Ilustración: Zoltan Toth
Está uno a veces por dejarse ir, por no hacer nada que los demás esperen que hagamos. Por quedarse quieto. Por no preocuparse si alguien se mueve. Por dejar el mundo correr. A veces pienso que solo deberíamos leer. Que la vida quedase en lecturas. Las hay de una hondura a la que no alcanzan algunas de las tentativas de la realidad, pero estás unos días sin abrir un libro y notas que no se ha roto nada por ahí adentro. Que los órganos funcionan como deben. Que la cabeza fluye sin alharacas o con ellas, qué más dará. Que incluso sientes un apaciguamiento del alma, tan hecha a que se la zarandee y perturbe. También se puede suprimir el acto anómalo de escribir. Convenirse ágrafo, sin excesos esa orfandad alfabética. El hecho de que ahora esté razonando estas cosas da pie a pensar que podría acometerlas: no leer, no escribir, dejarme llevar, hacer como que leer o escribir no harán que la vida que detento sea una vida mejor. No sé si leer y escribir con este fervor hará que pierda algo que suceda fuera de la lectura y de la escritura o ellas lo contienen todo. Llevo un trozo grosero de mi vida ocupado en dejar que los libros me cuenten el mundo o aventurarme a contarlo yo. Podría venir bien un receso. Dedicarme entonces a pasear y a platicar con los vecinos, a escuchar la música del campo al alba, cuando el mundo está renovándose, a adquirir destreza en la botánica o en la intendencia de la casa. Sentir que no preciso nada de lo que antes me fue tan preciso. Como el que deja de fumar y aprecia la bondad de sus pulmones. Como el hecho a beber y se resuelve de la noche a la mañana abstemio. Pero, por otro lado, qué festejada vida la de las letras, con qué amoroso arrullo me abraza. No se está solo nunca, por más solo que uno esté, si la literatura te ronda. Ni la misma soledad se encomienda perturbarnos, dar con el modo de intimidarnos, de hacernos flaquear, caer. Porque la soledad, la impuesta, no la mística ni la de compostura romántica, es terrible, y leer es uno de las maneras más fiables para estar siempre en compañía. He sido todos los personajes que he leído, he sido todos los que he escrito. Quizá se haya emborronado el personaje principal, convertido en una construcción singular, izada con la contribución de todos a los que se arrimó y con los que fue feliz o padeció. No habrá con qué despejar la incertidumbre. Si envalentonarse uno y convertirse en otro distinto al que fue. Si perseverar en la costumbre hasta que ni perseverar cuente. Vivir consiste en calcular con esmero los riesgos, en observar el vuelo irregular de los pájaros, en desangrarse con tibieza verbo adentro, haciendo los sencillos cálculos, ordenando la fiebre y el caos, registrando el fasto invisible, el minucioso, el íntimo y espléndido, antes de que el olvido herrumbre las horas, las vacíe de palabras, y la luz se desvanezca y yo ya ni entienda.
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