10.10.24

The river

 



Pudo haber sido una de esas canciones viriles y melancólicas de Bruce Springsteen de náufragos en la ciudad y novias de diecisiete años en asientos traseros de Cadillacs prestados, pero acabó siendo un estremecedor testimonio sobre la pérdida de la inocencia y el desencanto del porvenir. La escribió para su hermana y su cuñado, aunque la escribiera para cualquiera que sepa que tiene un lugar al que regresar cuando no tenga ningún lugar adonde ir. El río, que siempre es de Heráclito, dejaba en las orillas su manso inventario de prodigios cotidianos, su temblor íntimo, su sangre rota y nueva, su himno perfecto. A lo lejos parpadeaban las calles y Mary dijo que estaba embarazada. No hubo flores en la boda. Ni viaje a moteles junto al mar. Ni siquiera el novio llevó un buen traje. Al acabar la ceremonia fueron al rio a zambullirse, y el río, aunque seco y triste, todavía los llama, les invita a que aparquen el Cadillac y vean las estrellas de New Jersey por los cristales empañados en sudor. Bruce la canta como si no hubiese otra canción en el mundo. Como si las canciones empezasen y acabasen en ella. En una versión de uno de sus discos en directo la inicia con un largo parlamento que siempre me estremece al escucharlo. Nombra al padre, con el que, cuando joven, discutía continuamente y recuerda el festivo calor de los veranos y el duro frío en los inviernos. Hace memoria y trae a los que se fueron a la guerra y no volvieron y fija su alegría, la escasa que le dejasen, en una cabina a la que acudía cada noche para decirle a su amada la verdad de su corazón y el peso del deseo. Yo la escucho también como si fuese la primera vez. Hago que no sé, me fuerzo a no tener ningún recuerdo y así comienzo el día como si fuese el primer día.

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