28.12.20

La enfermedad del amor / Dicen los síntomas, Bárbara Blasco, Tusquets 2020

 


La identidad es, en parte, una construcción abstracta, por mucho que se arrime a su definición fragmentos vividos y sensaciones asumidas. Somos lo que se nos dice, escuché anoche a un vecino de edad avanzada, poco o nada suelto en libros y en citas, pero avezado en los aforismos de la calle y de la experiencia. Leyendo se aprende a sortear obstáculos, pero no siempre es la lectura un placebo o una saludable ingesta. Hay veces en que leer aturde y emponzoña. Las otras, las ocasiones en que leer es un placer y procura un alivio infinito, sirven de peso que equilibra la balanza de las desgracias, que no siempre se manejan a gusto y suelen enturbiar y hacer que el espíritu enferme. Viene todo esto a cuento del último libro de Bárbara Blasco, autora de Dicen los síntomas, reciente Premio Tusquets de novela. Lo que hace Bárbara es difícil. No es únicamente el hecho de que haya escrito una formidable novela, sino la utilidad de ese texto. No sólo somos lo que se nos dice: somos también lo que no vemos. Entre lo visto, lo entrevisto y lo invisible, transita la trama de esta novela. A lo que recurre la autora es a la enfermedad: ella se basta para contar a qué hemos venido a este mundo y cómo gestionamos que acabemos apartados de él y, en el tránsito dulce o duro hacia su desenlace, cómo aprendemos a sobrellevar la ruina del cuerpo, la lenta demolición de todo lo que damos por hecho. Como si viniésemos a él con una garantía fiable de éxito y no nos incumbiera nada que afee o arruine esa mágica sensación de seguridad o de confianza. Es mentira. Enfermamos desde que damos la primera andanada de aire. No es posible que entendamos nada si no aceptamos la decadencia y, quizá sea eso lo más importante, aprendemos a nombrarla. 

Dicen los síntomas es un espléndido inventario de desgracias. La habitan seres fantasmales, un poco fuera de este mundo, cada cual con su cuota de pánico y de júbilo. Durante el tiempo que el padre de Virginia convalece a la espera de que fallezca (eso es evidente desde su limpio inicio) sucede la vida alrededor. Va acoplándose con cartesiana eficacia a los huecos que la muerte va dejando. La dureza de la historia se aligera cuando percibimos la valentía de esa trama interior (también su cuota de alegría y de esperanza) y cuando constatamos (fieramente) que todas las familias un poco la nuestra, aunque difieran y, en apariencia, ni remotamente se nos pueda ocurrir que lo leído puede ser verosímil y de fácil ensamblaje con nuestra propia experiencia. Que la protagonista sea filóloga y camarera y soltera es trasunto de un arquetipo de mujer (o de hombre, no hay diferencia) amarrada a un discurrir paradójico de las cosas: vivimos en un mundo en el que no se concilia la realidad con el deseo, cuándo pasó eso, dicho sea de paso. La lírica se embosca con la crudeza, pero es que la poesía (si es franca) es un veneno y tiene que hacer daño. En ese sentido, Dicen los síntomas es un extenso (aunque a mí la novela se me hizo lamentablemente corta) panegírico de la enfermedad, que es el motor que mueve al sol y también a las estrellas, me permito contradecir a Dante. 

Morir es una incógnita siempre. No se sabe qué hacer cuando uno se está muriendo, como dejó escrito Tolstói poco antes de no poder decir nada más. En la libreta de notas de la protagonista, que es una novela paralela, una especie de prontuario de citas, leemos que la enfermedad es arte figurativo: se imita la realidad, se recrea con puntilloso oficio su paleta de colores, da igual que los que más abunden sean los grises. La novela, sin embargo, no es gris, no voy a destriparla (no odio la palabra spoiler, pero podemos reemplazarla con castellano entusiasmo), pero avanza entenebrecida, un poco ocupada por la tristeza y, al tiempo, colonizada por la fertilidad, por cierto tipo de amor, tal vez pedestre y sencillo, pero absolutamente sincero. El relato de los humores del cuerpo, las llagas ocultas, la penumbra de los órganos, sirve de apoyo novelesco y ahí es donde más valoro la lucidez de la autora: en su franqueza. No busquen artificio en el texto, no lo hay: la escritura es de una elocuencia sobrecogedora. Tan sencilla parece a veces, que entra con suavidad, se extiende sin que parezca que estemos leyendo: alguien nos está hablando, es una voz que nos confía una historia y está al lado nuestra, hablándonos. Ese es el mérito de la novela, que yo veo en Virginia Woolf o en la poesía de Emily Dickinson. 

Morir es un contratiempo, pero da vidilla. Cuando uno habla de la muerte con esa distancia, en el momento en que la contemplamos con mirada de entomólogo, buscando los pliegues y las asperezas, apreciando su orden matemático, su inapelable discurso, puede desprenderse de ella. La ve flotar en un espacio ajeno, como si no fuese incumbencia nuestra, como si (de pronto) toda su maldad no fuese cosa nuestra. De hecho, Dicen los síntomas es un delicado tratado sobre la vida, a pesar de que la muerte lo impregne todo y la enfermedad, su antesala, su cáncer, ocupe con vehemencia los diálogos y la imaginería. Importa muy escasamente que sepamos de antemano cómo va a acabar todo. Incluso en el caso de que nuestras hipótesis sean las acertadas, que no lo serán, lo aviso, hay una convincente línea que lo atraviesa todo y no hay manera de que no la sintamos nuestra línea. Nada en esta historia puede ser enteramente ajeno: lo que cuenta Bárbara Blasco es tan nuestro que nos desarma. Habla de la debilidad y del caos, nos cuenta el trayecto que va del esplendor a la más absoluta decadencia, pero entrevera pequeñas píldoras de esperanza, sospechamos que habrá algún giro y que no todo va a ser metástasis y desaparición. 

Todos los síntomas pertenecen a la misma enfermedad. Eso piensa la protagonista, hasta el final ni el nombre importa, eso nos cuenta. No es rebatible su reflexión: nos acostumbramos a desplazarnos y a amar y a fracasar y a reír y a sentir todo eso (el movimiento, el amor, el fracaso, la risa) a la vez. Lo único a lo que no podemos aspirar es a saber que vamos a morir (o que la enfermedad nos va a causar daño) y continuar la vida como si tal cosa. Ese es el roto que traemos de fábrica y al que tratamos (las más de las veces sin éxito) de zurcir. Es la imperfección que lubrica el alma y la hace perfecta. Por eso Virginia busca amantes sanos, busca donantes que no deseen entablar una relación, busca puro material genético que contribuya a vencer a la enfermedad y a la muerte al traer vida. En mitad del color gris, en el centro del dolor, hacer que la vida resplandezca y venza. 

En cierto modo, Dicen los síntomas es también una novela de palabras. Ellas hacen que todo cuadre, con lo complicado que es ensamblar y no dejar nada (casi nada) a la intemperie, fuera del mullido o áspero o salvaje o delicado mapa de la historia que queremos contar. La de Bárbara es un festejo del lenguaje. No precisa que se alambique y precise esfuerzo comprenderlo. De pronto, alguien piensa en unas morsas que se encaraman a un acantilado desde el que se lanzan al vacío. Podríamos pensar qué razón las impulsa a ese suicidio masivo, pero lo dejamos estar. Sentenciamos: es un misterio. En cambio, deseamos darle un armazón de razones a todo lo que sucede alrededor nuestra o, quizá más paradójicamente, a lo que sucede adentro nuestro. ¿Cómo podríamos? Virginia se conjura precisamente a buscar los motivos del mal, por ver si al dar con ellos aparecen los que arriman el bien, la plenitud, la ausencia de malicia, la eliminación del dolor, el viejo deseo de ser felices sin interrupción. De ahí que en la espera del desenlace (la muerte tiene más eufemismos que ningún otro vocablo) ella hable con Dios y plantee con novicia inocencia la ancestral discusión sobre si de verdad es bueno o es un engendro y nos ha dejado ir a nuestro aire, por ver cómo nos desgraciamos, por darle entretenimiento. La historia de la Humanidad (viene a decir en una de sus digresiones) debería contarse con el concurso de la enfermedad. 

Mamá es el diablo. La hermana de Virginia es el diablo. Papá es el diablo. Sólo vemos con bondad, extraña al principio, a quien convalece en la otra cama de la habitación del hospital. En mi fantasía novelesca, he pensado que podría extraerse una historia a partir de él. Una especie de spin-off. Una historia previa que nos informe de qué pasó antes de que le veamos tumbado en esa cama. Una novela es un artefacto infinito. Cada lector es un único lector. Lo que produce fastidio al inicio es más tarde candor y luz. El amor triunfa por encima de todo, a pesar de todas los obstáculos. El amor como bálsamo. El amor como medicamento. De fondo, hay un conflicto enorme en esa primacía del amor en toda la novela. No tiene un escenario sencillo, ni unos personajes cándidos. Son viscerales, todos lo son. Todos lo somos al avanzar, parece contarnos Bárbara. No hay quien eluda esa urgencia, la de la violencia, la de la terrible aceptación de que nuestro fracaso en la manutención del bien más preciado que tenemos: nuestro propio cuerpo. Es una novela del cuerpo, Dicen los síntomas. Cuerpo y palabras. Las que Virginia dice a su padre, postrado, que son las rudas, y las que omite cuando debe fingir, a pesar de que desde el principio sepamos su terca vehemencia, su instintiva franqueza, su insobornable naturalidad. También su humor, vitriólico y punzante, que incorpora a su discurso con la esperanza (es especular meterse ahí, no tenemos a mano herramientas) de que la salve y, de camino, salve a los suyos, a pesar de su aparente (se suaviza todo conforme la trama discurre) hostilidad. El humor es la válvula de escape, es la llave que abre la puerta de la cordura.

Hay una realidad morbosa en los hospitales: nos confinan en nuestros pensamientos, nos hacen pensar en la debilidad y en la fugacidad de la existencia, en el dolor y en su imperio de causas y azares. La literatura hospitalaria viene a ser una especie de rendición sin condiciones, un mundo aparte del mundo, un reducto de paz barbitúrica. Dicen los síntomas explora con una deslumbrante sencillez las obligaciones del que asiste a quien sufre. Uno se ve ahí, quién no lo ha hecho. Comprende la dureza de las horas, que son interminables. La experiencia es extrapolable a cualquiera: es de nosotros de quien habla Bárbara. Virginia es cualquiera que haya estado al pie de una cama con alguien a quien ama y a quien desea el bien, pero también surgen los fantasmas, las historias familiares, las crudas y las livianas, todas esas historias privadas que nos atraviesan y andan larvadas en el interior, a la espera de que un suceso (el dolor, la muerte) las expulse y tengamos que hacerles frente definitivamente. En esa contundencia de las emociones, surge la descripción científica de la desgracia, llámese enfermedad o soledad o desarraigo. Hay una pulsión de vida y se nombra con los términos más adecuados: humores, malestar, metástasis, cáncer, fluidos. Y también la asepsia del bienestar, ese espacio en el que todo es aceptado con estoica anuencia. Da igual que vivas o que te mueras: estás vivo y estás muerto a diario. Parece que he entrado otra vez en la cabeza de Virginia y digo lo que no es real, porque soy yo el que pone las palabras, las que creo que le pertenecen, las que secundaría. O no. Qué difícil es morirse, qué trabajo cuesta. Contra la muerte se batalla siempre mal: nos acosa y nos debilita. Lo hace incluso sin que se evidencie síntoma alguno. Lo sórdido, por acostumbrado, cobra un vigoroso y hasta familiar arrullo en nuestro corazón. Vemos al moribundo como una pieza trascendente, aunque esté en coma y sepamos que no es posible que entienda lo que se le dice, cuanto sucede en su derredor. Su presencia, ominosa casi siempre, produce una ternura paralela. Se apiada uno de él, a pesar de que no salga bien parado y tengamos de antemano un fiable conocimiento de su desenlace. El hallazgo más notable (uno de ellos) es que al final (no es posible que se me ocurra hablar más lo debido) es la belleza la que triunfa. Ella sueña con que su padre le acaricie el pelo al quedarse dormida apoyada en el borde de su cama. Ahí no piensa en enfermedades: no las disecciona, no se ofende cuando la muerte de alguien no trae un inventario prolijo de las afecciones y de las dolencias. El amor no tiene nada que ver con el dolor. 

Turba ese deseo rabioso de literatura que desprende toda la obra. La literatura como instrumento de perforación en la coraza de las emociones. Asoma Shakespeare cuando Virginia, en un arresto de humanidad, decide llamar padre al hombre que está en la cama: la niña le dice al padre que le perdona. Todos esos años de desprecio se zanjan con una palabra. Ese es el poder de las palabras. Si no desentrañan la realidad, hacen cuanto pueden, más que nada haya hecho nunca. Todo se traduce a ellas. Hasta las caricias acaban volcadas en palabras. Los silencios, a su espectral manera, son palabras también. Dicen los síntomas está poblada de silencio. Lo que no se dice ocupa más de lo que se pronuncia. Entrevemos la realidad, se ofrece con pulcra exactitud, pero no hay una recreación tangible: todo lo fiamos al decir de Virginia, he aquí el peligro (salvado por Bárbara con maestría) de que sea la primera persona la que gobierne el rumbo de la trama y no haya otra perspectiva. O sí la hay. Estar junto a la muerte, poder pronunciar esa palabra maldita, es una conquista de la realidad, leemos en un fragmento. Ese decir convulso suyo organiza la radicalidad de su discurso con materiales sencillos. Los diálogos (tan difíciles, al menos para mí cuando escribo) producen la sensación de que estamos asistiendo a la escena que representan. Somos espectadores privilegiados. Se nos ha confiado un texto y ahora tenemos que hacerlo nuestro o desecharlo. No es otro el recado de la escritura: convertir al lector en cómplice (pienso en Umberto Eco, pienso en Borges) y obligarlo a renunciar a la realidad sensible para que durante un tiempo se aloje en la fabulada. 

Hace años, demasiados, tuve el privilegio de que Bárbara Blasco me enviara una galerada de su primera novela, creo que fue la primera, Suerte. Guardo la impresión de que esa confianza ha salido robustecida al finalizar esta su tercera obra. Me he sentido particularmente halagado. En las ocasiones en que le he manifestado mi agrado al leer la novela (agrado es una palabra sencilla, seguimos en esa textura de las palabras) siempre he repetido más o menos lo mismo: todo lo bueno que le pase a tu obra es merecido. De lo que hablamos los que escribimos es de la restitución de un sentimiento insobornable: el de que nos lean. Y ella lo ha conseguido de modo absoluto. Ya está entre los conocidos. Tiene tantas puertas abiertas. Seguro que las franqueará con honestidad. Escribir es un acto de honestidad brutal. Qué bien me lo he pasado en esta ocasión. 





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