22.12.09

Desgracia: Poesía




Coetzee es un señor premio Nobel que tiene una novela llamada Desgracia y Malkovich es un señor gran actor que tiene una contundencia en pantalla a prueba de napalm. He visto muchas películas de Malkovich y he leído un único libro de Coetzee: Desgracia, precisamente. Lo extraño es que haya tardado tanto en sentarme delante de la pantalla y comprobar si Jacobs, un señor al que no conocía en absoluto, ha sabido plasmar en imágenes el universo de esa novela, que es punzante, duro, incómodo, glacial en tramos.
No sé si estos tres señores se han reunido en una habitación de hotel (con o sin sus representantes) y han hablado de cómo explicar los silencios de Lurie, el profesor amante de Lord Byron que discurre por la novela en plan vírico, contaminando, pisando, autosuficiente y pletórico en su vibrante posición de poder. Porque Desgracia (qué título tan espléndido, tan seco y espléndido) es un informe sobre la búsqueda de la identidad, sobre la autoridad que se ejerce contra los débiles (estamos en Sudáfrica, es el apartheid) y sobre la serena contemplación del propio declive. Hay una escena en Desgracia (la película) en donde Lurie pide perdón a los padres de la joven de la que ha abusado y lo hace con la misma convicción y desde la misma posición de poder (en esta ocasión ocupando el escalafón inferior, el servil, el inclinado) que antes había usado para conseguir sus propósitos lúbricos.
Desgracia habla también del deseo: lo cuenta David a su hija en uno de esos planos enormes de campos infinitos en los que los dos planean la vida o la desmontan, que viene a ser lo mismo. Lurie elucubra sobre la posibilidad de que no exista el deseo. Que esa voluntad íntima lo devasta todo, aunque en el ejercicio de la devastación el cuerpo y la mente (el alma, si se prefiere) disfrute y se sienta viva en extremo. Todo lo que en la novela de Coetzee es dureza léxica, intransigencia con los devaneos líricos, se continúa en la pantalla. Desgracia cuenta cosas importantes.
Mi amigo K. sostiene que las cuenta aburridamente: que es mejor involucrarse en el texto y no confiar los significados de las cosas a la menos concentrada exposición audiovisual. No estoy de acuerdo. Jacobs, al que hay que seguir la pista en adelante, recrea con formidable precisión (con devoción casi) el universo del libro. Malkovich está perfecto. No sabemos cómo ser John Malkovich, pero nos conformamos con verlo en pantalla. No hay gesto imperfecto, no hay impostura: vemos a Lurie en la piel de Malkovich, vemos cómo su impiedad se degrada a un estado casi infantil de las cosas, en cómo su inteligencia (ama a Byron, enseña Literatura, viste como un dandy y maneja las relaciones sociales como un carnicero maneja el trato con las bestias) va adaptándose al medio y en esa adaptación sale ganando el ser humano, uno que probablemente andaba agazapado, observando la realidad, recelando de ella, sintiendo que la hostilidad y el abuso son más hermosas que la docilidad y la pureza. Es eso: Lurie gana en pureza. Tal vez Coetzee nos esté contando que la única vía por la que el hombre puede ser amigo del hombre es la sencilla búsqueda de la pureza. No una pureza mística, que implique la separación de aquello que no se adecúa a su textura, a su dogma, sino una pureza natural, sentida, abierta. Pero K. se aburrió y salió del cine irritado, hastiado, convencido de que los libros buenos, los que manejan ideales nobles y se escriben con el corazón y también con la inteligencia, igual no deben traspasarse a la pantalla. No estoy de acuerdo. Viendo Desgracia pensé en la lectura que hice de libro hace no demasiado tiempo: el Lurie al que quieren retirar de la vida universitaria se ve en pantalla, se ve con absoluto desparpajo. Pocos personajes leídos han tenido después una imagen tan absolutamente hipnótica, tan verosímil y cercana al modelo narrado.

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