) que el orden aprendió del caos.
Siempre me obsesionó el orden, que es una dictadura para quien lo respeta. Ese orden al que aspiro no se deja que lo manosee. No soy un amante convincente: se escapa a mi control, se obstina en contrariarme, resiste que lo gobierne. El orden procura (lo sé) confort, habilita refugios, crea una intimidad limpia a la que acudir cuando afuera el vértigo (las horas son el vértigo) nos aturde. El orden es una condena también, una especie de enfermedad cultural en estos tiempos frágiles, volubles, vacíos, contagiados de stress. Al orden no se le combate nunca: el orden es un dios severísimo que pide tributos y no consiente disidencias. Y estos días de diciembre vivo en desorden, huído, incapaz de postrarme ante su cálido afecto y dejarme dirigir por su divina certeza. Recuerdo días bajo su protectorado, días simétricos, días de una formalidad espartana, cartesiana, lúcida y enteramente previsible.
Y es en ese rango de lo previsible en donde los deseos patinan o donde los hacemos patinar. Hay algo de premeditación en el caos. Hay más alegría en la búsqueda que en la certeza. Y el azar contribuye fantásticamente a engordar este desorden mío al que ya me voy acostumbrando y del que (a lo visto) no presento síntomas de curación. Oficio y vocación: el territorio de lo sublime o de lo mediocre no dependen de ese estado de las cosas al que llamamos orden. No, al menos, en el sentido en el que ese orden legisla la creatividad, la regula, la compartimenta y vigilia. El arte o los intentos domésticos y sencillos de acercarse a él precisan otros ámbitos. Trabajo junto con inspiración, que era lo que buscaba afanosamente Lorca.
Y hoy al entrar en la habitación en donde están los libros y los discos, me pareció que un poco de orden convenía. Encontrar a Conrad a la primera, que no fue posible. Ni a la segunda. Apareció (El corazón de las tinieblas) horas después un poco por azar y un poco por trabajo. Inspiración y terquedad como quería Lorca. Y pensé en la canción de Radio Futura y en la cita de Espronceda y en la necesidad de ordenar el desvarío, acotar el desmán y hacer más llevadera la vida dentro de esta habitación en la que escribo.
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8.12.09
El poeta en la casa de los poetas
Nunca he vuelto a escribir un diario salvo que consideremos el blog como uno, y no estoy en disposición, después de casi dos mil entradas durante casi tres años, de rebatir esa opción. Siempre imaginé esa rendición de la intimidad como un ejercicio vacío. El lector es el abono de lo que uno escribe. En esa época me leían María del Mar y Auxy y Antonio y Rafa. Escribí en un periódico local en donde tenía mi pequeña tribuna semanal (Diario Córdoba) y en su suplemento cultural (Cuadernos del Sur), pero esa forma de escribir era pública. Lo de los cuadernos era algo de una intimidad asombrosa, dolorosa casi. A Antonio y a Auxy, que veía casi todos los días, les envie cientos de cartas que sé que todavía conservan. Eso podía ser también una forma de diario. De lo que se trataba era de escribir por encima de cualquier otra consideración. Escribir cada día sin falta. Como quien pasea o deposita la basura en el contenedor. Muy curioso esto de la basura que me ha salido.
Viene esta pequeña reflexión de lunes sabático porque vi el pasado sábado a las puertas de la Casa del Libro (Gran Vía, Madrid) una imagen que me sorprendió y que no me abandonó durante el resto del día. En apariencia era un mendigo, un paria urbano, uno de esos desgraciados que se acogen a la beneficencia pública y se dejan morir en las aceras, entre cartones y tetrabriks de vino barato, tullidos o enfermos, desahuciados del glorioso Estado del Bienestar, de la Alianza de las Civilizaciones y de los anuncios del Corte Inglés. Y no descarto que comparta con ese gremio de desheredados alguna tara social. Lo que lo elevaba a un más alto status, el factor relevante que hacía que le prestases una mayor atención era que escribía poemas. Tenía a su vera, en el suelo, un buen taco de folios. Se apoyaba en una cómoda superficie en donde escribía y jamás, en el rato en el que lo observé, levantó la cabeza. Ajeno al vértigo de gente que sube y baja la Gran Vía, el poeta escribía.
Creo que estuve alrededor de una hora dentro de la librería (compré Una investigación filosófica, Philip Kerr, Anagrama) y apunté mentalmente un par de libros para una próxima compra. Al salir el poeta no había modificado el gesto. Producía versos. Quizá sea ése el término: producir. Al verlo allí, pensé en un ideal noble. En la escritura como un fin épico. En la poesía como un arte de una nobleza y de una altura a prueba de los rigores del otoño frío en las grandes ciudades y de la miseria económica que se intuía a la vista de su aspecto. Te ofrecía un poema a cambio de la voluntad. Eso de la voluntad es un mecanismo semántico, una especie de eufemismo. No me acerqué a él. Cosa de las prisas después de un buen rato de manoseo de libros en las estanterías y de algunas circunstancias más que no vienen al caso. Sé que no se me olvidará esa imagen entre la lírica y la miseria, que me afectó en demasía y me hizo repensar en un colectivo del que a menudo nos desentendemos y que nos alfombra los paseos por las grandes avenidas de las grandes ciudades y evidencian la muy frágil textura de la sociedad, el precario tapiz de sus conquistas y el lamentable pozo de sus fracasos. Y la escritura, como una forma de reivindicación de una existencia. Y el amor a las letras y el amor a los demás hasta en los momentos menos propicios a que el amor prospere y dure. Lo de mi lugar en el mundo, a pesar de los años de combativa pesquisa, sigue siendo una incógnita.
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4.12.09
Madrid
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30.11.09
El vacío bien ocupado
El vacío bien ocupado
Tengo propensión a un tipo de pereza muy peculiar que es en conjunto idéntica a todos los demás tipos de pereza pero que se entretiene, en su útero interno, en su fondo primario, en inventar, en fabular con qué entretener el tiempo una vez que la pereza desaparezca y regrese la actividad. Muchas de las cosas que proyecto en esas horas de limpio cansancio luego no conducen a ningún sitio. Son ideas para escribir o lugares a los que ir o amigos a los que visitar. Todo en plan caótico. Todo rezumando fiebre. Todo, lamentablemente, abocado al fracaso. Mi amigo K., pendiente en lo que puede de lo que me pasa, me cuenta que él sufre un tipo de pereza bien distinta. Deja la mente en blanco o en gris o en un color así muy vago que despierte poco interés en quien lo vea desde fuera. Una vez que ha adquirido esa tibieza cromática se embarca en la búsqueda del vacío perfecto. No pensar. No decir. No hacer. Me jura que lo consigue nada más proponérselo. En minutos. Yo lo he intentado hoy mismo, después del almuerzo. Me he sentado en un butacón y he cerrado los ojos. Ha faltado poquísimo para caer en el sueño conciliador. La mente en blanco, en gris, pero por la vía directa. Sin retórica. Sin la mística de los libros leídos.
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29.11.09
Más circo
Mientras algunos sostengan que en el ordenamiento jurídico cabe un concepto tan ligado a un credo religioso como es el pecado, la guerra religiosa que tenemos en las calles no va a tener fin. En realidad no está tanto en las calles como en algunos medios de comunicación, que la alientan a sabiendas de que esa trifulca milenaria (creer o no creer, atizar al cura o defenderlo) da caja. Al final todo es un asunto monetario. Lo de hoy incluso: ese Barcelona-Real Madrid con la bandera de la política enarbolada en los titulares y con la ya inevitable sensación de que esto del fútbol no deja de ser un negocio. A los astros recién llegados a la disciplina merengue no les puede caber en la cabeza la noble historia de rivalidad entre los dos clubs durante casi un siglo. Les entra la plata por la boca, los anuncios en la camiseta y las portadas en los periódicos deportivos que se venden en las gasolineras y se leen en el café. Es como mezclar el pecado con el delito. La fe no se debe mezclar con las leyes. El dinero nunca con el corazón. En España la historia de nuestros conflictos proviene en muchas ocasiones de esa falta de respeto por lo ajeno. Ese olisquear en la casa del vecino buscando indicios de pecado o de sanción. Veo a diario cómo unos descalifican a otros por abrazar una opción que no sea la suya. Lo advierto con tanta frecuencia que ya no me sorprende. Hasta incluso me dejo llevar en esas conversaciones y no tengo el coraje de salirme, exhibiendo así mi disconformidad con lo que se habla. A lo que no entro, por falta de tiempo tal vez, por interés en extenderme en conflictos innecesarios, es en la batalla dialéctica total. Simplemente no me involucro. Preferiría no hacerlo, decía Melville en boca de su estimado Bartleby. Es pereza mental: la pereza que llevada a su extremo nos separa y nos conduce directamente al cuartel en donde nos escuchan nuestros iguales. Por eso hay peñas del Real Madrid y Cofradías del Espíritu Fervoroso de Jesús, asociaciones de amigos de los toros y clubs de fans de Rouco Varela. En esos atriles es donde nos enfebrecemos y donde soltamos espuma verbal por la boca. En Londres hay una plaza en la que oradores espontáneos sacan a discusión sus opiniones. En Salamanca, en la época dorada de la Universidad Pública, había un aula de Oratoria. Habiéndola perdido, no disponiendo de esa escuela en nuestros días, nos refugiamos en la descalificación. Hoy, comprando el periódico, he visto a dos amigos (supongo) insultándose de lo lindo. Todo muy naïf. Palabras fuertes pronunciadas con la inflexión de voz que las rebaja y hace que el que las escucha no se las toma en serio del todo. Los del Madrid es que sois... Los culés estáis... Eso, en otro orden de cosas, lo contemplamos luego en el Parlamento. La élite política carece de temple: no asistió a ninguna clase de Oratoria. Tampoco recibieron, en los más de los casos, instrucciones sobre cómo hablar con la oposición. Saber oír. Esperar. Hablar. Pensar. Nada comparado con la posibilidad de que Cristiano Ronaldo o Messi hoy metan un gol por la escuadra desde mitad del campo o driblen a media defensa y metan la pelota en las mallas. Eso sí que anima a un país. Me imagino mañana los titulares, las charlas en los bares, los minutos en la televisión. España paralizada. La cinética de los despreocupados. Será eso del pan y del circo. Hoy toca, por si no lo saben, sesión intensa de circo. Habrá que ir buscando dónde verlo. Circo en vena.
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28.11.09
Paranormal activity : Experimento (frustrante)
Al cine de terror le cargan siempre la responsabilidad de hurgar en las vanguardias. No sé si un género del todo menor al modo en que lo es la comedia a la hora de recibir premios, pero suele venir precedido de un entusiasmo mediático excesivo que, en ocasiones, responde a las expectativas creadas aunque suele diluírse en verborrea de marquesina lujosa, en el puro deseo de hacer lícita caja y llenar salas con adolescentes sin recorrido cultural y absortos en la travesía del miedo. Dicen los que saben, a lo que yo he leído, que el miedo es la emoción más humana. Incluso por encima del afecto o del ya más sublime y poético amor. En esas cuentas, en ese ejercicio de dar siempre al público lo que quiere, los que mandan en el cine, los que ponen el dinero, se ponen como locos cuando un novato, un rookie sin miedo al descalabro, les pone sobre la mesa un presupuesto corto, un casting anónimo y la confianza ciega en el vértigo viral de las redes sociales. El antiguo boca a boca, en estos tiempos de alfabetización digital, se llama Facebook o Tuenti o cosas así. Como Monstruoso, aunque sin su vistosa tarjeta de visita, Actividad paranormal se beneficia de una descomunal maquinaria de propaganda puesta al servicio de un endeble dispositivo literario francamente beneficiado de los nuevos lenguajes de los mass-media. Lo que ofrece Oren Peli, el orfebre de esta especie de docudrama con espasmos, es un cóctel que matrimonia con sorprendente eficacia los mecanismos del miedo ancestral cobijado en lo más profundo del corazón humano y el inevitable morbo de creernos una especie de voyeurs distinguidos con una mirilla ampulosa desde la que vemos el día a día de la pareja protagonista, omitiendo cualquier referencia física al ente que los atormenta o eludiendo excesivos golpes de efecto, borrando de cuajo truculencias, involucrándonos en un sencillo, a veces exasperante, relato. Casera hasta el desmayo, no engaña a nadie: la empatía que sentimos hacia las víctimas del terror no descansa hasta su abrupto final. El mérito, tal vez el único, es ése: despertarnos la curiosidad, chuparnos la película en absoluta entrega, preguntarnos si en verdad no haría falta un extra de mimo en los planos, un punto profesional que, vista la recaudación a nivel mundial, se ve que huelga. Y puestos a decir si la experiencia ha valido o no la pena habiendo tanto cine que ver y escaseando el tiempo como escasea, pues digamos que no. Que no merece que ninguna crítica, por estricta que sea, se cebe en ella, aunque tampoco se vea lógica alguna en los halagos oídos, en esa retahíla ya cansina de frases rimbombantes con las que engolosinan nuestro alma concupiscente (ávida de miedos, cómplice de sobresaltos) terminando por acudir a la sala y contemplar (ay) el experimento.
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25.11.09
El emperador de los afectos polares
Vamos a hablar ahora de los pingüinos gay, por ejemplo. Hoy los citaron en la radio, pero la noticia no es nueva. Estos animalitos tan Disney, tan cómplices de la ternura ajena, no salen del armario: salen del frigorífico. El chiste no es mío, claro. Luego está Rock Hudson, ese maromo de planta impecable, como de dandy rústico y escasamente cultivado en alejandrinos y pintura del siglo XVII, que tuvo engañados a nuestros padres durante varios decenios para, al final, destaparse bujarrón, lo cual no es bueno ni malo, pero debió pasarlas putas el hombre con ese ramillete de damiselas escotadas y concupiscentes que Douglas Sirk (sobre todo) le ponía en los melodramas de la época para revolcones sentimentales, mayormente.
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24.11.09
Primera plana: Dejad paso al guionista...
En cierto modo, Primera plana, muy precariamente resumido, es una película de Billy Wilder, y en ella se dan cita, también muy esquemáticamente planteadas, los leivmotivs del autor, sus particulares intereses en el cine, su manera de ver la vida. Así que Primera plana contiene sentencias formidables, ironía, sarcasmo, mala leche de la buena (no burda, no cazurra), diálogos vertiginosos, personajes con una hondura dramática y una bis cómica a prueba de espectadores adormilados.
El cine de Wilder es cine de palabras, cine de autor enamorado del diálogo como baza absoluta para enganchar a quien deja que le roben dos horas de su atención para asistir a una historia que le sucede a otras personas. ¿Qué es el cine, sino esto? ¿2012 es cine? ¿Luna nueva es cine, este tipo de cine?
Las palabras de Wilder las pronuncias psiquiatras tarados, sheriffs corruptos, periodistas gacetilleros de pacotilla, alcaldes patrocinados por una marca de salchichas y pobres de espíritu que no soportan la injusticia más o menos irremediable de este mundo, pero también las palabras de Wilder son pronunciadas por putas (oficio que nunca sale mal parado en las película del maestro austríaco), profesionales del periodismo como la copa de un sequoia, oficinistas con un corazón catedralicio y pobres de espíritu que van apartando la mierda de la vida y sacan el morro para encontrar, en el aire viciado por el hedor, un punto de honestidad, de aromas y de belleza.
A diferencia de la película de Howard Hawks que da pie a ésta (Luna nueva, 1940, no confudir con la simple cinta de vampiros dulces), Primera plana vive en libertad, se escribe en libertad y se filma sin el corsé homicida de los filtros de la censura de la época. Wilder enfatiza proverbialmente las corruptelas del poder. Hawks hace un film más dinámica: Wilder, en los setenta, cuarenta años más tarde, firma una obra más finamente irónica, con un calado de comedia más virulento porque el humor de Wilder hace daño cuando se escucha concentrado. Es un humor caústico: un humor ácido y corrosivo.
Walter Burns (Walter Matthau) es el director de un periódico de tirada doble y plantilla abundante, pero escasa en talento porque, a lo visto, tendrá que recurrir a su periodista estrella Hildy Johnson (Jack Lemmon) para cubrir el ajusticiamiento de un asesino en el presidio local. Todo se lía cuando Johnson anuncia, teatralmente, con una jocosidad inteligente y manifiestamente contemporánea, que abandona el trabajo por casarse con una concertista de Filadelfia y ganarse la vida como publicista. Despotrica contra el periodismo, conviene que la prensa sólo da lectura para un rato y que el periódico termina como envoltorio de unas raspas de arenque en un cubo de basura. Walter Burns trata, por todos los medios posibles, arteros casi todos, recuperar a su hombre para la noticia, devolverlo al oficio, evitar que se case, mayormente.
Hasta aquí advertimos el guión convencional, la parte comercial, avenible a las convenciones y a los gags habituales, pero debajo, a ras de metáfora, late ( poderoso, sublime ) el desparpajo con el que Wilder retrata la función del periodista como notario de la realidad, así también muy manidamente expresado. Gran parte de lo que vemos únicamente acaece en el departamento de prensa del presidio. Desde su ventana, luego rota, se ve el cadalso. Los periodistas que allí beben, juegan a las cartas y hablan de frivolidades y de correrías antiguas no tienen escrúpulos, no tienen honestidad, no tienen dificultad en modificar la realidad a su gusto y a mayor gloria del titular pomposo y grandilocuente: vendedor. El alcalde y el sheriff son ninguneados y son una baza enorme en el guión de Diamond y el propio Wilder, sobre una obra de teatro pequeña de Hetch. Los dos son degradados, convertidos en escoria que capea ( como puede ) al poderoso gremio de la prensa ( de la seria, que la hay ) para que no aireen sus veleidades, sus pecados jurídicamente punibles. Luego está el Eggelhoffer, el psiquiatra que entrevista al reo Williams: uno de los mejores secundarios de Wilder, sin margen de duda.
Rico en su perfil caricaturizado, reducido a hiperbólico remedo de Freud, al que también Wilder ridiculiza. Se cuenta que el propio Freud conoció al Wilder periodista en su Viena natal y que no tuvieron, que digamos, buena sintonía."La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad", reza el slogan del Examiner, el periódico de marras. Cine y nada más que cine, añado yo.
Dios, en voz de Trueba, fue asesinado por el cine moderno, el cine menos semántico, el cine comido por la fiebre de la tecnología.En el cielo en el que no creo estará tomando notas sobre las turbiedades de los ángeles.
Malos tiempos para la lírica, cantaban en los gloriosos ochenta Golpes Bajos.
23.11.09
El último tango en París: La mantequilla nihilista
"Puto Dios", dice Paul debajo de un puente mientras un tren pasa. Paul no quiere saber nada del pasado de su amante casual. No hay nombres. No hay historia. Hay epidermis. Hay un revolcón que ha dado suficientes quebraderos de cabeza a los reprimidos y a la censura imperante como para tener este film como cabecera del pecado, con la imagen voluptuosa de Jeanne en la bañera, enjabonado por el hierático Paul, quemada por una tarde invernal tristísima y hermosa. No escandaliza como entonces, gracias a ese Dios de debajo del puente que Paul insultaba, pero deja un poso de angustia, de escozor en el alma, que es donde más escuecen todas las cosas.Palabras mayores de filósofos de mesa camilla como nihilismo o existencialismo para una sencilla remembranza de una película de erotismo dramático o de drama erótico, pero el sexo es el vehículo para que estos personajes toquen el cielo o toquen fondo y acaban en la gloria o en el infierno. Importa poco. París, no obstante, teniendo muchas películas, tiene a ésta como una bandera firme de su aureola de romantiscismo decadente. Capítulo necesariamente aparte es el arco de influencia social que la película produjo en su época: yo todavía sigo fascinado por el patetismo garrulo y provinciano de aquellos españolitos en perpetua erección (Franco había echado inhibidores de la líbido en los pantanos que iba inaugurando) que iban al sur de Francia para ver un coño y unas tetas, con perdón por el rebaje semántico, por demás, utilísimo. Y encima hablaban en francés.
Éstos de ahora son tiempos distintos y otros son los patetismos, provincianos o no, que nos pueblan, pero aquél era paradigmático de una situación pollítica vergonzante, oscurantista. Parece, en todo caso, que el retraso va siendo ya souvenir de nuestra Historia y todo son en estos días de aperturismo en lo social y de bonanza moral galardones para el talente liberal de nuestro Gobierno. Hora era. Tiempo habrá en un futuro probablemente no lejano de evaluar si corrimos mucho o si en la carrera perdimos algo valioso. Luego es muy difícil echarnos atrás, reandar el camino y aguzar la vista para ver qué perdimos. Esto es una sencilla crítica de cine, un apunte sobre el pasado, no una editorial furibunda sobre el progreso y sus vicios en la editorial de un periódico con mucha tirada.
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21.11.09
Ondean banderas piratas...
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15.11.09
Servido el veneno, abierto el verso...
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10.11.09
Entender a Coltrane
Bono (U2): Estaba en lo alto del Grand Hotel de Chicago [de gira en 1987] escuchando A Love Supreme y aprendiendo la lección de toda una vida. Momentos antes había estado viendo cómo unos telepredicadores rehacían a Dios según su propia imagen: pequeños, insignificantes y codiciosos. La religión se ha vuelto el enemigo de Dios, pensé… la religión es lo que quedó cuando Dios, como Elvis, se fue de casa. Desde los primeros recuerdos que guardo de mi vida, siempre he sabido que el mundo está girando en la dirección contraria al amor y que yo también estoy atrapado en eso. Hay tanta maldad en este mundo… pero la belleza es nuestro premio de consolación… la belleza de la voz aflautada de Coltrane, sus susurros, su astucia, su sexualidad maliciosa, su alabanza a la creación. Y de esta manera empecé a entender a Coltrane. Pulsé el botón de repeat y me quedé despierto escuchando a un hombre enfrentándose a Dios con el don de su música.
John Coltrane murió a los cuarenta años. Hizo discos de reveladores títulos místicos. Y se fue hasta las trancas de heroína y de pastillas. Ebrio de Dios y de química.
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8.11.09
The Village Vanguard, 178 7th Ave S Nueva York, NY 10014, USA
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6.11.09
No cabremos
Seremos 9.000 millones de bocas en 2.050. A esa fecha yo estaré muerto. No veré el caos. Me perderé el colapso global. Como no soy un ecologista excéntrico, no expongo mi decepción con sólidos argumentos de conciencia. Mi alarma es estética. Incluso moral. Me pregunto en qué desquiciado juego se permite el ingreso de todos los jugadores. Caigo en la cuenta de que la batalla es más profunda de lo que parece. Mientras uno se alistan en las milicias de la vida como un don sagrado, otros borramos los adjetivos y cuidamos de que estemos bien o de que estemos mejor los que ya andamos por aquí. No somos pocos. Lo irresponsable (no lo digo sólo yo, no lo defiende únicamente mi particular manera de ver las cosas) es que los países en franco progreso o los que llevan ya decenios en esa bondad democrática, los alfabetizados, los que disponen de un rango cultural mayor, tengan gremios que censuren toda profilaxis, que criminalicen a quienes piensan qué vidas van a traer al mundo.
Tampoco sé si es simplemente una de esas batallas entre intelectuales. El humanista contra el ecologista. El católico contra el descreído. Desde Malthus han caído muchas teorías, pero todas convergen en un mismo lugar, uno patético, mirado con detalle. Se resume a aceptar que la casa común no tiene suficiente espacio para sus inquilinos. Es una verdad incontrovertible. No hay dispositivo racional que la contradiga. Esto va a reventar y quizá sea necesario sentar en una mesa a quienes pueden evitarlo y no dejarles que se levanten hasta que haya algún tipo de consenso.
En términos médicos, la metástasis es ya inevitable. El cáncer está ahí. El símil es del propio Ehrlich. El Vaticano se opone frontalmente a que algún tipo de planificación sea alentada por los gobiernos sensibles. Vendrán los hijos que quiera Dios. Con lo sencillo que es separar sexualidad y procreación y educar a las generaciones futuras con vistas a que no pierdan el tiempo en nubes místicas. A lo mejor es un buen paso convencernos del todo de que vivimos en un país laico. Convencernos de que el mundo, puestos a ser estrictos, necesita laicos. Tampoco muchos. Vaya que no quepan.
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31.10.09
Um fingidor
O poeta é um fingidor.
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que deveras sente.
E os que lêem o que escreve,
Na dor lida sentem bem,
Não as duas que ele teve,
Mas só a que eles não têm.
E assim nas calhas de roda
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama coração.
Traducción
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Y los que leen lo que escribe
en el dolor leído sienten
no los dos que él ha tenido
sino el que ellos no sienten.
Y así en los raíles
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama corazón
Autopsicografía, Bernardo Soares (heterónimo)
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Huele a Arkham esta noche...
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29.10.09
La silla de Clifford Brown
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La gris línea recta
Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...
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