Perplejo, fascinado, asqueado, derrotado, conmovido, sublimado, insultado: así se siente el espectador desavisado cuando se apoltrona en su butaca y asiste a esta manifestación del genio absoluto de Terry Gillian llamada Tideland. Todas esos adjetivos convienen y haría falta alguno más a capricho del usuario de la rareza que le colocan en la pantalla. Porque Tideland es un exabrupto, un ejercicio de independencia total que arrambla con todas las consideraciones morales para formular algunas cuestiones sobre la vida y sobre la muerte, sobre la realidad y sobre su rutina. En ese camino discursivo Tideland asquea y asombra a partes iguales; y uno, muy suelto ya en provocaciones, reconoce que le han pillado desprevenido y que haría falta una reflexión más serena si no deseamos caer en lo más sencillo, que sería negar el magisterio plástico, el desparpajo fílmico (hay aquí cine de muchísima altura) y quedarnos únicamente con lo visible, con la letra pequeña de esta pequeña joya, con el dibujo hiperrealista de Jeliza-Rose, la protagonista absoluta del film, la hija de dos toxicómanos terminales, a los que cuida, mima y abastece de alucinógenos .
Esta especie de Alicia lisérgica, tutelada (es un decir) por dos yonkis en continuo subidón adrenalítico decapita toda pequeña posibilidad de empatía emocional y nos construye un universo de juguetes rotos y de improbables emociones infantiles que va mezclando lo onírico con lo real hasta que el conjunto exhibe su verdadero tono, que oscila entre lo perturbador o lo demencial o lo insoportable y lo lírico o lo hipnótico o lo fascinante. En esta compleja red de emociones bascula Tideland y no es posible (al menos yo no he sido capaz de mirarla sin la previsible contaminación de mis prejuicios) advertir toda su hermosura y su fantástica plasticidad sin que un ramalazo de pudor nos susurre al oído las inconveniencias de dejarnos arrastrar por tan peculiar artefacto.
Gillian tal vez se ha censurado toda rémora de su brillante pasado narrativo y se ha arrogado el don más inherente a un creador: la libertad. Justo la libertad a la que ningún cineasta puede rendirse con plenitud por el bozal de las compañías y por el catón fabuloso de la caja registradora. El espectador, el público, si se le asfixia en exceso, patalea y sale pitando de la sala. Hay que tener una buena cobertura de grasa en el estómago para que las ideas aquí formuladas no acaben ingresando en el torrente sanguíneo de modo que Tideland nos afecte más de lo que debería.
La visión de una niña sobre la realidad hostil de los adultos, sobre su infierno más doloroso, remite a Alicia en el país de las maravillas, pero Gillian embota la sensibilidad de la niña entusiasta y traviesa y la coloca en la zozobra absoluta de un mar de jeringuillas y de asco; repele todavía más cuando advertimos que son los padres (los creadores de la criatura) los que celebran su orgía continua sin atenderla (en ninguna circunstancia, bajo ningún concepto) como cualquier niña de diez años merece.
.
Si el amable lector de esta paginita cada día más enclenque de cine desea sentir transgresión y ve en saltarse los tabúes sociales una buena forma de echar una tarde de domingo puede penetrar en la imaginación intoxicada de este autor inclasificable, genial y deprimente, a la altura del talento más salvaje y también desprovisto de la grimosa visión capitalista de las cosas, que sobrepone el punto de vista ético y el cuidado en las formas y en las ideas antes que la disfunción y la proclividad excesiva al riesgo y a la demolición total de todos los pequeños logros que hemos ido arrojando al vasto saco del cine como testigo de la Historia y pieza maestra de su evolución. Hay aquí la suficiente obscenidad como para saltarse la recomendación de que debemos verla: yo así lo pienso. Hay en Tideland poesía aunque quizá la responsabilidad de Gillian ante su propia convicción de estar al margen de la industria haya convertido esa poesía en un falso inventario de imágenes poderosas, de fogonazos intensos de lirismo (la casa abandonada) o de muy sugerentes brochazos de surrealismo (la vecina apicultora en medio de la nada), y haya perdido credibilidad, convirtiendo su película en un farragoso (y estimulante) pedazo de su ingenioso (es poco) cerebro.
Imposible no traer a esta reseña la figura de un Jeff Bridges sobredotado para ser actor y capaz de componer registros inconmensurables sin caer en las trampas de otros que, siendo excelentes actores también, recurren a histrionismos, a forzamientos. El padre yonki (que es el segundo en caer tras un viaje definitivo) está poco en pantalla, pero la llena con creces y su imagen, en el sofá, narrando las acrobacias mentales de su ministerio tóxico, duran en la memoria y hacen que no podamos imaginar (ése es el triunfo del actor) a nadie más en su piel.
4 comentarios:
Que Gilliam siga consiguiendo dinero para decir la suya es un puto milagro. Bendito sea. Me lo imagino vendiendo la idea de Tideland a algún productor.
Es una pena que se achantara con lo de Watchmen.
Emilio, llegué hasta aquí buscando a Atticus Finch. Lo encontré. Enhorabuena por tantísimo materialy tanto trabajo. Me faltará tiempo para leerlo. Otro robahoras más. Un abrazo.
Anita
Absurdo, cada día más absurdo, más metido en su cabeza, como la mayoria de los cineasta que se creen dotados y luego resulta que no valen un pimiento. Algo así como nuestro amigo Shyamalan, que no se nunca escribirlo, pero con más triunfos. Qué buena peli es 12 monos. Esa se la perdona y hasta la tengo como una de mis favoritas en mi filmografia ideal, de esas de llevar se a una isla muy desierta.
Mycroft, por supuesto que es bendito, bendito por la audacia, por el infinito sentido del riesgo. Eso basta, a veces.
Pedro, 12 monos es mejor peli que Tideland, pero ésta es más heroica, más íntima. No dejar en el olvido algo lo revaloriza. 12 monos, siendo una pelicula excelente, se pierde. Ésta dudo que se acabe perdiendo.
Anita, gracias por la entrada, por Atticus finch, por el tiempo entregado a la lectura, en fin, por todo.
Publicar un comentario