15.6.25

Cristo en la cruz / Borges, IV


 Al teólogo le vale el dogma, la palabra que nombra lo indecible, todo lo que censure la herejía de los apóstatas y de los que nunca vieron el orden sobrenatural del hombre en la cruz, dando su vida para que la nuestra mereciera la salvación. Ese hombre ignora la construcción de los templos y los símbolos de la eucaristía. Ese hombre es un hombre entre los demás hombres, aunque corra en su sangre la de todos los que fueron y que serán hasta el final de los tiempos. Ha sucedido el milagro. Cristo ha muerto, la tierra lo ha convidado a la tierra. Cristo se permite gemir, dudar, permitir que la vida duela más que la muerte. El perdón puede anular el pasado, escribió Oscar Wilde en Reading. También que la sociedad es capaz de perdonar al que delinque, pero no al que sueña o al que imagina y vierte la comisión de su fantasía en los libros. No sabremos nunca si Borges encontró a Jesús antes del catorce de junio de 1986 en Ginebra. Dios mío, por qué me has abandonado, leemos en los textos sagrados. En ese lamento está el ser humano, no la segunda persona de la Santísima Trinidad. No es una novedad que al final de sus días Borges regresara a la rama de la literatura fantástica que con más determinación le había perturbado durante su febril condición de lector: la de la religión. Nunca la abandonó del todo, siempre fatigó los evangelios y los salmos, quién sabe si en busca de alguna señal que le liberara de su agnosticismo y le hiciera abrazar la fe. Librepensador por mandato paterno, quiso creer, pero no hubo ninguna revelación que lo traspasara, por decirlo en términos estrictamente intelectuales. Porque no se puede llegar a Jesús a través de la maquinaria de la razón, dejó dicho en alguna entrevista: es el corazón, es el espíritu el que se embelesa en la contemplación de su cuerpo sacrificado, el cuerpo que anhela un cese o que sospecha la comparecencia de la resurrección, pero la mosca en la carne perpleja (me permito cambiar un adjetivo) escribe su réquiem perecedero, su endecha absolutoria. Y no saber, mala fortuna esa ignorancia, de qué podría servir el sacrificio de un hombre para que todos los demás hombres alcancen la dicha de la vida eterna. A Borges era la metafísica la que lo entusiasmaba, su raigambre espiritual, su condición de metáfora. Ellas serán las que nos rediman, ellas serán nuestro bálsamo. El cristo al que daba las atenciones más altas era un ser humano que contenía un ser irreal, una divinidad, una sustancia extracorpórea, de fácil asiento en el enunciado de las parábolas. Igual que Dios le entregó "con magnífica ironía" la luz de los libros y la oscuridad de sus ojos, Borges se arroga la facultad de ver al hombre, no al Creador: le manumite de la pesada carga de la eternidad y de la responsabilidad de la salvación de todas las almas. Tan solo ve un ser humano que sufre y que morirá por el dolor padecido. Todo lo que esa muerte urdiría (el vasto Occidente, la cultura y la civilización, el milagro de la fe) no se aprecia en la visión de la cruz con su crucificado. Finalmente, extenuado, comprendiendo la empresa baldía, se pregunta si su padecer es legítimo, habida cuenta de lo que ya sabe, de lo que ha leído, de lo que, por desgracia, no ha comprendido.

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