Los que viven solos adrede o son bestias o dioses. Es de la poética de Aristóteles, tomada con la frivolidad de esta época incierta. Es el mal o es el bien puros. Es una concesión a la extrema voluntad de elegir y apencar más tarde con las consecuencias de lo elegido. Pesar lo que sólo distrae de lo que de verdad da sustancia corre a cuenta de uno y no siempre se afina. Hay una inclinación que fuerza a privilegiar la cantidad y se desprecia la calidad. Tener mucho, exhibir lo poseído. He ahí lo común y aceptado. Se prestigia la velocidad, esa consecuencia de la globalización, que es un ejército furioso e invisible. Reclamar la lentitud debería ser la máxima que impere. Contrariar al mercado de los objetos y abrazar cierta mansedumbre en el pensar y en el hacer. Por ver si esa franquicia privada prospera y encontramos un lugar en el que sentir algo de consuelo. Es eso, el desconsuelo lo que nos enferma. Tiempos de zozobra y de cautelas, de estupor y de incertidumbres. Una carrera ciega. Sin destino. Hueca. Amar el amor, escuché anoche en una canción. Tal vez únicamente eso.
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