13.10.24

No pienses

 


Primera instrucción: no pienses. Si desde que empiezas a tener tus propias ideas, alguien te las censura, vivirás más feliz. Que otros piensen por ti es el primer paso a que no tengas que pensar por nadie. Se puede vivir en esa asepsia idílica, en ese limbo puro. No pensar es un no-cáncer. La enfermedad es pensar. Si no tienes la voluntad de tener un criterio propio, sólo tienes que dejarte conformar por el criterio ajeno. Dependiendo de a cuál te arrimes serás más o menos feliz, pero puedes ser igualmente feliz si viras de uno a otro y coges de aquí a allá, sin permanecer más tiempo de la cuenta en ninguno. Hoy israelí; mañana, palestino. Ateo, creyente. Vale incluso que no te importe carecer de cierta personalidad, no es algo que importe más que un buen par de zapatos y una cama en la que dormir. La idea de que no pienses es la más golosa para ciertas autoridades. Quien piensa, los cuestiona. No van por ahí los tiros, no si los otros han urdido un plan y se obcequen en hacer que germine y sea duradera su aplicación. Disentir es un verbo prohibido. Discrepar no es un verbo conjugable. En esa plácida ignorancia la vida discurre con absoluta mansedumbre. De hecho, disentir no te hace medrar; bien al contrario, sólo perturba tu idilio con la realidad. No pensar es mejor que pensar en exceso. El hecho de que a todo le pongas objeciones hace que tú mismo seas una objeción. Esa marca no se borra. Está impregnada en todo lo que haces, llega antes de que tú mismo llegues, habla por ti, aunque tú no le des voz.

 El discrepante es un espécimen descarriado. Según el grado de disención, se te adjudica al grupo de los reinsertables o al de los perdidos irremisiblemente. Es seguro que habrá una taxonomía a la que pertenezcas. No hay nadie que actúe gregariamente, todos estamos adscritos a un gremio, el sistema se esmera en hacer estadísticas precisas de la comunidad a la que legisla. Tiene que haber un registro de cada pieza del puzle. El subversivo (he aquí el hallazgo semántico, la palabra rotunda y definitiva) es un apestado, no se le pone en contacto con los mantenidos a salvo de la pandemia. Las palabras se enredan y tornan oscuras las buenas ideas, lo dijeron en una canción. No pensar, ya está dicho, no tener responsabilidad en el negociado de la cosa pública, ni demasiado afán en la privada. Que la administren otros, que a mí me dejen en la limpia confección de mi rutina. Que nada importune mi plácida estancia en el mundo. Que la adversidad no se me acerque. Que padezcan los demás. Las demás instrucciones se coligen de la primera. Lo terrible es que hacen fácil no pensar. Creo que hoy he dicho en algún sitio que es más fácil callar que decir algo. He ahí la golosina. Una vez que se ha estado callado mucho tiempo cuesta incluso abrir la boca. Puede suceder que irrumpa alguna palabra inconveniente que malogre nuestro bienestar. Hay palabras que pueden echar abajo una vida entera de silencios. Se nos prefiere indiferentes. 


Todo lo que sucede alrededor nuestra (la televisión, los tiktoks, los instagrams y cualquier otra eclosión de una pantalla) está pensado para evitar que pienses tú. Ellos lo hacen por ti. Se complacen en su trabajo, se esmeran en vaciarte, en hacer que aburrirte sea la cosa más terrible del mundo. Han construido una sociedad hueca que no sanciona su oquedad, una civilización poco hecha a mirar hacia atrás y ver de dónde vino y cuánto costó llegar aquí, aunque algunas de las cosas que se ven hagan pensar que no se ha avanzado nada, que no se ha hecho nada, que no hemos aprovechado la luz de los grandes ideales o que no hemos sabido apreciar el bienestar (son estos los mejores tiempos, eso dicen) y nos abalanzamos de cabeza a la desgracia, que es a veces un olvido programado. El pulso del pensar, como escribía María Zambrano, requería de un sujeto en conflicto. El acto del pensamiento es el percutor de cualquier otro acto. Si se malogra su advenimiento, si se dan las circunstancias precisas para que se desacredite toda su vocación de fulgor y de atrevimiento, el hombre es un objeto entre los objetos, uno que no cuestionará su lugar en el mundo, que requerirá el pan y el circo y mantendrá el cerebro en standby. Razonar es descubrir la imposibilidad de que razonar salde las preguntas que continuamente nos hacemos, pero qué hermosa aventura la de aplicarnos en esa incertidumbre, qué vuelo más alto y qué limpio. Nos da todo igual porque preocuparse por algo exige un peaje que no se está dispuesto a pagar. No queremos: no sabemos. Querremos menos, acabaremos por ni siquiera considerar que algo malo nos suceda.


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