El disco
Hay discos que deben escucharse a oscuras porque fueron concebido a oscuras. Nebraska podría pasar por un disco hecho por un fantasma para que lo escuchen los demás fantasmas. También por un libro de salmos o por un evangelio para los descarriados del mundo que recita un hombre que anhela entender al hombre. El propio Springsteen era un fantasma o un descarriado o ese hombre en busca de una razón para abandonar el frío de su alma y pisar con más festivo ánimo los caminos de la tierra y los del corazón. El disco es austero como una mano de nieve en la nuca y, a su manera, en el modo en que fue pensado y grabado, heroico como un plegaria en el infierno. El tono sombrío y decadente de sus letras, la inspiración primera de la música que debía acompañar a esas letras y hasta el ánimo de Springsteen no precisaban de la musculatura imbatible de su E Street Band, aunque ese hecho se comprobara después de registrarlo. A sus fieles músicos les confiaba la restitución del rock and roll, la opulencia de los grandes estadios, pero Nebraska debía ser macerado en soledad y registrado con los mínimos medios, con los más humildes, desocupado de la fanfarria de las guitarras viriles y de la voz desgañitada en estribillos asequibles y en melodías tarareables. Nebraska precisaba contención, el tipo de mesura de alguien que teme equivocar el tono y envolver todo ese material sensible (tan íntimo, tan frágil) en una caja demasiado grande: una que, al agitarla, hiciera que el contenido desbordara el continente y nadie supiese qué había dentro.
Springsteen graba Nebraska en absoluta soledad. Al terminar la exitosa gira de The river, decide hacer un disco que no se parezca a nada que hubiera hecho antes ni a ninguno que pudiera hacer después, uno en donde él mismo encontrara sentido a su lugar en el mundo. A punto de sobrevenir el mundo digital, el Jefe se hace más analógico que nunca. A finales de 1981 le pide a Mike Batlands, su técnico de guitarras, que le buscase una grabadora profesional para registrar unas canciones sin más ingredientes que la guitarra, la armónica y la voz, añadiéndose a posteriori algo de teclado, una pandereta y una solución de eco de la voz. Todo áspero, todo crudo, todo puro. Se hace acompañar por un grabadora de cassette de 4 pistas TEAC Tascam y dos micrófonos durante el día y la noche del 3 de enero de 1982. La toma de sonido fue de una precariedad que conmueve. A la impericia del improvisado ingeniero que las registró se suma la deficitaria calidad de la grabadora que debía mezclar todas esas tomas, una Panasonic rudimentaria que tampoco fue exprimida al máximo, creando un sonido (al menos en los primeros temas) granulado, sucio, al que Springsteen trató de darle un arreglo con las herramientas profesionales del estudio donde se grabó The river, su espléndido anterior álbum, aunque se le pueda criticar cierta falta de coherencia en su abundancia. A ese ejercicio de coherencia de Bruce no se opuso su grupo. La elementalidad de las canciones perdía fuerza si se las electrificaba. El propio Springsteen lo dice así: "Fui al estudio, llevé a la banda, regrabamos, mezclamos y conseguimos empeorarlo todo. Al final, ya satisfecho por haber explorado todas las posibilidades musicales, recuperé el cassette que había grabado en casa y que aún llevaba en el bolsillo de mis pantalones y dije: este es el disco". Todas aquellas sesiones caseras serían el disco más personal de Springsteen, uno de sus tres mejores, en opinión de este también hoy improvisado cronista de sus vicios.
Las historias de Nebraska son las mismas que Springsteen contó antes y las mismas que contó después. En esas diez canciones están su querencia por narrar la honestidad de los perdedores y su compromiso con la memoria, de la que no se ha apartado en toda su carrera artística. El estado de ánimo que le hizo encerrarse en su casa de New Jersey y facturar ese puñado de canciones fue el mismo que más tarde le hizo tomar la decisión de no hacer ninguna gira que promocionara el álbum, que es también en sí mismo una soberbia declaración de desvalimiento y de depuración. Poco a poco, sin que hubiera una determinación comercial, algunas de las piezas fueron incluidas en el repertorio de sus conciertos en directo. La humildad no puede corearse en un espectáculo de masas, podríamos decir. Tampoco el abatimiento con el que el músico creó. Se pueden escuchar Johnny 99 o Open all night (más contundentes) o Highway patrolman, pero ese material es de una intimidad refractaria a la grandilocuencia y requiere un público más cercano, una escenografía íntima.
Las turbulencias narrativas de Springsteen abrevan en la literatura de tradición oral y en el cancionero popular de la América profunda, en la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX, en el viaje iniciático de las familias buscando la tierra de promisión, en Woody Guthrie, en Bob Dylan, en el folk, en el blues. Este bagaje está en Nebraska, en sus maquetas caseras, en su aspereza de lija, en su discurso obrero. La Atlantic City de pecadores y tahúres, con sus amores decadentes y su neón sucio de bares tristes o las historias de criminales redimidos son los argumentos de una obra única por muchas causas. Probablemente no hubo necesidad de que la estrella del rock que era Springsteen a comienzos de los ochenta abandonase el clamor popular, la fama y los baños de masas por una aventura introspectiva, pero la América de Reagan, la de un país sumido en el decaimiento moral, en el que se escuchaba con cada vez más insistencia el ruido de las protestas, el de los parias de las novelas de John Steinbeck. A lo que por primera vez renuncia el cantante es a esa primera persona con la que narraba el desencanto de la clase obrera y se arrogaba la intendencia lírica y política (esas dos disciplinas embutidas en un combativo artefacto) de un mundo gris, hecho de retales grises, administrado por manos grises.
Crepuscular, árido, sombrío, desvalido, Nebraska es un ejercicio de depuración, una tentativa de una catarsis a la que Springsteen aplicó la mayor franqueza consigo mismo. Es difícil dar con una obra que purgue de un modo tan honesto los demonios interiores. Las estrellas del rock los tienen a espuertas. Los suyos eran como los de cualquiera, pero jamás les hizo frente: no tuvo voluntad de contarse su vida y superar lo que la devastaba, aunque su talento y su sensibilidad estaban sobradamente facultados para liberar los demonios ajenos. Hacía que los demás superaran sus paranoias, pero él era incapaz de hacer desaparecer a las suyas. Es como el predicador que hace que sus fieles miren dentro de su corazón y crean con más empuje y descree en la intimidad con encomiable arrojo. Eran los de Nebraska los tiempos en los que Springsteen estaba ocupado en sobrevivir, en no caer en la desgracia de no querer seguir. Hace poco confesó las tendencias suicidas de entonces. Sólo me sentía bien si hacía música, si estaba de gira, si tenía una guitarra en las manos, confesó. Lo demás era un caos, lo siguió siendo, todavía lo es, aunque haya visto el saqueo de los ideales por los que siempre quiso a su país o planee sobre su memoria la figura del padre terrible y de todos esos amigos que se fueron a Vietnam o al olvido o de la fuente de la eterna juventud fijada en el parabrisas de un Cadillac de segunda mano.
La inicial reticencia del público a considerar Nebraska un disco de fundamento en la carrera de Springsteen hizo de él un raro ejemplar, una anomalía trece años más tarde cuajaría en otro álbum acústico, de recia compostura, de sobresalientes incursiones en el imaginario popular norteamericano, con "Las uvas de la ira" como referente. Me refiero a The ghost of Tom Joad, concebido como una secuela (permitidme el término ahora casi ya cinematográfico) de aquella epopeya valiente e íntima que fue Nebraska. De "Las uvas de la ira" dijo Springsteen que, nada más verla, hacia 1975, creyó ver el ideario de su existencia. "Hacer canciones que signifiquen algo para la gente y que propongan cuestiones fundamentales". Ya tenemos al predicador con su biblia a mano, al hombre investido con los poderes de la clarividencia, al rockero que al ver salir a los trabajadores de la fábrica da con el sentido de su entera dedicación a la música. Uno es hijo de su tiempo, podemos pensar. Bruce lo es de un modo épico, aunque esa empresa lo frustre, lo zarandee, le haga caer en la desesperanza y, en ese caída, en ese vacío, sueñe con que su repertorio responda a esas grandes preguntas.
Lo que vino después de Nebraska es la contradicción pura: Springsteen no deja que la desolación escriba sus letras, que las melodías sean ásperas, que su alma inicie el descenso a lo que quiera que haya abajo, donde el hombre está despojado de todo, expuesto al frío y a la oscuridad de la nada. Hay que escuchar Nebraska a oscuras porque fue concebido a oscuras.
Las canciones
Nebraska: Sheriff, cuando accione el interruptor y mi cuello se parta, asegúrese de que mi chica esté sentada a mi lado, dice Charlie Starkweather, el tipo que se despachó a ocho inocentes junto con su novia, Caril Fugate. La historia es verídica. La contó Terrence Malick en Badlands, su debut cinematográfico. La letra de la canción arranca con la primera escena de la película: él la ve a ella en el jardín haciendo malabares con el bastón. Ahí queda toda la dulzura. El resto es la revelación del reo, su confesión, las imágenes de la escabechina (la 410 recortada, las tierras baldías de Wyoming, el veredicto del jurado, la noche en el depósito de la prisión, las correas de cuero en el pecho). No cuesta imaginar a Springsteen echando a un lado su afición a todas esas historias de carreteras infinitas en las que el chico y la chica buscan la felicidad escuchando a Roy Orbison en la radio.
Atlantic City: Concedamos a esta pieza algo que no podremos atribuir a las demás: podría haberse incluido en cualquier álbum, podría abrir todos los conciertos, podría cerrarlos. Habla de los mismos fracasados de siempre. A ellos les acompañan los oportunistas, los corruptos, toda esa gente perdida que no necesita que se la encuentre y deambula por las salas de juego y por el paseo marítimo de la ciudad en la creencia de que el mundo les pertenece. Aquí no los enferma el amor, sino la codicia, la posibilidad de que en una apuesta en un casino la suerte les sonría y puedan escapar de la mediocridad de la vida que llevan sin ella.
Mansion on the hill: La infancia cobra vigor, los recuerdos se concentran en una mansión en una colina que alguien veía a diario. Algún día tendremos las llaves y podremos entrar. No habrá nada que hereden los mansos. Mierda, añade el verso. El dinero que mejor sienta en las manos es el que llega rápido y se va rápido. Nada volverá a ser lo mismo.
Johnny 99: El Johnny al que alude el título es el convicto que al escuchar del juez la condena a 99 años de presidio por la comisión de un asesinato pide que le ejecuten. También es el obrero que pierde su puesto en la fábrica y emprende una ciega carrera delictiva. La tono y la historia de la canción era más de Johnny Cash que del propio Springsteen. Cash la grabó poco después de escucharla, al igual que Highway patrolman y la propia Nebraska que da título al disco. Es frecuente su comparecencia en el repertorio de los conciertos.
Highway patrolman: Joe es el patrullero de la autopista y Frankie su hermano díscolo. No hay nada mejor que la sangre de tu sangre, pero hay que hacer cumplir la ley y toca perseguir al hermano. La noche es cerrada como todas las noches en que el infierno abre su boca y el alma se piensa si aceptar su la caricia de las tinieblas o combatirla. Se trata de mirar hacia otro lado.
State Trooper: La historia sigue siendo la misma, cambia el elenco, el escenario, pero las palabras se repiten. Hay un hombre que pide que no se le detenga, hay un hombre que cumple con su trabajo. No tengo nada, ni permiso de conducir, ni papeles del coche, pero no me detenga, le insiste una y otra vez. El infractor (uno de esos pobres hombres que fácilmente puede ser cualquiera con el que te topes al salir de la fábrica o en la barra del bar en donde bebéis buenas jarras de cerveza) implora a la autoridad: oh, usted tendrá hijos, una mujer bonita, pero yo sólo tengo el dolor, me ha estado acompañando toda la vida. De pronto, algo sucede. Alguien nombra la paciencia. Alguien la pierde. Hay un último ruego, una petición a Dios, quién sabe: sácame de aquí, caballito de mis sueños, llévame lejos.
Used cars: Bienvenido a la biblia del Jefe: la promesa de que te toque la lotería y puedas dejar atrás la miseria, los coches usados para que papá pise a fondo el acelerador y pedir a todo el mundo que te besen el culo, los recuerdos de la infancia, las calles sucias donde nacen los héroes, la bendita suerte que podrá cambiar tu vida, las carreteras que van de ninguna parte a ninguna parte pero que brillan como estrellas en mitad de la noche, pero ah, vendrá el día, habrá uno en que salga mi número y "no volveré a conducir un coche usado".
Open all night: La letra de esta canción es un poema maravilloso, uno de esos poemas que podrían parecer escritos por Raymond Carver. Los fantasmas vienen con más entusiasmo cuando estás solo, cuenta. Springsteen cita nombres de garitos (el Bob's Big Boys de la 60), habla de almas perdidas, del sol como una bola roja sobre las torres de la refinería, de Wanda con esos ojos que te paran el corazón, de los jefes que te ponen en el turno de noche.
My father's house: A mí me gusta mucho el Springsteen poético. Porque debajo del hombre está el bardo y tiene la suficiente sensibilidad como para apreciar que en un sueño de cuando niño hubiera pinos y crecieran libres y altos y hubiera un bosque en el viento hace diabluras con los árboles y también hubiera hombres malos con la cara del mismísimo diablo corriendo detrás de ti, pero tú vas más rápido, te caes, te levantas, te tiemblan las piernas. Es el Springsteen que vuelve a casa una vida más tarde, cinco vidas más tarde. Ha vuelto para ver a su padre y esperar algo de bondad en su cara, una especie de perdón por todo lo malo que hizo, y bien sabe Dios que Springsteen fue un chico malo que dejó el hogar y se dejó el pelo largo para cantar delante de toda esa chusma de desheredados. Querrá el bueno de Springsteen contarle su historia: no era tan malo, padre, sólo hice lo que me dictó el corazón. Llama a la puerta, abre una mujer que no conoce. "Lo siento, chico, pero nadie con ese nombre vive ya aquí", pero eso da igual: "La casa de mi padre brilla con fuerza / permanece como un faro llamándome en la noche, / llamándome y llamándome, tan fría y solitaria".
Reason to believe: Toda visita al infierno debe cerrarse con un canto fúnebre. El de Nebraska es una canción desesperanzada de hombres que están de pie junto a perros muertos en la autopista 31. Ese perro muerto no se mueve, a pesar de que el hombre lo roce con un palo. Lo que hace que la muerte no sea tan triste es que los que nos quedamos podemos pensar que algo de lo que hagamos podrá revertir su inapelable fallo y haya un nuevo juicio. Siempre hay una razón para creer, siempre hay un palo con el que persuadir al perro muerto a que se levante, mueva el rabo y salga pitando. Ahí tenemos al predicador también en pie a la orilla del río con todos sus parroquianos: tiene una biblia en la mano. El sol sale, el sol se pone. Las chicas a las que amamos se acabaron yendo todas. No quedó ninguna. Los días hacen su oficio rutinario. Te levantes con un palo en la mano, andas por esas calles con una biblia en la mano y pides a Dios que te dé una explicación o que te deje dormir al caer la noche y tengas el sueño pesado, ocupado con perros en la 31 a los que alguien pretende resucitar con una mierda de palo.