20.7.18
Días de verano que huelen como discos de Bob Dylan
Los días de verano huelen a pereza. Las noches son otra cosa. El olor de la noche, en verano, no se parece a ninguno otro. Dicen que el olor es una marca que se impregna más adentro que las palabras. El estímulo de lo que olemos tarda más en desaparecer o no desaparece nunca. Recordamos de modo asombroso cosas que creíamos olvidadas si un olor las trae de vuelta, si percibimos en el aire el aroma que nos las entregó por vez primera. No sé si será cierto o se trata de otra de esas informaciones escandalosas que ocupan las páginas de los diarios cuando no hay nada relevante que las ocupe, pero los que saben de estos asuntos sostienen que nuestra nariz es capaz de distinguir un billón de olores. Un uno seguido de doce ceros de sensaciones diferentes, de historias diferentes también. Las noches del verano huelen a bares cerrándose y a tabaco dulce. Huelen a óxido, huelen al cloro de las piscinas recién usadas, huelen a sexo. Hasta los libros tienen un olor, libros livianos que dejamos en la mesita de noche antes de conciliar el sueño. Es probable que nos despertemos porque nos agrade o nos moleste un cierto olor incorporado a lo que fantaseamos. Abrimos las ventanas de la nariz en cuanto abrimos los ojos, nos llenamos de aire, buscamos refugio en el aire. Una muchacha que conocí hace un escándalo de años olía a discos de Bob Dylan. No había vez en que, al besarla, cuando nos encontrábamos, no pensara en la portada de un disco en el que una mujer lo coge del brazo mientras pasean por el centro de una calle, entre coches. A veces, cuando escucho a Bob Dylan, los pasajes folk más que los eléctricos, pienso en S. y en cómo olía. Y recuerdo su voz y la forma en que me hablaba y la dulzura con la que me largó cuando le aburrí con mis cosas. De eso hace treinta años, es decir, unas cuantas vidas juntas. No sabe nunca a qué olemos, qué olor hace que los demás reparen en nosotros y ocupemos sus recuerdos. No sabemos en qué recuerdos andamos ahora. Ojalá yo no huela a Coehlo. Es posible que tenga un olor y nadie me lo haya entregado en confidencia. Preferiría yo estimular con instrumentos más de mi gusto. No sé. Un solo de John Coltrane largo. Un poema de Pizarnik. Incluso un buen chuletón de buey escoltado por una botella de rioja generoso. Los días de verano, ahora que he comenzado mis vacaciones, hacen que escriba descuidadamente. Que no afine en lo que cuento. Será la pereza.
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