16.7.18

No iré al cine nunca más


El propósito firme de no pisar un cine en una buena temporada o, caso de no ceder, en la hipótesis de que mi convicción no flaquee, no pisarlo nunca, crece en mi cabeza. No es algo que se decida a la ligera, ni que se disfrute, pero lo tengo tan claro como tuve ir deleitosa y convencidamente antaño, cuando el público era respetuoso y nada malograba esa comunión absoluta, idílica y sentimental como pocas entre la pantalla y quien se inclina a ella y lo contemplado cancelaba la realidad durante un buen par de horas. Ese trance amoroso no puede ser interrumpido de ninguna manera. No es admisible que la linterna de los móviles ilumine la oscuridad, ni que el crujir de las patatas en la bolsa, ni que alguien detrás o delante tuya comente lo que ve o lo que buenamente se le ocurra. Tampoco que sea uno el encargado de amonestar al infractor, oficio ingrato, poco deseable, pero que, al menos yo, he ejercido con la certeza de que es legítimo, moleste o no. Que el acomodador, uno de esas labores casi inexistentes, cumpla no es lo habitual: no cierra la puerta al iniciar el metraje, deja que la luz del pasillo distraiga. No quedan proteccionistas rigurosos: desatienden su trabajo, no saben si el volumen es el adecuado o si atruena en la sala. En casa, el cine lo administra uno, lo configura a placer, no permite que nada lo perturbe. Y sin embargo, a pesar de las bondades del cambio, qué pérdida más enorme, qué elección más atroz. Igual no he tenido suerte y no es ésta la norma. Ya es mala suerte, qué le vamos a hacer.   

El problema del cine es su desprestigio como entretenimiento noble, su conversión en entretenimiento bastardo, más comercial que artístico o, mejor expresado, más intereado en lo comercial que en lo artístico. No se sabe bien a qué va la gente al cine. Yo sé a qué voy. Muchos sabemos a qué vamos, y no coincide con la opinión popular, con la extendida. En clase, cuando pongo una película, educo en lo que puedo. Hago cumplir las normas que no se cumplen afuera, restauro lo perdido afuera. No sé el alcance de esa modesta pedagogía. Yo no fui instruido, a mí no se me instruyó en ese respeto. Tampoco veíamos cine en el colegio, en el aula, no era posible. Hubo (recuerdo) sesiones en sábados, en un salón de actos, por la mañana. Recuerdo las bobinas gigantescas y el proyector y la sensación (al salir) de plenitud. El colegio abría para que fuese al cine quien quisiera. Ver cine por la mañana, qué placer. No recuerdo ningún título de todas aquellas películas que vi. Recuerdo que no podías ir al sábado siguiente si no traías un resumen (un resumen, eso creo que era) de la que habías visto el sábado anterior. Tal vez ahí empezó todo. Es posible que ese fuese el principio. 

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